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Descansar con Cristo en la Misa, como los discípulos de Emaús
La palabra pascua, en hebreo, significa tránsito. En el Evangelio de san Juan (cfr. Jn 13, 1) alude a la hora de la pasión, muerte y glorificación del Señor. Jesús dejaba su presencia sensible en la tierra, dejaba la compañía de los suyos, y pasaba con su Humanidad Santísima a la derecha del Padre (cfr. Mc 16, 19). Dejaba la vida mortal para resucitar, tres días después, con una existencia nueva, gloriosa y eterna. Su Pascua contiene su paso del dolor hacia el gozo glorioso, de su trabajo a su descanso. Como afirma san Juan Damasceno, recorre el tránsito de la tribulación de la cruz a la paz de la resurrección (San Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa IV, 11).
Nosotros hemos de seguirle en ese itinerario, que se incoa durante la existencia terrena y madura al final, cuando todo el camino ha sido una «pascua» vivida con el Señor. Ir de este mundo al Padre admite muchas significaciones concretas: depende de la situación espiritual de cada uno, de la senda que haya afrontado y de lo que le falte aún por andar. San Máximo de Turín explica que la Pascua del Señor -su muerte, su resurrección y su ascensión- suscita un movimiento ascendente de las criaturas hacia Dios, que convierte al infiel hacia la fe, al pecador hacia la gracia, al justo hacia la santidad, a los muertos hacia la vida, a los santos hacia la gloria (San Máximo de Turín, Sermones 53 y 54). En definitiva, significa siempre dar un nuevo paso en la identificación plena con el Hijo de Dios crucificado y resucitado por nosotros, un paso más hacia la casa del Padre.
¿Cómo prepararnos para ir con Cristo de este mundo al Padre? Participando con intensa piedad en el Sacrificio de la Misa, sacramento de la Pascua del Señor que comunica esa misma Pascua a quienes participan. La Santa Misa nos consigue siempre impulsos y luces sobrenaturales para avanzar en el camino de la fidelidad y del amor. Con esta participación en el Sacrificio del altar -Pascua del Señor y pascua nuestra- buscamos acompañar a Cristo en su muerte y resurrección: nos esforzamos en obtener la gracia de morir con Él a nuestro yo, por la penitencia y el sacrificio, para resucitar con Él por la gracia y las virtudes; queremos convertirnos en almas que se ocupan de las cosas suyas, no de las nuestras, y llegar así -cuando el Señor nos llame a su presencia- a dar el salto definitivo y sentarnos con Él a la diestra del Padre.
Por estos motivos, celebrar o participar en la Misa nos hace entrar en el descanso de Cristo; descansar con Él después de haber trabajado por Él; recuperar fuerzas y volver con nuevo empuje a la lucha interior, al trabajo, a hablar de Cristo a otros. Como sucedió con aquellos dos que iban camino de Emaús (cfr. Lc, 24, 13-35). Tras haber acompañado a Jesús durante su predicación, y tras el « fracaso» de la Cruz, retornaban cansados a su casa, renunciaban a ser apóstoles. Pero invitan a Jesús, caminante desconocido en esos momentos, a quedarse con ellos y descansar de la fatiga de una jornada de camino.
«"Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída" (cfr. Lc 24, 29). Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían experimentado cómo "ardía" su corazón (cfr. ibid. 32) mientras Él les hablaba "explicando" las Escrituras. La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y "se les abrieron los ojos" (cfr. ibid. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. "Quédate con nosotros", suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el "pan partido", ante el cual se habían abierto sus ojos» (Mane nobiscum, 7-X-2004, n. 1).
Así escribía Juan Pablo II en la carta apostólica con la que proclamaba un tiempo de especial culto eucarístico en la Iglesia. Y añadía: «El icono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía. En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del "Pan de vida", con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de "estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo" (cfr. Mt 28, 20)» (Mane nobiscum, 7-X-2004, n. 2).
La Iglesia, Madre que conoce el corazón de los hombres, sabe bien que necesitamos participar en la Pascua del Señor, para pasar de la muerte a la vida, del cansancio de la lucha y de la fatiga del trabajo al descanso y felicidad eternos. Por eso ha dispuesto piadosamente que esa participación en la Misa sea obligatoria los domingos, el día de la semana en que Jesús entró en su descanso. La pascua semanal ayuda a no detenerse en la senda, pues ese parón podría ser preludio de desfallecimiento; a no desorientarse confiriendo a las cosas de este mundo una importancia de la que carecen, y negándosela en cambio a «las cosas del Padre». Con este programa sencillo y eficaz la Iglesia nos proporciona el reposo más profundo y radical: detenerse haciendo camino; y nos evita caer en el espejismo de los reposos vanos.
Ese interés de la Esposa de Cristo por la fidelidad de sus hijos, para que cuiden y amen el paso del Señor por su existencia y avancen con Él, se manifiesta incluso en las oraciones de las Misas dominicales, en las que ruega instantemente al Señor por su perseverancia, para que no dejen de discernir lo que aparta del Maestro y se apliquen a lo que Él les pide. En los domingos del Tiempo Ordinario, por ejemplo, suplica a Dios para sus hijos:
-«Luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla»;
-«Una vida según tu voluntad, para que podamos dar en abundancia frutos de buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto»;
-«Vivir por tu gracia de tal manera que merezcamos tenerte siempre con nosotros»;
-«Vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad»;
-«La verdadera alegría, para que quienes han sido librados de la esclavitud del pecado alcancen también la felicidad eterna»;
-«La luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino»;
-«Los dones de tu gracia, para que, encendidos de fe, esperanza y caridad, perseveren fielmente en el cumplimiento de tu ley»;
-«Los signos de tu misericordia para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos adherirnos a los eternos»;
-«Aumento en los corazones del espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida»;
-«Tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas, que superan todo deseo»;
-«El amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría»;
-«El amor de tu nombre, para que, haciendo más religiosa nuestra vida, acrecientes el bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves»;
-«Tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo»;
-«Vivir siempre alegres en tu servicio, porque en servirte a ti, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero» (Misal Romano).
En definitiva, la Iglesia urge a Dios para que no abandone a sus hijos, que nos mire, que nos ayude constantemente, y que lleguemos hasta el final con Él: «Señor, Tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna» (Misal Romano).
JAVIER ECHEVARRÍA