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Santa María Faustina Kowalska
Extraído de su Diario sobre la Divina Misericordia
Al Final del primer año del noviciado, en mi alma empezó a oscurecer. No sentía ningún consuelo en la oración, la meditación venía con gran esfuerzo, el miedo empezó a apoderarse de mí. Penetré más profundamente en mí interior y lo único que vi fue una gran miseria. Vi también claramente la gran santidad de Dios, no me atrevía a levantar los ojos hacia Él, pero me postré como polvo a sus pies y mendigué su misericordia. Pasaron casi seis meses y el estado de mi alma no cambió nada. Nuestra querida Madre Maestra me daba ánimo [en] esos momentos difíciles. Sin embargo este sufrimiento aumentaba cada vez más y más. Se acercaba el segundo año del noviciado. Cuando pensaba que debía hacer los votos, mi alma se estremecía. No entendía lo que leía, no podía meditar. Me parecía que mi oración no agradaba a Dios. Cuando me acercaba a los santos sacramentos me parecía que ofendía aún más a Dios. Sin embargo el confesor no me permitió omitir ni una sola Santa Comunión. Dios actuaba en mi alma de modo singular. No entendía absolutamente nada de lo que me decía el confesor. Las sencillas verdades de la fe se hacían incomprensibles, mi alma sufría sin poder encontrar satisfacción en alguna parte. Hubo un momento en que me vino una fuerte idea de que era rechazada por Dios. Esta terrible idea atravesó mi alma por completo. En este sufrimiento mi alma empezó a agonizar. Quería morir, pero no podía. Me vino la idea de ¿a qué pretender las virtudes? ¿Para qué mortificarme si todo es desagradable a Dios? Al decirlo a la Madre Maestra, recibí la siguiente respuesta: Debe saber, hermana, que Dios la destina para una gran santidad. Es una señal que Dios la quiere tener en el cielo, muy cerca de sí mismo. Hermana, confíe mucho en el Señor Jesús.
Esta terrible idea de ser rechazados por Dios, es un tormento que en realidad sufren los condenados. Recurría a las heridas de Jesús, repetía las palabras de confianza, sin embargo esas palabras se hacían un tormento aún más grande. Me presenté delante del Santísimo Sacramento y empecé a decir a Jesús: Jesús, Tú has dicho que antes una madre olvide a su niño recién nacido que Dios olvide a su criatura, y aunque ella olvide, Yo, Dios, no olvidaré a Mi criatura. Oyes, Jesús, ¿cómo gime mi alma? Dígnate oír los gemidos dolorosos de Tu niña. En Ti confío, oh Dios, porque el cielo y la tierra pasarán, pero Tu Palabra perdura eternamente. No obstante, no encontré alivio ni por un instante.
Prometo que el alma que venere esta imagen no perecerá. También prometo, ya aquí en la tierra, la victoria sobre los enemigos y, sobre todo, a la hora de la muerte. Yo Mismo la defenderé como Mi gloria.
Cuando dije a la Madre Superiora lo que Dios me pedía, me contestó que Jesús debía explicarlo más claramente a través de alguna señal.
Cuando pedí al Señor Jesús alguna señal como prueba de que verdaderamente Él era Dios y Señor mío y de que de Él venían estas peticiones, entonces dentro de mí oí esta voz: Lo haré conocer a las Superioras a través de las gracias que concederé por medio de esta imagen.