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Ignacio Domínguez
Redimir el tiempo
Una cita de San Pablo, en la carta a los efesios: Videte, fratres, quomodo caute ambuletis: non quasi insipientes sed ut sapientes, redimentes tempus (Efes 5, 15-16): vivid con cautela, hermanos míos, y no seáis necios: redimid el tiempo.
Hay quienes pierden el tiempo; hay quienes matan el tiempo.
Perdido estaba el hombre, muerto por el pecado: Y Cristo lo redimió.
Christus nos redemit de maledicto legis (Gal 3, 13): nos redimió de la maldición de la Ley antigua.
Christus nos redemit ab omni iniquitate (Tit 2, 14): Cristo nos redimió de la iniquidad, del pecado.
Redimir es «comprar», «pagar un rescate, un precio».
el Apóstol San Pedro nos dice el precio que pagó Jesús: non corruptibilibus auro vel argento, redempti estis, sed pretioso sanguine Christi (1 Pdr 1, 18): no habéis sido redimidos con oro o con plata, sino con la Sangre preciosa de Cristo.
Cristo pagó un precio. El precio fue su propia vida.
Por eso, ante los que pierden y matan el tiempo, San Pablo nos dice que es necesario redimirlo: redimentes tempus.
redimir el tiempo es estar dispuestos a pagar por él un gran rescate: hay que llenar el inexorable minuto de sesenta segundos; vivir el hodie et nunc, el minuto heroico, los minutos heroicos de heroicas decisiones: que «¡mañana!: alguna vez es prudencia; muchas veces es el adverbio de los vencidos» (Camino, n. 251). Lucha tremenda de San Agustín: «Sentía que era detenido, estorbado en mi camino... Y me repetía a mí mismo: ¿Hasta cuándo?, ¿hasta cuándo?: Mañana... mañana... ¿Por qué no será esta hora, el fin de mi torpeza? Esto decía, y lloraba con amargo sentimiento de mi corazón».
Hora est iam nos de somno surgere (Rom 13, 11): ya es hora de sacudir la modorra, no podemos dormirnos en los laureles: queda mucho que hacer: hay que redimir el tiempo, gastándolo todo entero en servicio de Dios.
Este es el tiempo propicio
Este es el tiempo propicio para que nos acerquemos más a Dios, y nos empeñemos de veras en la tarea de nuestra santificación personal y en la salvación de los hombres todos:
es tiempo de amar, tiempo de rezar, tiempo de reparar;
es tiempo de aprehender la disciplina, y de ser fiel a ella con sentido de urgencia;
es tiempo de ponerse a caminar por caminos de penitencia y de cruz, sintiendo en propia carne las ofensas que se hacen a Dios.
El escritor rumano Virgil Gheorghiu escribió un libro que alcanzó fama: La hora veinticinco-. Esa hora veinticinco es la hora en que ya se ha terminado la esperanza y la fe: ya es demasiado tarde, se ha agotado la luz, y el reloj de los hombres ha marcado la hora de la tragedia final: el hombre ha muerto, reducido a simple máquina, a pieza de un mecanismo absurdo, ficha amarilla, cifra sin rostro...
Dies enim mali sunt (Efes 5, 16): los tiempos que corren no son buenos.
Y, a veces, en la Iglesia Santa de Dios, parece que suena también la hora veinticinco: y la fe está maltrecha, y se maltrata la liturgia , y se hace burla de la piedad, y se escarnece a Dios...
Dies enim mali sunt.
Pero ello no es lo definitivo: Al presente triunfa la soberbia y la maldad: es tiempo de castigo y destrucción—así empieza el testamento de Matatías, padre de los valientes Macabeos—: pero precisamente por eso es tiempo de mostrar de manera especial el celo por la Ley dispuestos a dar la vida por la Alianza de nuestros mayores...
No temáis, hijos míos, las amenazas del hombre malvado, porque su gloria se tornará en estiércol y en gusanos. Hoy se engríe, pero mañana no será hallado: porque se habrá vuelto al polvo, y sus planes vacíos, vanos, se habrán disipado. Vosotros, hijos míos, sed valientes, combatid con fortaleza, y así encontraréis la gloria (1 Mac 2, 49).
¡Qué buen padre este hombre. Matatías, y qué buenos sus hijos, los Macabeos!
«Pero este lenguaje, ¿no resulta ya anticuado? ¿Acaso no ha sido sustituido por un idioma de ocasión, de claudicaciones personales encubiertas con un ropaje pseudocientífico? ¿No existe un acuerdo tácito en que los bienes reales son: el dinero que todo lo compra, el poderío temporal, la astucia para quedar siempre arriba, la sabiduría humana que se autodefine adulta, que piensa haber superado lo sacro?
»No soy, ni he sido nunca pesimista, porque la fe me dice que Cristo ha vencido definitivamente y nos ha dado, como prenda de su conquista, un mandato, que es también un compromiso: luchar (...) Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia» (Es Cristo que pasa,74).
Este es el tiempo propicio, tiempo de salvación, para aquellos que estén dispuestos a aprovecharlo al máximo. Dios pelea de nuestro lado. Y si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rom 8, 31). Dios no pierde batallas.
Nosotros ya sabemos que la muerte de Cristo no es derrota sino victoria. Por eso, no tiene sentido la huida hacia Emaús, dejando campo abierto al enemigo. Mantenerse firmes en los puestos —o volver a ellos si el miedo nos ha encogido—, estar en la brecha... y luchar hasta morir.
«Santa María, detén tu día»: así reza una antigua leyenda medieval.
Aún dura para nosotros el día de Nuestra Seño¬ra: que ella es Stella matutina, la estrella de la mañana que nos alumbra —todo suavidad— el camino.
Pero no lo olvidemos: tempus breve est. Y llegará un momento en que el ángel del Apocalipsis pronunciará su pregón: Por el que vive por los siglos de los siglos, que creó el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos hay... Iam non erit tempus: ¡ya no habrá más tiempo! (Apoc 10, 6).
El tiempo se acabará, tendrá fin. Y porque tendrá fin, es breve: breve est quidquid habet finem.