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14 octubre 2026

JOSE. Decide volver a Palestina

José decide volver a Palestina

A la sombra de la tienda extendida se sentaron los tres juntos, para tomar vino áspero de Judea. El bizco Symque había presentado a José al comerciante recién llegado.
—Rubén, hijo de Gera, comercia con perfumes. Desde los tiempos de Cleopatra, las bellezas de aquí han aprendido a emplear óleos de Jericó. Pagan el precio que se les pide. Rubén trae también vino para los nuestros. Un vino bueno preparado como es debido, según los preceptos que enseñan los piadosos escribas. Nadie impuro ha tocado la uva. . Y éste, Rubén, es José, hijo de Jacob, un naggar excelente. Quiere hacerte preguntas sobre varias cosas...
El comerciante de cara amplia, casi cuadrada, tomó un trago, se limpió la boca con el dorso de la mano y se inclinó un poco haciéndole una ligera reverencia a José.
—Pregunta, José, lo que quieres saber. Te contestaré gustosamente a todo.
—Hace varios años que vivo en Egipto. Llegué aquí desde Judea. Mi Hijo está creciendo y se acerca el tiempo de ir al Templo con El, tal como lo exige el precepto. Quisiera que me digas qué pasa en el país de Judea... Cuando me marchaba, Arquelao había subido al trono...
—¡Arquelao ya no reina en Judea! Era cruel y atormentaba a todo el mundo... Hizo promesas y no cumplió con lo prometido. Había continuas revueltas y derramamiento de sangre. Se reunieron unos cuantos venerables escribas y mandaron al césar mensajeros para rogarle que depusiera del trono a Arquelao, y pusiera un gobernador romano en su lugar. Los Romanos no son malos. ¡Mejores que la maldita estirpe de los Idumeos! Puede uno comerciar con ellos y no se meten en los asuntos religiosos. El césar atendió la petición y convocó a Arquelao. Le prohibió regresar a Judea. Le condenó al destierro...
—¿Entonces el país ha pasado bajo dominio de Roma?
—No por completo. Los Romanos dejaron el Gobierno de Galilea a Antípatro, mientras Abilene y Traconítide han pasado a Filipo. Sin embargo deben gobernar bajo control romano. Han llegado a Judea dos dignatarios romanos: Quirino y Coponio. Apenas llegados, mandaron que se realice el censo de la población en todo el territorio...
—¿Un censo?
—¿Te has indignado? Muchos se indignaron. Hubo un gran revuelo. Pero el gran sacerdote, los ancianos e incluso algunos escribas llamaron a la calma. Dicen que el pecado por el censo recae sobre los infieles y no sobre los fieles. No todos quieren escucharlos. Ha habido incluso revueltas. Judas de Gamala las empezó. Proclamó que el reino judío tiene un solo señor: El Altísimo, Sabaoth... y El, Judas, es el mesías anunciado por las Escrituras...
Se sobresaltó. Volvieron los viejos recuerdos: La conversación con las personas que había encontrado cuando se dirigió por vez primera a Nazaret... Se había olvidado de las ambiciones de aquel hombre, al mirar cada día al Muchacho que era el mesías anunciado.
—¿Y qué ha ocurrido con Judas? —preguntó.
—Sigue luchando. Ha encontrado apoyo en Galilea. No ha conseguido, sin embargo, arrastrar a todo el pueblo. Antípatro ha llamado contra él a los Romanos y éstos le persiguen. Tiene que ocultarse y atacar desde su escondite. Si hubiese sido el verdadero mesías, habría arrastrado sin duda a todos y habría vencido...
—¿Entonces hay luchas y desórdenes en el país?
—¡Qué va! Ya te digo que están persiguiendo a Judas. Tal vez ya le han cogido. En todas partes, bajo el dominio de Roma hay orden y paz. No ocurría lo mismo en tiempos de Arquelao.
—¿Y el censo se está realizando?
—Ya terminó.
Siguieron hablando un rato de una cosa y otra. Luego, José le agradeció a Rubén las noticias y volvió a su casa.
El sol quemaba, el calor seco de Egipto no molestaba demasiado. José, mientras caminaba, musitaba una oración: «Oh, Señor, Dios del Universo, muéstrale a tu siervo tu voluntad. No permitas que yo busque paz para mí, cuando Tú exiges obras...».
Le costaba mucho formular esta plegaria. Quizás otros eran capaces de decirle al Altísimo palabras, de las que renegaban más tarde. José lo sabía: cuando alargaba la mano, esta mano encontraba siempre la Mano invisible que la cogía... Y a pesar de que le costaba, repetía: «muéstrame, te lo ruego, Tu voluntad...».
Al acercarse a su casa oyó cantar el cepillo. Se paró en la puerta sin hacer ruido. Jesús trabajaba inclinado sobre el banco. Veía su espalda de adolescente moverse rítmicamente y las trenzas de sus patillas balanceándose al lado de las orejas. Interrumpía constantemente su trabajo, cogía en la mano la tablita cepillada y le pasaba el dedo por encima para comprobar el alisado.
—¿En qué estás trabajando? —le preguntó.
El muchacho enderezó su espalda encorvada. Se volvió limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Mamá necesita un estante —dijo—. También le prometí a Azuba hacerle una banqueta.
Azuba era hija de unos vecinos, de la misma edad que Jesús. Cuando eran más pequeños solían jugar juntos, luego siguieron siendo amigos. Mika, el padre de Azuba, le dijo un día a José: «¿Quizás casemos un día a nuestros hijos?» José no le contestó nada. La familia era amistosa y piadosa, la niña era guapa y tenía madera de buena ama de casa. ¿Qué debo contestarle? —pensó entonces José—. ¿Durante cuánto tiempo seguirá todo normal? Antaño había deseado la llegada del gran momento que pusiera fin a la normalidad. Hoy día prefería que la normalidad durase el mayor tiempo posible...
—Azuba —dijo Jesús— está juntando cosas para su casa. Pronto se casará.
Así pues, Mika había interpretado su silencio como una negativa y había tomado otra decisión. O quizás los motivos de esta decisión fueron otros. Azuba, como muchacha, ya era madura. Jesús seguía siendo un niño todavía.
Puso la mano sobre el hombro de su Hijo preguntando:
—Díme, ¿te gustaría que volviéramos a la tierra de nuestros padres?
El muchacho giró la cabeza. Sus ojos —absolutamente iguales que los de Su madre— miraban serenamente a José.
—Sí, abba —dijo.
—¿No estás bien aquí?
Negó con la cabeza.
—No. Pero allí está la Casa del Altísimo.
—Podríamos ir al Templo y volver...
—Se hará lo que tú digas, abba.
De la misma manera que su madre, se entregaba a su vo¬luntad.
—A mí, sin embargo, me gustaría que lo pensaras tú mismo, —dijo—. Estás creciendo, quizás querrás pronto crear tu propio hogar. Allí en la tierra de tus ancestros viven tus parientes. En Nazaret están los hijos y las hijas de Cleofás. En Belén... —se detuvo al darse cuenta de que los lazos entre su Hijo y la estirpe de David habían sido totalmente destruidos—. Sí —prosiguió— la tierra de los judíos es tu patria y comprendo que quieras volver a ella. Pero tienes que recordar que allí quisieron matarte.
Jesús seguía con el cepillo en la mano. El silencio duró un breve instante.
—Gracias al Altísimo te has salvado —emprendió de nuevo—. Pero los peligros pueden reaparecer. De todos modos habrá que regresar... No obstante, no sé si el tiempo ha llegado todavía....
De nuevo volvió a reinar el silencio.
—Puesto que me has mandado pensarlo, abba —empezó a decir el Muchacho—, permíteme que te diga lo que pienso. Considero que el tiempo del regreso ha llegado. Está escrito en el libro del Profeta: «Llamé a mi Hijo de Egipto...»
—El profeta hablaba de Israel...
—Ahora habla de Mí. Me llama...
Se sobresaltó. Miró acongojado la cara del Muchacho. Buscaba con la mirada si se había producido algún cambio. Le parecía la misma, —la que conocía: serena, sosegada, adolescente—. Y sin embargo tenía la sensación de haber visto en la mirada de Jesús una luz extraña, desconocida. Inclinó la cabeza.
—En este caso —dijo— volveremos.
JAN DOBRACZYNSKI