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7 enero 2026

JOSÉ. José viaja a Nazaret (1 de 2)

José viaja a Nazaret (1 de 2)
La carretera discurría entre rocas desnudas de color sangre fresca. Cruzaba numerosos barrancos en cuyo fondo crecía, merced a la sombra y los torrentes, una vegetación abundante. Las ramas de los árboles se extendían como una sombrilla que lo tapaba todo. En la carretera, por el contrario, no había ni rastro de sombra, únicamente pasado Jericó se entraba bajo un techo de rumorosas palmeras. El olfato de los viajeros era asaltado por un olor aromático procedente de los bosques balsámicos que circundaban la ciudad.
La carretera bajaba hacia el valle. El calor se hacía más intenso a cada paso. En el barranco donde se adentraron ahora, no se notaba el menor soplo de viento. Al salir de la ciudad desaparecieron los muros de piedra tras los cuales se extendían los campos cultivados. En su lugar aparecía una pared tupida de vegetación entrelazada. La espesura entretejida de grandes flores blancas o rojas exhalaba un aroma sofocante. Sus ramas peludas cubiertas de largas espinas surgían en la carretera como los tentáculos de algún ser vivo intentando asir por el manto a los caminantes. Si la pista no hubiera sido tan transitada, la vegetación lujuriante habría borrado el sendero en poco tiempo. Pero las ramas que sobresalían eran continuamente cortadas por los viajeros que pasaban por allí. Los peregrinos que iban a Jerusalén desde Galilea y las provincias transjordanas utilizaban este camino, preferían esta ruta más larga y más difícil a la pista directa que cruzaba Samaria. Este camino era también empleado por los mercaderes de Damasco, Palmira y Babilonia.
Esta ruta no era únicamente difícil, sino también era peligrosa. Las laderas del Jordán, con su vegetación selvática, daban cobijo a animales salvajes: linces y leopardos. No le faltaban tampoco serpientes venenosas y escorpiones. En la ladera opuesta del río, a lo largo de los senderos rocosos de los montes de Perea, se presentaban de cuando en cuando los bandidos. Para su seguridad los viajeros de Jericó que cruzaban el Jordán se unían en grandes grupos.
El grupito al que se unió José estaba compuesto de cinco comerciantes acompañados de un esclavo moro. Los mercaderes viajaban montados en burros y llevaban otros burros de carga con sus mercancías. El esclavo tenía por encargo el cuidado de los animales. Acompañando a los mercaderes, iba una familia de campesinos compuesta del padre, la madre y un hijo de ocho años. La familia tenía un burro que montaba el marido. La mujer y el niño iban andando. En el último momento, cuando ya iban a ponerse en camino, se unieron al grupo dos hombres jóvenes. Por su atuendo y su comportamiento, uno de ellos pregonaba a las claras que era fariseo y rabino. No levantaba la vista, como si quisiera guardarse de mirar a sus compañeros de viaje. Recitaba escrupulosamente las oraciones prescritas. Con ostentación, para que todos vieran que rezaba. Su manto con las franjas rituales se arrastraba en el polvo a sus espaldas. A nadie dirigía la palabra. Hablaba únicamente con su compañero. Este era un hombre más bien bajo, un tanto jorobado, con el hombro derecho algo más alto que el izquierdo. Tenía los ojos claros, profundamente hundidos. La expresión de la cara denotaba orgullo y obstinación. Llevaba también un manto largo sobre su corta túnica. Los pliegues del manto dejaban entrever una espada corta colgada de la cadera. Aunque no llevaba ningún distintivo de su pertenencia a la secta de los fariseos, el rabino le manifestaba un respeto evidente.
Los mercaderes abrían la marcha de la caravana. Iban uno tras otro en fila india. Tenían un gran parecido entre sí, debían de ser hermanos. El guía era un hombre robusto que llevaba la barba teñida con henné. Era él quien decidía las paradas y marcaba la velocidad de la marcha. El esclavo negro caminaba junto a su asno. No le era permitido alejarse ni un sólo paso de su señor. Cuando se detenían, el negro descargaba a los asnos, los abrevaba y les daba de comer.
La familia campesina caminaba tras los mercaderes. El hombre se contoneaba adormecido sobre el asno. La mujer parecía mucho más joven que el marido. Iba detrás del asno, llevando a su hijo de la mano. Le contaba algo o le canturreaba sin cesar. Cuando cantaba se movía acompasadamente dejando oír el tintineo de los grandes aros colgados de sus orejas. Cuanto más alegre parecía, más mohíno se mostraba el hijo. Cada cierto tiempo se quejaba de cansancio. Entonces lo cogía en brazos y lo llevaba pacientemente, aunque debía suponer un gran peso para ella.
Yendo detrás de ellos, José los observaba constantemente. Oía la voz caprichosa del hijo que no paraba de pedirle cosas a su madre. El hombre sentado en el burro amonestaba también severamente a la mujer. Cuando se detenían, se bajaba del burro, extendía en seguida en el suelo una manta para recostarse y dejaba a la mujer las demás labores. Ella debía descargar el animal, traer el gran saco de paja atado al cuello del animal con las provisiones de viaje y dar de comer a su marido. A continuación cuidaba de su hijo. Cuando terminaba de servir a su marido y a su hijo atendía la caballería. Sólo entonces podía descansar ella misma. El marido no se movió de su manta ni tan siquiera cuando de los matorrales salió una víbora cornuda que se fue directamente hacia el chico. Dio una voz a la mujer que estaba dormitando sentada con la cabeza apoyada en las rodillas, mostrándole el reptil. Ella se puso de pie de un brinco agarró una estaca y ahuyentó a la víbora.
José llevaba un asno, pero no lo montaba. Lo había cargado con sus herramientas de carpintería y consideraba que era suficiente peso para el borriquillo de panza blanca y pelo claro. Quería a su mudo compañero y lo cuidaba. El borriquito correspondía a estos cuidados con fidelidad. Cuando José le alimentaba, éste le agarraba por la manga con sus labios blandos.
Caminaban juntos, de cuando en cuando el hombre pasaba la mano sobre el cuello del animal o le daba unas palmaditas afectuosas en la grupa.
El fariseo y su compañero cerraban la marcha de la caravana. Conversaban y a veces unos retazos de su conversación llegaban a los oídos de José. Hablaban de cierta mujer que había sido muy bondadosa con los haberim fariseos, y de un varón afectado por una gran desgracia a quien, a cambio de la ayuda prestada, había que prometerle una «bendición regeneradora». Cuando el fariseo habló de esta bendición, su compañero se echó a reír.
—Después de lo que le han hecho, ya no le puede ayudar ninguna bendición —dijo burlón.
—No te rías, Judas —dijo el rabino—. El Altísimo lo puede todo, si quiere...
— ¡No va a hacer milagros para un asqueroso gó/'!
—Tenemos necesidad de la ayuda de los infieles...
José no comprendía a qué se referían. Por otra parte, tampoco intentaba escuchar ni comprender. Guardaba siempre un profundo respeto por los secretos del prójimo, y una aversión hacia todo lo que servía únicamente para saciar la curiosidad y distraer la serenidad del pensamiento, que debiera estar buscando constantemente al Altísimo.
Al mediodía, cuando el calor se hizo insoportable en el barranco, el grupo de viajeros alcanzó la orilla del río. El Jordán se deslizaba en el fondo de una profunda fosa. La corriente del río era rápida, el agua turbia. Unas piedras y unos troncos de árboles medio podridos sobresalían del agua. La rapidez de la corriente dejaba tras cada obstáculo una estela plateada.
La altura de la orilla y la frondosa vegetación dificultaban el paso hasta el agua. Pero siguiendo a lo largo del cauce, el camino les llevó finalmente al vado. Los matorrales habían sido cortados, la orilla pisoteada. Unas estacas clavadas en el lecho del río marcaban el vado.
Antes de empezar a cruzar hicieron un alto más prolongado en la margen del río. Los mercaderes se recostaron en la hierba dejando al esclavo el encargo de abrevar a los animales. El campesino le mandó hacer lo mismo a su mujer. Desalbardó el asno, lo llevó al río. Cuando hubo bebido, volvió y empezó enseguida a preparar la comida para su marido y su hijo. Los dos le gritaban que tenían hambre. La mujer, sudorosa, jadeaba con las prisas.
José observaba de lejos esta escena. No podía por menos que desaprobar el comportamiento del hombre, pese a haber presenciado muchas veces hechos semejantes. El chico, que quería sin lugar a dudas a su madre, imitaba instintivamente las maneras de su padre. Ahora estaba jugando en la arena.
Cuando la mujer llevaba corriendo el asno hacia el río, estuvo a punto, al pasar, de rozar con el borde de su túnica al fariseo sentado. José vio que el rabino se apartó bruscamente con una mueca de aversión para evitar el contacto. Comentó algo con su compañero. Daba la impresión de que éste compartía su desdén hacia la mujer. Sin embargo, José le oyó hablar con respeto de otra mujer que había hecho tanto por los fariseos. Le invadió una sensación penosa: realmente no conocía a los fariseos, pero sabía de ellos que eran personas que cumplían escrupulosamente los preceptos de la Ley. No acostumbraba a juzgar mal de nadie. Sabía que sus hermanos le llamaban ingenuo a sus espaldas. Prefiero ser ingenuo, pensaba, que ser injusto con alguien... Pero este hombre le pareció de verdad falso.
—¡Dame de beber! —gritó de repente el niño en direc¬ción a su madre.
—Te lo traeré enseguida, déjame terminar —contestó ella, ocupada con la preparación de la comida.
—¡Pero yo quiero beber!
—Ven conmigo, yo te daré agua —dijo José al niño.
—La mujer levantó la cabeza de su trabajo y miró a José con enorme sorpresa. ¿Quizás nunca la había ayudado ningún hombre? José cogió al niño de la mano y bajó con él al río. Las aguas del Jordán discurrían por un fondo rocoso. Resbalaban encima de las rocas y se arremolinaban furiosamente en los meandros de la orilla. Los rayos del sol bailaban sobre el río como monedas de oro mecidas por el agua. José se arrodilló, sumergió en el agua el vasito que llevaba. Lo llenó y se lo dio al niño.
—¿Cómo te llamas? —preguntó cuando el chico terminó de beber y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Dimas —contestó el pequeño—. Dimas, hijo de Merabot —completó su nombre con el de su padre. Así se lo habían enseñado por lo visto.
—¿Quieres más?
—No, ya basta.
—Llenaré otra vez el vasito y se lo llevarás a tu madre. Seguro que tiene sed.
El chico puso las manos en la espalda.
—Oh, no...; ella no quiere...
—Te equivocas, Dimas, tu madre trabaja mucho.
—Las mujeres tienen que trabajar —recitó el pequeño como una máxima.
—Todo el mundo tiene que trabajar y todos debemos ayudarnos. Coge el vasito.
—No..., se me va a derramar el agua.
—Entonces lo llevaré yo. Pero a tu madre le gustaría más que se la dieras tú.
El muchacho miraba a José con una mirada de incomprensión. Es probable que nunca hubiera oído nada semejante. Algún día, quizás, pensó José, lo va a lamentar... Con el vasito en una mano y el niño en la otra volvió al campamento. Todos los hombres estaban echados a la sombra, solo trabajaba la mujer. Le ofreció el agua.
—Es para ti —dijo—. Dimas ha bebido todo lo que ha querido.
Ella miró a José llena de perplejidad. Luego le hizo una profunda reverencia.
—Gracias, señor —dijo—, por haber querido ayudar a una pobre mujer como yo...
—No digas eso —sacudió la cabeza—. Todos somos hijos del Altísimo.
Volvió al sitio donde estaba sentado antes. Había pensado que, con la canícula entorpecedora, su alejamiento con el niño pasaría inadvertido. Sin embargo, a pesar de estar cómodamente recostados, los hombres tenían la cara vuelta hacia él. El campesino llegó incluso a apoyarse sobre el codo. En su cara se reflejaba la ira. Regañó a la mujer, que inclinó profundamente la cabeza; llamó a su lado al niño. Con un gesto, le ordenó que se quedara a su lado. Del lugar ocupado por el fariseo y su compañero llegó hasta José el sonido de una risa. El hombre, al cual el rabino había llamado Judas, exclamó con voz lo suficientemente fuerte para ser oído por José:
—Se ha creído que la iba a comprar a buen precio.
—La mujer que sonríe a un hombre desconocido y acep¬ta algo de su mano alimenta deseos impuros —el fariseo pronunció su sentencia acostado pero también en voz alta—. Más vale meter la mano en el fuego que ofrecer algo a la mujer de otro —citaba la opinión de algún maestro—.
El marido que permite que su esposa hable con extraños es como el dueño de una casa pública...
Hacía esfuerzos para no oír estas palabras. No es que le afectaran personalmente. Le dolía que esta mujer tenía que escucharlas. En Belén tuvo la oportunidad de oír expresiones despectivas sobre las mujeres, pero no recordaba ninguna que fuera tan cruel. Se imaginaba que allí, en Belén, la gente no quería hablar así delante de él, pues le conocían bien...
Afortunadamente los otros dejaron de hacer comentarios; se acomodaron más a su gusto y se durmieron. La mujer dejó de ajetrearse: se sentó a cierta distancia de su marido y comió algo. Los burros se espantaban las moscas con el rabo. El agua del río dejaba oír un murmullo imperceptible. José rebuscó en su saco y sacó un trozo de torta. Antes de empezar a comer, recitó una beraká.
Descansaron una hora larga. Luego el mercader de barba negra azulada se puso en pie gritando que había que reemprender la marcha. El mediodía había pasado, el calor persistía, pero el sol quemaba sensiblemente menos que antes. Se levantaron perezosamente del suelo, recogieron sus pertenencias. El esclavo negro cargó los burros de los mercaderes. La mujer colocó las alforjas sobre el asno. Trabajaba con la cabeza muy reclinada, José notaba que no se atrevía a mirar en su dirección.
Por fin todos estuvieron listos. Se inició la marcha hacia el vado. Los pequeños cascos de las monturas resonaban sobre las piedras. Uno tras otro, los animales bajaban al agua. La corriente era mucho más fuerte de lo que aparentaba. Los asnos caminaban despacio, pisando con cuidado, el agua estaba fresca. Los hombres iban al lado de los animales arreándoles con gritos.
La mujer llevaba al niño en brazos mientras cruzaba el río. José veía cómo se tambaleaba. No se atrevió sin embargo a prestarle ayuda. Además, el marido la mandó ir delante. El seguía detrás, apoyado en el burro.
La travesía fue muy breve y llegaron enseguida a la orilla opuesta. La senda se adentraba de nuevo en una pared de vegetación abundante. Pero no anduvieron mucho entre el revoltijo de ramas espinosas entrelazadas de hojas y de flores. A un centenar de pasos del río, los matorrales frondosos desaparecieron como cortados de un tajo. Durante un corto tramo seguía habiendo unas cuantas matas de hierba reseca, luego empezaba la ladera pedregosa, desnuda, ardiente como una enorme caldera. Se extendía allá a lo lejos, hasta el horizonte cerrado por una pared montañosa de caídas verticales color ocre.
JAN DOBRACZYNSKI