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17 octubre 2026

MARIA. FIDELIDAD A LA VOCACIÓN DIVINA

FIDELIDAD A LA VOCACIÓN DIVINA
Que Dios nos llama a la santidad está muy claro en la Sagrada Escritura: «Nos eligió antes de la creación del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia». El Apóstol nos descubre con estas palabras el designio eterno de Dios: quiere que todos lleguemos a ser nada menos que inmaculados. Se trata de una llamada universal, que recae divinamente sobre todos y cada uno, tal como ha recordado el Concilio Vaticano II Este es uno de los temas que, gracias a la extensión y profundidad con que han sido tratados, desde 1928, por Mons. J. Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, nos resultan tan nuevos y, al mismo tiempo, tan radical y profundamente evangélicos. «Os exhorto —dice San Pablo— a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados...». Vocación a una vida de íntima unión con Dios Uno y Trino, que es la Alegría sin límites, sin sombras: el Amor pleno. Este es el común denominador de la vocación cristiana.
Pero esa vocación se concreta y matiza (con matices, en ocasiones, de gran relieve) de una manera particular para cada uno. Por eso puede decirse tanto que hay una sola vocación para todos, como que hay tantas como personas. «Tenemos dones diferentes según la gracia que nos es concedida». Y también: «cada uno permanezca en la vocación recibida». «Es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios». Muy importante. Que nadie piense que su vocación es poco importante y que sería mejor cambiarla por otra. Esto denotaría una notable miopía para ver las cosas desde el punto de vista de Dios. «Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera — ¡ojalá no me hubiese casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor» Atenerse sobriamente a la realidad en la que nos encontramos es una magnífica sugerencia. Claro que es bueno querer mejorar la posición humana y poner los medios legítimos para lograrlo, pero resultaría estúpido pensar que para «realizarnos» debemos salirnos del camino (de la vocación recibida) para buscar sensaciones nuevas, nuevos alicientes, cosas extravagantes o menos santas o menos adecuadas a lo que Dios, hoy, ahora, nos pide.
A unos nos ha llamado el Señor al sacerdocio ministerial; a otros les pide también virginidad o celibato apostólico; a otros, que formen un hogar cristiano con un número de hijos también previsto por Dios. Y «el matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural». Cada vocación conlleva unas exigencias que, en cualquier caso, alcanzarán en algún momento lo heroico, si no se quiere echarla por la borda. Pero como «los dones y la vocación de Dios son irrevocables», la vocación nunca se pierde, la llamada seguirá resonando como un eco eterno. Por eso, cuando uno se sale del camino, cuando uno echa por la borda su vocación, él sigue inevitablemente a su vocación, y naufraga. Ya nunca podrá decir que se ha «realizado», porque lo único valioso, lo único grande que podía realizar era, justamente, su vocación divina. Pensar que el camino que nosotros podemos elegir según nuestro capricho o comodidad es mejor o más dichoso que el que Dios nos ofrece es, sencillamente, herético: poner nuestra sabiduría humana por encima de la divina.
ANTONIO OROZCO