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21 octubre 2026

JOSE. Llegan a casa de Lázaro en Betania

Llegan a casa de Lázaro en Betania

Ahora estaba arreglando apresuradamente los asuntos para la vuelta. Abandonaban todo lo que habían conseguido durante los años de su estancia en Egipto. La gente de Cosen estaba estupefacta: «¿Cómo? —decían—. ¿Queréis abandonar todas estas riquezas? Claro, claro. Desde luego, desde luego, es muy bonito que volváis a la tierra de los antepasados. Todos volveríamos. Todos soñamos con lo mismo. Pero nadie sensato abandona lo que ha estado reuniendo durante toda su vida. Tenemos casas, talleres, tierras... Egipto es un país rico. Aquí hay paz. Y Judea y Galilea, después de lo que ha estado pasando en estos últimos tiempos, están en ruinas. El que vaya allí tendrá que empezar de nuevo desde el principio...».
Escuchaban estas palabras y sin contestar a ellas se preparaban para marchar. José recogió sus herramientas, Miriam la ropa, algunos enseres domésticos. Volvían con dos burros. Miriam iría montada en uno y el otro iba a cargar con el equipaje y las provisiones para el viaje.
Cruzaron el golfo, desembarcaron en Pelusio y continuaron luego por el camino que bordea el mar. Por la ruta romana que habían tomado, pasaban muchas caravanas y muchos grupos de personas. Sin darse prisa llegaron al quinto día a Gaza.
No tenían la menor intención de aparecer por Belén, por lo que siguieron el camino para Emaús. La ciudad empezaba a reconstruirse después de su destrucción completa. En Emaús giraron hacia Jerusalén. Después de su regreso a la patria querían ante todo ofrecer un sacrificio al Altísimo. Metidos entre la gente, se acercaron a los muros de la ciudad santa.
Su ruta llevaba a la Puerta de Efraín. A la derecha tenían las murallas almenadas del palacio de Herodes, con las torres de Hippicos, de Fazael v de Mariamnie. Por la izquierda se alzaba el monte Gaber. Aunque situado extramuros, estaba cubierto de casas edificadas en medio de jardines. Eran los chalés de los habitantes más pudientes de Jerusalén. Pero la guerra había pasado por allí también. Las casas estaban o quemadas o destruidas, y en los troncos cortados reverdecía la vegetación.
De la falda del monte, más acá de la carretera, surgían unos cuantos montículos separados. Eran unas rocas blancas desnudas, que se erguían entre la vegetación. La más alta se parecía por su forma a una calavera que brotaba de la tierra. Dos oquedades oscuras se parecían a órbitas. En la cima lisa de la roca —de la misma manera que en las otras— se alzaban varios palos que recordaban unos árboles deshojados y sin ramas. Algunos estaban rectos, otros estaban inclinados como si fueran a caer en seguida. Alguno tenía un travesaño. José no conocía el significado de estos postes, sin embargo, al mirarlos, un extraño estremecimiento recorrió su cuerpo.
Cruzaron la puerta. Unas callejas estrechas llevaban hacia el fondo de la hondonada del Tyropeon, y luego subían hasta la roca donde se levantaba el Templo. El gran edificio macizo dominaba la ciudad. Al lado, al pie del monte Moria, se levantaba amenazadora y achaparrada la torre Baris, llamada con el nombre de Antonia. Servía de cuartel para los soldados romanos.
En las calles había pocas huellas de lucha, pero los alrededores del Templo habían sufrido mucho. Fueron quemados los preciosos pórticos y el Templo había quedado rodeado por una corola de postes negros y chamuscados. Pero también aquí ya se estaba trabajando en la reconstrucción, se veía a los trabajadores y se oían los martillazos de los canteros.
A pesar de los pórticos incendiados, había mucha gente en el atrio del Templo, y entre las columnas chamuscadas estaban los puestos de los comerciantes. Se oían las voces de los animales y el barullo del mercado. Los vendedores llamaban a los compradores, les agarraban por los faldones de los mantos.
Ellos, sin embargo, no tenían intención de comprar nada. José, sabedor del dolor que le causaban los sacrifico cruentos, propuso realizar una ofrenda de pasteles. Miriam aceptó gozosa la idea. La víspera por la noche pidió a la dueña de la casa donde se habían detenido permiso para cocer las tortas ázimas destinadas al sacrificio. Trabajó hasta muy tarde en la cocción de las tortas. Las coció con cuidado, delgaditas, salpicadas con aceite. Las llevaba en una gran cesta.
Lentamente se abrían paso entre la multitud. José, que se volvía constantemente para no perder a su Hijo en el barullo, notó en la cara de Jesús una sombra de estupor que progresivamente se fue transformando en expresión de enojo. En cierto momento el Muchacho tiró a José de la manga.
—Abba —preguntó—, ¿por qué están aquí debajo del Santuario todos estos mercaderes?
—Venden animales para el sacrificio. Y los banqueros cambian la moneda...
—¿Quién podrá oír la voz del Altísimo en este barullo? —en las palabras de Jesús había un deje de pena—. ¿Quién encontrará el camino que conduce hasta El? No debería ser así, abba.
—Tienes razón, Hijo ¿y qué podemos hacer para cambiarlo?
El Muchacho no contestó. Esto ocurría a veces: lanzaba una pregunta relacionada con un asunto de vital importancia y, viendo que los mayores no podían darle una explicación adecuada, se callaba. El mismo no intentaba contestar a sus propias preguntas.
El sacerdote aceptó la ofrenda y bendijo a Miriam, a Jesús y a José. Abandonaron el Santuario cruzando el Atrio de los Gentiles, atiborrado de público, y volvieron a la ciudad, a buscar a los burros dejados bajo custodia en la posada. No entraba en su cuenta pernoctar en Jerusalén: no había sitio para los forasteros. Dejaron la ciudad y siguieron su camino. Al anochecer llegaron a Betania.
El pueblo estaba ubicado en la falda del Monte de los Olivos. Al adentrarse en el pueblo, se dieron cuenta de que carecía de posada. Decidieron pedir alojamiento a algún particular. Miriam, viendo a una mujer con un cesto de ropa recién lavada sobre la cabeza, se acercó a ella.
—Perdona, que te pare, hermana. Pero somos viajeros: venimos de lejos y tenemos todavía mucho camino por delante. Visitamos la ciudad santa, pero no había sitio para pernoctar. Llegamos aquí pensando encontrar una posada. Aquí no hay ninguna y la noche está por caer. ¿Podrías indicarnos una casa donde consentirían aceptarnos por una noche?
La mujer se detuvo, bajó el cesto de su cabeza. Miriam le vio entonces la cara. Le pareció haber visto esta cara en alguna ocasión. A primera vista era el rostro de una mujer vieja y cansada. Pero en realidad no era un rostro viejo y su sonrisa era muy afable y bondadosa.
—Si queréis, venid a mi casa. Está aquí cerca. La casa es grande y solo con tres niños. A mi marido y a mí nos encantará. Tengo un hijo de la misma edad que este Muchacho —señaló a Jesús.
—Es mi Hijo.
—No tienes aspecto de tener un Hijo tan grande. Pareces casi una muchacha. ¿No te habré visto yo antes?... —miró a Miriam, luego entornó los ojos como si tratara de recordar.
Miriam bajó la vista sin contestar. Ahora ya sabía que conocía a la mujer, que se habían encontrado. Una cierta timidez le impedía hablar de aquel encuentro.
La mujer no insistió sobre el tema. Le hizo con la mano una señal de invitación.
—Venid, venid —dijo. Se les adelantó indicándoles la casa. Miriam reconoció también la casa al acercarse.
Había un muchacho de la edad de Jesús delante de la casa. A su lado, una niña de unos tres años.
—Este es mi hijo Lázaro —presentó la mujer—. Y ésta mi hijita Marta... Lázaro, cógeme este cesto para que enseñe a nuestros invitados dónde pueden dejar sus cosas. Cuando hayas terminado con la ropa, encárgate de los asnos.
—Yo te ayudaré —le dijo Jesús. No solía acercarse a un muchacho extraño con tanta naturalidad. Cogieron entrambos el cesto y se alejaron. Al caminar tenían la cabeza inclinada uno hacia el otro y se hablaban como si tuvieran ya cosas que contarse. La pequeña les seguía corriendo.
En la habitación había otra criatura en un cuna. Miriam al pasar se inclinó sobre el capazo.
—Qué bonita —dijo sonriendo al bebé—. Es una niña, ¿verdad?
—Sí, tengo un hijo y dos hijas. El Altísimo no me dio más. La mujer suspiró, pero en seguida dijo con más alegría: He tenido muchos disgustos con el chico y llegué a pensar que no tendría más niños... El Altísimo ha sido misericordioso. Bendito sea su nombre eternamente.
Empezó a trajinar por la casa para agasajar a los visitantes. Sacó de la despensa pan, queso, leche y fruta.
—Acercaos, venid a la mesa —dijo—. No hay riquezas en casa, pero lo que tengo, os lo doy con gusto. ¿Habéis estado en la ciudad santa? ¿Habéis visto los destrozos?
—Claro que sí —asintieron—, son enormes.
—Oh, hoy no se ve ni la mitad de los destrozos —la mujer se soltó, se veía que le gustaba hablar—. Había que verlo cuando terminó el sitio. Desde aquí veíamos el humo encima del Templo. Hubo lucha en la explanada. Se dice, que el jefe de los Romanos se llevó el tesoro del Santuario. Y luego, cuando llegaron los otros Romanos para rescatar a los que estaban cercados en la ciudad, ¡no os podéis imagi-nar lo que ocurrió entonces! —se retorció las manos—. Los sublevados escaparon y los Romanos cogían al primero que encontraban y lo clavaban en la cruz. Cortaron todos los árboles de los alrededores para hacer cruces. Quedan algunas todavía en el Gólgota.
Los invitaba a comer sin parar de hablar. Mientras tanto, volvieron del campo su marido y su hermano. Ellos también se sentaron a la mesa. Querían enterarse por José de dónde venían. Al oír que volvían de Egipto, empezaron a su vez a inquirir sobre lo que ocurría en el país del Nilo. Aquella era a su juicio la tierra de todas las riquezas y de la felicidad. Lo nombraban con admiración y envidia. Allí no ocurrían cosas tan terribles, como las que se dieron aquí. A lo mejor ahora tendremos paz por fin. Los Romanos están prometiendo que gobernarán con justicia...
Hablaron hasta muy tarde, hasta que por fin llegó la hora de acostarse. El ama de casa indicó su sitio a los huéspedes. Era otra vez como entonces, hace años: la sala oscura débilmente iluminada por una candela saltarina y un bebé en la cuna. Pero la niña no lloraba, como el niño antaño. Dormía tranquila.
Las dos mujeres se inclinaron sobre la cuna de la pequeña.
—Las niñas son sanas —dijo la madre—. No tengo problemas con ellas. Con Lázaro era diferente...
Se puso las manos sobre las mejillas y levantó los ojos al cielo.
—Era terrible, terrible... —decía—, porque tenía —bajó la voz, como si solo susurrando fuera lícito pronunciar esta palabra espantosa— lepra...
Enmudeció un momento, pero volvió en seguida a hablar:
—Vino el levita para anunciar que debía entregar al niño. Que no podía permanecer con los sanos, sino ser entregado a los leprosos... Estuve a punto de morir. Lázaro lloraba sin cesar... Iban a venir a buscarle al día siguiente...
Se interrumpió, Miriam sintió que los ojos de la mujer estaban fijos en ella.
—¡Pero si fuiste tú la de entonces! ¡Fuiste tú! Ahora estoy segura. Llegaste con un anciano que se puso enfermo...
Miriam no contestó. Bajó la cabeza.
—Fuiste tú —decía la mujer con calor—. ¡Tú le has curado!
Esta vez negó decididamente con la cabeza.
—No, no, no he sido yo...
—Sí que fuiste tú —la mujer lo decía con un tono de ardiente persuasión—. Me acuerdo cuando te inclinaste sobre Lázaro. Los demás se echaban atrás. Tú no tenías miedo... ¿Quién eres? Dímelo.
Sonrió tímidamente.
—Soy una madre igual que tú. Sólo una madre... Mira —trataba de desviar la atención de la mujer en otra dirección—, los chicos están hablando juntos. Se han hecho amigos a la primera.
—¡Quiera el Altísimo que esta amistad no termine nunca! —dijo la madre, juntando las manos.
JAN DOBRACZYNSKI