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EL SEÑOR ES CON ELLA
Dios es inseparable de su gracia. Si el Arcángel le dice a María que es la Llena de gracia, es lógico que continúe enseguida: el Señor es contigo. Lo decimos así, en el Ave María: el Señor es contigo. Podríamos decir: el Señor está contigo; pero no, empleamos el verbo ser. Así subrayamos que Dios, que es el solo absoluto y eterno, ya no quiere ser sin la Virgen, y la Virgen no es sin Dios; Dios se ha unido inseparablemente a María y María se halla inseparablemente, estrechísimamente unida a Dios Uno y Trino.
De modo análogo, nosotros, cuando estamos en gracia, estamos con Dios y en Dios. Dios habita en nuestra alma y, por el alma, en nuestro cuerpo, como en un templo. San Pablo lo recuerda a menudo: «vosotros sois templo de Dios vivo».
Y ¿a qué viene Dios a nuestra alma? No será para estar ocioso, perdiendo el tiempo, pasivamente. El es Acto puro, dinamismo, pura fortaleza divina. Está en ti —está en mí— con toda su fuerza omnipotente, con toda su grandeza. Jesús decía a unos judíos que le perse¬guían porque hacía milagros en sábado: «Mi Padre usquemodo operatur, siempre trabaja, y yo también trabajo» Dios no pierde el tiempo. En cuanto nos ponemos en gracia de Dios, por el Bautismo o —después— por la Confesión sacramental, la Trinidad Beatísima comienza a trabajar oculta, silenciosamente —que es el modo, se diría, que más place a Dios— en el alma renacida. Aunque la persona no se entere, como ocurre a los más pequeños. Si nosotros fuimos bautizados nada más nacer, ¡cómo tenemos que agradecer aquellos años que, sin uso de razón, gozábamos de la presencia en nosotros de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo! Nos estaba trabajando, preparando para este momento, en el que sí sabemos que algo grandioso sucedía entonces, y que sigue sucediendo ahora, cuando tenemos edad para ponderarlo, para agradecer, para sacar conclusiones y propósitos.
¿Qué cosas estará tramando Dios en ti y para ti?, ¿qué estará esperando hacer cuando tú te dejes y te dispongas a corresponder con plena fidelidad a los impulsos de su gracia? Cosas sorprendentes, sin duda, porque Dios es sorprendente, es magnífico, siempre. No lo dudes, Dios quiere hacer algo grande en ti y de ti. Quiere conducirte a las altas cumbres del Amor, donde todo es paz, aire puro, serenidad, sosiego, aunque importe sacrificios, trabajos, incluso dolor. Pero en las cumbres altas donde Dios actúa intensamente se atiende menos al dolor que al Amor mismo. Como sucedía en la gruta de Belén, que nadie se quejaba del frío, ni de la humedad, ni de los mosquitos o lagartijas del lugar. Toda la atención se centraba y era absorbida por el Dios-Niño. La gruta de Belén fue una de las discretísimas cumbres del Amor.
¿Qué es lo que Dios trata de hacer en ti? ¿Qué es lo que espera de ti? Pregúntatelo. Mejor, pregúntaselo a la Madre de Dios. Y, de paso, fíjate en Ella. ¿Qué consecuencia saca cuando sabe la noticia de que en Ella la gracia de Dios actúa de modo pleno? Fiat! Hágase en mí según tu palabra. Es una disponibilidad absoluta, incondicional, sin reservas. ¡Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo!
¿Por qué esa resistencia a desear que se haga en todo la Voluntad de Dios? ¿Por qué, si es hacedora de todo bien, si sólo puede querer el bien, porque es la Suma Bondad, el Amor que todo por Amor lo hace?
Escucha las palabras que el Papa Juan Pablo II gritaba con su corazón —vibrante, joven— al comenzar su pontificado: « ¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de recibir a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a toda la humanidad! ¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! A su salvadora potestad abrid los confines de los Estados, los sistemas económicos, los amplios campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! ¡Cristo sabe lo que hay dentro del hombre! ¡Sólo El lo sabe! »
El Vicario de Cristo en la tierra, la Cabeza visible de la Iglesia, Pedro, se nos presenta con una juventud formidable, llena de optimismo y de esperanza. Resuenan de nuevo, con una frescura maravillosa, las palabras del Señor: Soy yo, no temáis ¿De qué teméis, hombres de poca fe? ¿Por qué temer a un Dios que nos lo ha dado todo, la existencia, la vida, el pensamiento, los bienes materiales, la fe, la gracia, y aun a Sí mismo? ¿De qué temer? ¿Hay algo realmente valioso que podamos perder si abrimos de par en par las puertas a Cristo y a su gracia?
¿Qué nos puede pasar si abrimos las puertas a Cristo, si nos decidimos a corresponder a la gracia de Dios? Una cosa excelente: que Cristo entre, que nos limpie, que renueve nuestra vida, que nuestro corazón se llene del Espíritu Santo y, por tanto, de Amor, y —este es el único riesgo de veras serio— que nos volvamos locos de alegría.
«Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que El nos haga verdaderamente libres y de esta forma podamos servir a Dios y a todos los hombres».
¿Qué pasará si me confieso?, ¿qué si me pongo a tratar con Dios de mis asuntos?, ¿qué si me decido a ser absolutamente sincero? ¡Qué va a pasar! Que se va a hacer una gran luz y brotará de tu corazón una sonrisa como nunca la soñaste: eterna, serena, maravillosa, que creará paz en tus adentros y en el ambiente que te rodea.
Y si aún tienes miedo, acude, mira a María.
ANTONIO OROZCO