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El progreso en el camino a través de la Eucaristía
La Eucaristía posee un poder transformador de alcance infinito. Se ha dicho que una sola Comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo es de suyo suficiente para santificar a una persona humana. Como se acaba de señalar, la economía divina se ajusta -también para que no nos desanimemos- al modo progresivo de crecer y de robustecerse que se opera en el hombre, tanto en lo físico como en lo espiritual. Santo Tomás exponía que este Sacramento es causa suficiente de gloria, pero no concediéndola inmediatamente, sino después de ayudar a sufrir con Cristo; y concluía: «No introduce enseguida en la gloria, sino que nos da fuerza para llegar allá» (Suma teológica, III, q. 79, a. 2 ad 1).
Todos los cristianos, a través de la Eucaristía, estamos en condiciones de aumentar y perfeccionar -de modo análogo a lo que causa un alimento corporal- nuestra configuración personal con el Hijo de Dios, según un proceso interior de crecimiento paulatino (cfr. Rm 8, 29). San Francisco de Sales, en otro contexto de la vida espiritual, recurría a una argumentación que bien puede trasladarse al desarrollo de la vida cristiana conseguido mediante la Comunión eucarística. Este santo Doctor de la Iglesia anotaba que «los niños pequeños, a fuerza de oír hablar a sus madres y de balbucir vocablos con ellas, aprenden a hablar; nosotros, permaneciendo junto a nuestro Salvador, mediante la meditación, considerando sus palabras, sus acciones y sus afectos, aprenderemos, mediante su gracia, a hablar, a actuar y a querer como Él» (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte II, 1, 2). Comulgando con el cuerpo de Cristo, el discípulo va uniéndose más y más con su Señor, transformándose más en Él: cada vez es y se siente más hijo de Dios, porque participa más y más de la Filiación eterna que es el Verbo.
De modo semejante, quien toma parte en el Sacrificio eucarístico -asistiendo o celebrándolo-, quien se une a Cristo Víctima ejercitando el sacerdocio de Cristo recibido en el Bautismo, participa en la inmolación que el Hijo de Dios hace de su Humanidad Santísima; y participa no teóricamente, sino prácticamente, existencialmente: recibe fuerza y luz para ofrecer filialmente su propia vida al Padre en Cristo.
La contemplación de una persona a la que se admira suele constituir una fuente de identificación con ella. Por ese trato se conocen y se observan detenidamente sus gestos y reacciones, que terminan por asimilarse como propios, y que se manifiestan de varias maneras. Así, quien contempla al Hijo de Dios oculto en el sagrario, participa en su Sacrificio que se renueva en el altar y recibe sacramentalmente su cuerpo, crece en identificación con Cristo Sacerdote y Víctima; aprende a ser y a conducirse como el Hijo de Dios. Todo es obra del Espíritu Santo, que de este modo construye y edifica en el alma la filiación divina; en consecuencia, conduce también a desarrollar la fraternidad con los demás. El comportamiento de la persona humana empieza a girar y a basarse en su ser y en su actuar como hijo de Dios, a imitación de Cristo. Explicaba san León que «la participación en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo no hace otra cosa que cambiarnos en aquello que comemos; que estemos en Aquel con el que hemos muerto y resucitado; y que obremos en todo -en la carne y en el espíritu- como El» (San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 3, 7).
A través de las variadas formas del acceso eucarístico a Jesús, el Señor ilumina, consuela, acompaña, cura, enseña, corrige. Anima al sacrificio y al servicio, a la comprensión y a la paciencia con los demás, al silencio y a la espera ilusionada, al diálogo y a la disponibilidad. Toda la vida espiritual de un hijo de Dios sobre esta tierra, en cierto modo se recapitula y resume en su trato con Jesús Eucaristía, que se ancla en esa amistad, y de tan gran venero se nutre.
Las palabras de la Consagración condensan toda la vida de Jesús; esas mismas palabras resumen también lo que es la existencia cristiana auténtica: entrega al querer del Padre para glorificarlo con las obras y colaborar en el desarrollo del Reino de Dios. El comportamiento del cristiano debe girar alrededor de la presencia real de Cristo en los sagrarios, de la renovación sacramental de su único sacrificio en la Santa Misa, del alimento que ofrece a sus discípulos en la Comunión. Toda la conducta del discípulo -la exterior y la interior- vibra así con los ritmos del Amor de Jesucristo a Dios Padre: ritmos de oración y de acción, de trabajo contemplativo, de comunicación y diálogo, de sacrificio y de entrega. El alma cristiana alcanza su plenitud filial a través de la Eucaristía, culmen de todos los sacramentos y de la entera acción de la gracia; a esa divina riqueza se asimila y según su inefable fuerza se configura, para identificarse con Jesús oculto en el Sagrario, inmolado en el altar, hecho pan para sus hermanos.
Apuntaba anteriormente que la libertad y la humildad se dan juntas, como condiciones necesarias para acoger el don excelso de la filiación divina, para ser en Cristo una nueva criatura. Si consideramos ahora con detalle este nacimiento y este desarrollo hasta su plenitud, podemos observar que, en realidad, lo que se presenta como condición previa es a la vez efecto, aunque desde otra perspectiva. La libertad y la humildad del Hijo de Dios causan en el hombre la libertad y la humildad necesarias para llegar por la fe a ser hijos del Padre en Él. Desde ahí, podemos de algún modo comprender que Cristo en la Eucaristía -libremente oculto por amor, humillado hasta esos extremos por nosotros- lleva a los hombres a la perfección de la vida sobrenatura1(Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 111, q. 79, a. 1 ad 1): los atrae a Sí (cfr. Jn 12, 32) y con la fuerza del Espíritu Santo los vuelve realmente hijos del Padre.
Suele suceder que, en las familias que usan el pan como alimento, sea la madre quien lo guarda y lo reparte a los hijos: ella lo divide, lo acomoda a la necesidad de cada uno. Cristo se ha entregado personalmente a su Iglesia concediéndole -en el sacerdocio ministerial de los presbíteros- el poder de consagrar su Cuerpo y su Sangre, y de distribuir el Alimento eucarístico a sus hermanos. La Iglesia es Madre nuestra porque nos engendra a la fe y a la vida de la gracia, con la predicación de la Palabra y con los sacramentos que Cristo le ha confiado. La Iglesia distribuye a los fieles el Pan eucarístico, ordena y dispone esa distribución del modo que juzga más conveniente para la necesidad de las almas, salvaguardando siempre la reverencia a su Esposo y a las disposiciones recibidas de Él.
Como en todas las comparaciones, también aquí la referencia a lo que sucede en las familias humanas presenta claros límites. La distribución del alimento en una familia normal constituye una acción importante, pero no define la sustancia de la familia, que se encuentra en las personas que la componen y en los vínculos que las relacionan. No sucede así en la Iglesia, porque el Alimento eucarístico, el mismo Cristo, es a la vez todo el bien de la Esposa, la Iglesia, que vive en Él y de Él y por Él: Jesús es la vid, nosotros los sarmientos; sin Él, no podemos nada (cfr. Jn 15, 1-5).
Comprendemos, pues, que cuanto se refiera a la celebración del Santísimo Sacramento en la Santa Misa, su distribución en la Sagrada Comunión y su conservación en los sagrarios, sea objeto de grandísima atención y reverencia, porque se trata de la sustancia misma de la vida de la Iglesia y de los hijos de Dios. «Esta presencia real y oculta -decía Pablo VI en el Congreso eucarístico de Pisa-, lleva consigo tales implicaciones religiosas, espirituales, morales y rituales, que llegan a constituir el corazón de la Iglesia. Jesús dice: Ibi sum in medio. Estoy en el centro» (Pablo V I, Homilía, 10-V I-1965). Jesús Sacramentado se manifiesta como el Tesoro de la Iglesia, como su Centro y su Corazón, porque es su misma Vida: la Iglesia es su Cuerpo místico.
Benedicto XVI recordaba al inicio de su pontificado: «La Eucaristía hace constantemente presente a Cristo resucitado, que continúa dándose a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y de su Sangre. De la plena comunión con Él proceden todos los demás elementos de la vida de la Iglesia; en primer lugar, la comunión entre todos los fieles, el esfuerzo por anunciar y dar testimonio del Evangelio, el fervor de la caridad con todos, especialmente con los pobres y los pequeños. Por tanto pido a todos que intensifiquen en los meses próximos el amor y la devoción a Jesús Eucaristía y expresen de modo valiente y claro la fe en la presencia real del Señor, sobre todo mediante la solemnidad y la corrección de las celebraciones» (Benedicto X V I, Discurso a los Cardenales y a todos los fieles en la Capilla Sixtina, 20-IV -2005).
El Pan eucarístico lo reciben los hijos a través de la Madre, y según lo que esta Madre santa dispone. La conformidad con la Iglesia -en todo, pero muy especialmente en este punto, que es el centro mismo de su existencia- será señal cierta de filiación a la Esposa de Cristo y causa de que esa filiación se robustezca y aumente. No podemos dudar de que el amor a esta Madre lleva necesariamente al amor a la Eucaristía, que contiene su misma vida; y podemos asegurar que tanto tenemos de amor a la Iglesia cuanto tenemos de amor al Señor Sacramentado. Amor manifestado en la piadosa celebración del Sacramento -Santa Misa- y en la adoración a Cristo presente en nuestros Sagrarios.
Por eso, ¿cómo no atribuir una importancia capital a todo lo que la Iglesia dispone en relación a la Santísima Eucaristía? ¿Cómo no responder con la obediencia más rendida a las disposiciones de la Autoridad sobre su distribución y conservación, y sobre la celebración de la Santa Misa? Se comprende el lamento de Juan Pablo II cuando evocaba el abandono o el descuido por parte de algunos en el culto de la adoración eucarística, los abusos en la celebración de la Santa Misa o en la distribución de la Sagrada Comunión. «¿Cómo no manifestar, por todo esto, un profundo dolor? La Eucaristía es un don demasiado grande que no soporta ambigüedades ni reducciones» (Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-1V-2003, n. 10).
Los evangelistas relatan con detalle cómo Jesús preparó y cuidó todo lo referente al banquete pascual en el que iba a instituir la Eucaristía: la previsión con que ordenó que se arreglara todo en una sala amplia y noble; el deseo ardiente que tenía de celebrar aquella Pascua con sus discípulos (cfr. Lc 22, 9-14), la exactitud con que se atuvo a los varios pasos rituales de la cena pascual... Todo traducía la expresión de su amor a sus discípulos y, por tanto, también a nosotros, que hemos venido después, y que deseamos seguirle sinceramente y comportarnos según sus enseñanzas. «Amor con amor se paga», reza el proverbio; delicadeza, con delicadeza. También nosotros hemos de utilizar manteles limpios, ornamentos dignos y bellos en la medida de lo posible, luces, flores para El, presente en la Eucaristía. También nosotros hemos de ajustarnos a un orden y a una obediencia a la Iglesia en los ritos y ceremonias, que imite hasta en lo más pequeño la docilidad suma de Quien, por obediencia, se ha entregado hasta la muerte y muerte de cruz. ¿Comprenderemos siempre con mayor hondura que la celebración eucarística debe estar rodeada de atención, de esmero no sólo espiritual sino también material? ¡Porque estamos tratando al Verbo encarnado, presente bajo las apariencias de pan y de vino!
Todavía nos queda mucho que mejorar en amor a Jesús Sacramentado; debemos rechazar más radicalmente la sutil tentación que a veces sugiere despreciar esos detalles materiales, invocando la principalidad del espíritu; y otras, exagerarlos descuidando la devoción interior. Escuchar al Señor como Pedro, cuando el Maestro le advirtió aquella noche sobre la necesidad de ser lavado, nos devolverá al equilibrio del sentido común, de la fe sencilla y enteriza. En nuestro diálogo personal, preguntemos a Cristo si está contento con nuestro modo de participar en la Santa Misa, y de honrarle y adorarle en el Sagrario; si espera aún de nuestra parte un cariño más atento, más humano y a la vez más divino, ¡que sí lo espera!
JAVIER ECHEVARRÍA