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Anticipar el Reino
La oración, camino de amor, Jacques Philippe
La oración nos hace anticipar el Cielo. Nos hace entrever y saborear una felicidad que no es de este mundo, que nada nos la puede ofrecer aquí abajo: la felicidad en Dios a la que estamos destinados, para la que fuimos creados. En la vida de oración se encuentran luchas, sufrimientos, arideces (ya hablaremos de eso). Pero si se persevera fielmente, se disfruta de tiempo en tiempo de una felicidad indecible, una paz y una satisfacción que son un anticipo del paraíso. Veréis los cielos abiertos, nos prometió Jesús (Jn 1, 51).
La primera regla de la orden de los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, fundada en Tierra Santa en el siglo XII, les invita a «meditar día y noche la ley del Señor», con esta ambición: «Gozar en cierta manera en nuestro corazón, experimentar en nuestro espíritu, la fuerza de la divina presencia y la dulzura de la gloria de lo alto, no solo después de la muerte sino incluso en esta vida mortal». Santa Teresa de Jesús recoge la misma idea en el libro de las Moradas:
Pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé su favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido, pues es verdad que le hay en nosotras mesmas.
La oración permite alcanzar estas realidades que anuncia san Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman (1 Co 2, 9). Lo que también quiere decir que, en la oración, el hombre aprende en esta tierra lo que será su actividad y su alegría durante toda la eternidad: extasiarse ante la belleza divina y la gloria del Reino. Aprende a hacer aquello para lo que ha sido creado, pone en ejercicio las facultades más hermosas y profundas de las que dispone como ser humano, facultades que con frecuencia no utiliza, las de adoración, admiración, alabanza y acción de gracias. Recupera el corazón y la mirada de niño para maravillarse ante la Belleza que está por encima de toda belleza, ante el Amor que trasciende todo amor.
Orar significa también, por tanto, realizarnos como personas, según las facultades propias de nuestra naturaleza y las aspiraciones más secretas de nuestro corazón. Claro que esto no se vive sensiblemente todos los días, pero toda persona que se adentra con fidelidad y buena voluntad por el camino de la oración experimentará algo de esto, al menos en algunos momentos de gracia. Sobre todo hoy: hay tanta fealdad, tanto mal, tantos pesares en nuestro mundo, que Dios, que es fiel y quiere despertar nuestra esperanza, no deja de revelar a sus hijos los tesoros de su Reino. San Juan de la Cruz afirmaba en el siglo XVI: Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho más los descubre. ¡Qué diría hoy!
Estoy admirado de las gracias de oración que reciben en este momento muchas personas, por ejemplo, gente sencilla en el curso de una adoración eucarística semanal en su parroquia. De eso no se habla en los periódicos, pero hay una verdadera vida mística en el pueblo de Dios, sobre todo entre los pobres y los pequeños. Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien (Lc 10, 21).
Una cosa preciosa que debo señalar: al ponernos en comunión con Dios, la oración nos hace participar de la creatividad de Dios. La contemplación alimenta nuestras facultades creativas y nuestra inventiva. En particular en el dominio de la belleza. El arte contemporáneo está falto cruelmente de inspiración, produce con frecuencia obras de una penosa fealdad, teniendo el hombre tanta sed de belleza. Solo una renovación de fe y oración podrá permitir a los artistas reencontrar las fuentes de la verdadera creatividad para estar en condiciones de proporcionar al hombre la belleza que tanto necesita, como hicieran un Fra Angélico, un Rembrandt, un Juan Sebastián Bach.
JACQUES PHILIPPE