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«Me has preparado un cuerpo...»
El Hijo eterno de Dios quiso tomar un alma y un cuerpo humanos para poder sufrir como nosotros y por nosotros. «Por eso, al entrar en el mundo, dice: sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo; los holocaustos y sacrificios por el pecado no te han agradado. Entonces dije: He aquí que vengo, como está escrito de mí al comienzo del libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5-7).
Ha venido a sufrir para que nosotros no padezcamos; ha cargado con nuestros dolores para quitárnoslos a nosotros. Lo describe proféticamente Isaías con estas palabras: «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y, con todo, eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados (...).
»Plugo a Yahveh quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y soportará las culpas de ellos. Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que se entregó indefenso a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando Él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes» (Is 53, 3-5. 10-12).
Los Evangelios presentan a Jesús especialmente atento a las debilidades y enfermedades humanas, en cualquiera de sus formas, para curarlas. Le vemos expulsar demonios, limpiar leprosos, sanar a ciegos, sordos, mudos y paralíticos, resucitar a muertos. Las gentes le seguían en grandísimo número atraídas por la belleza de su doctrina y también por su poder taumatúrgico. El mal y el dolor humanos, especialmente el espiritual -la ignorancia, el pecado- eran para Cristo como un imán: había venido a dar testimonio de la verdad para que todos la conocieran, a salvar lo que estaba perdido, a resucitar a todos después de la muerte.
Así se comportó con los que se cruzaron con Él durante su paso por la tierra; y así sigue obrando con nosotros, que pisamos este mundo dos mil años después. Dios no hace acepción de personas, no admite distingos entre unos y otros por razón de raza, lengua, condición social, circunstancias de espacio o de tiempo. Y Cristo es Dios: no se ocupó sólo de la salud física y espiritual de quienes compartieron la geografía en su mismo momento histórico, atiende con idéntica solicitud la nuestra. Hoy como ayer, Cristo sale al encuentro de los que sufren; ahora, especialmente a través del sacramento de su pasión.
Lecciones de Jesús en la Eucaristía: grandeza del holocausto
El Bautismo, la Confirmación, el Orden y el Matrimonio son sacramentos de comienzo, con todo lo que significa de alegría y de novedad: no hacen de suyo relación al dolor humano. La Penitencia se relaciona con el dolor de un hijo de Dios por sus pecados: la gracia de la reconciliación arranca del alma la perfecta contrición por haber ofendido al Padre celestial y le concede la alegría de volver a abrazarlo. En la Unción de enfermos, la referencia al dolor es limitada: se circunscribe a la enfermedad física con posibilidad de muerte.
En la Eucaristía, en cambio, la actualización sacramental del dolor del Hijo de Dios en su Carne, asume cualquier dolor del cristiano, grande o pequeño, físico o moral; y lo sana imprimiéndole sentido y perspectiva humana y sobrenatural, infundiéndole gracia para acogerlo recia y generosamente. Por medio de la Eucaristía, el dolor que sufrió el Salvador alivia el dolor concreto de cada uno de sus discípulos, porque lo inscribe eficazmente en el misterio de la salvación a través de su Cruz.
Las lecciones de Jesús sacramentado se suceden, llevando paulatinamente al hijo de Dios a afrontar sus angustias y aflicciones como participación en la entrega de su Señor; ayudan a vislumbrar la eficacia de su propia entrega; permiten percibir la maravilla de unirse a Jesús, única Víctima. Y entonces el sufrimiento ya no le aplasta, porque no se siente atrapado en las redes de un dolor sin sentido.
La Eucaristía es muy especialmente el sacramento de la cercanía de Cristo, porque acerca a Jesús -verdadera, real y sustancialmente presente- a los fieles de todo tiempo y lugar. El Maestro «se hace prójimo» -con sus dolores sacramentalmente presentes- para redimir los sufrimientos de sus hermanos, para incorporarlos a los suyos y ofrecerlos al Padre en un acto de glorificación y de expiación que posee alcance infinito. Les instruye y les ayuda a convertir su padecimiento en un sacrificio grato a Dios, en holocausto que sirve a la propia salvación y a la de los demás.
Se nos ha entregado de modo muy particular como sacramento del consuelo de Dios al hombre: en este don de gracia, prenda de la vida eterna, Jesús glorioso se acerca a cada cristiano en la hora de la tribulación y de la angustia, y se anticipa a «enjugar toda lágrima de sus ojos», como hará plenamente en el Cielo (cfr. Ap 21, 4).
En la Sagrada Eucaristía, Jesucristo enseña al cristiano que su dolor, por prestarse a llevar un poquito de su Cruz, recibe un premio que se cuenta por la abundancia de almas que seguirán también esa misma senda: «Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Jn 12, 24). Cuando el cristiano oye al sacerdote pronunciar las palabras de Jesús -«esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros... Esta es mi sangre que será derramada por vosotros...»-, aprende que los golpes que reciba durante su camino terreno, si los acoge por Cristo, con Cristo y en Cristo, se convierten en fuerza sobrenatural para los que ama; y, si responde afirmativa mente a esa prueba, entonces recibe esos latigazos contento y feliz, como su Maestro.
JAVIER ECHEVARRÍA