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Primer encuentro con María
José se detuvo en el límite de la ladera. La ciudad se extendía ante él en la hondonada formada por los brazos muy abiertos de dos montes. La carretera de Séforis pasaba entre las casas situadas más abajo y luego serpenteaba en medio de los campos verdes. A un lado se alzaba, larga y suave, la loma del monte rematada en la cima por una roca tiesa como una vela en medio de un mar gris sin apenas brillo.
Entonces es aquí..., pensaba. Los compañeros de viaje fueron desapareciendo uno tras otro. Los mercaderes se quedaron en Pella. En Scitópolis se separó de Saduk y de Judas. Antes de alejarse, el fariseo volvió a recordarle a José que debía desconfiar de Nazaret, diciéndole: «Recuerda, en esa ciudad es fácil caer en la impureza...». Judas palmoteo a José en la espalda. «No te olvides de lo que hablamos —le dijo—. El momento está cerca, ya está encima. El mesías ha nacido y un día de éstos convocará a Israel. Gozarán de inmensa gloria los que se unan a él. Te he dicho cómo encontrarme. Además, en ese día llegarás a comprender muchas cosas... Bueno, ¡hasta luego!».
Con la familia del campesino viajó durante más tiempo. Ellos iban a Besara. El hombre le contó a José que iba allí porque había heredado un trozo de tierra de un pariente lejano. Hasta entonces habían sido gente muy humilde. Tenían que trabajar para otros. El hombre iba todos los días al mercado en busca de trabajo. Ahora podrían trabajar en lo suyo. El trozo de tierra no era grande, pero no dependerían de los demás.
«Tal vez tenga más hijos —soñaba en voz alta el labriego, abriéndose a la confidencia—. Sólo tenemos éste, y no es muy fuerte. La mujer es sana y no es vaga. Pero yo estoy enfermo. El Altísimo me ha hecho endeble...». José pensó que tal vez había sido injusto al juzgar el comportamiento del campesino con su mujer y su hijo. El pequeño Dimas caminaba ahora a su lado. Tomó confianza y asediaba a José con preguntas. La mujer seguía detrás callada, pero, cuando José volvía la cabeza, siempre tropezaba con su cálida mirada fija en él.
Cuando se separaron, el niño tendió los brazos a José. Le sorprendió esta muestra de afecto. Cogió al niño y lo apretó contra el pecho. Siempre lograba con tanta facilidad el afecto de los niños, tal vez porque los asuntos de los pequeños le parecían tan importantes como los asuntos de los mayores. El campesino le hizo una profunda reverencia. Después de la agresión, se comportaba ante José con profundo respeto rayano en la veneración. La mujer tampoco dijo nada esta vez. Hizo un gesto como si quisiera besarle la mano. José retrocedió y ella no se atrevió a acercarse.
José los siguió con la mirada mientras bajaban por la carretera. Ahora el padre sentó al niño sobre el burro y caminaba junto al animal. La madre iba al otro lado. Viéndoles alejarse, José se olvidó de la irritación que le produjo su comportamiento. En ese momento sentía un profundo cariño hacia el trío que se alejaba.
Se quedó un buen rato arriba mirando la ciudad que gozaba de tan mala fama entre la gente. Las casas se levantaban escalonadas en la falda del monte. Las más opulentas, abajo, con sus terrazas sombreadas por las ramas de las palmeras, de las higueras, de los sicómoros. A medida que se elevaban disminuían de tamaño. En lo alto, al pie del farallón rocoso, sólo había grutas cerradas por una pared. Sin lugar a dudas era donde vivían los más pobres. Al lado del acantilado, un sendero corría en zig-zag hasta la cima del monte que dominaba la ciudad. Las laderas verdosas formaban un prado, aprovechado para pasto de los rebaños por los que moraban al pie de la pared de roca.
Acostumbrado a las innumerables rocas peladas de Judea, se deleitaba viendo el verdor ondulante de los campos.
Saciados los ojos con la hermosa vista, prosiguió su camino. La carretera se adentraba entre las casas de la ciudad y llevaba a una plazoleta rodeada de estacas clavadas en la tierra, que empleaban para atar los asnos y los camellos. Varias palmeras muy copudas proyectaban un techo de sombra en la plazuela que era, sin lugar a dudas, el sitio donde se detenían para descansar las caravanas que cruzaban la ciudad. En el fondo había una posada: una pared de arcilla que formaba un gran círculo. Por dentro, adosados a la pared, unos nichos cubiertos con un tejadillo de juncos y, en el centro, el lugar para las caballerías. El gran portalón estaba abierto de par en par en aquel momento y se podía ver que la posada estaba vacía.
En medio de la plaza, cubierto por un arco de piedra, un pozo. Unos escalones de piedra llevaban hasta él. Al lado del arco, un gran dornajo servía de abrevadero para los animales. Al lado, de pie, había un burro olvidado. Para librarse de las moscas que le importunaban, se fustigaba los flancos con el rabo. En la pila no había agua. José ató a su compañero orejudo de modo que el animal pudiera permanecer en el manchón de sombra proyectada por un olivo gris con el tronco recubierto por una corteza muy nudosa. Para beber él mismo y traer agua para su montura, empezó a bajar por la escalera. El pozo era extremadamente profundo. Cuando se asomó por encima del brocal vio allá lejos, como en una ventana diminuta, su cabeza. Atado a una larga soga había un pesado cubo hecho con un tronco vaciado. Estaba hecho de manera tosca, chapucera. Cuando lo levantó, pensó inmediatamente que podía hacer uno mejor: más ligero y más manejable.
A punto estaba de lanzar el cubo, cuando oyó una voz. Alguien se acercaba al pozo cantando. Era una voz de adolescente, tal vez incluso de niña pequeña. Lo que cantaba sonaba muy alegre.
En las escaleras se oyó un ruido de pasos. Volvió la cabeza. La muchacha bajaba los escalones corriendo ligera. Su silueta, vista sobre el fondo de cielo iluminado por el sol, parecía la de un niño. Llevaba los pies descalzos, la túnica ceñida y sobre la cabeza un cántaro. Lo sujetaba con una mano. A pesar de ir tan deprisa, la jarra parecía formar cuerpo con ella.
A la vista del hombre de pie cerca del brocal, dejó de cantar repentinamente y se paró en mitad de las escaleras. Pero él no notó en su cara la menor señal de temor, acaso algo de sorpresa. Conocía probablemente a todos en la ciudad y se sorprendió a la vista del forastero.
Su cara era la de una muchacha casi en la adolescencia. No sorprendía por una gran belleza. Era muy corriente. La piel de la frente y de las mejillas era oscura, como la de las personas acostumbradas a trabajar bajo el sol abrasador. Los ojos oscuros, profundos como el pozo, sobre el que acababa de inclinarse hacía un momento. El pelo rubio oscuro, echado hacia atrás, recogido en una coleta, iba atado por una cinta. En las orejas llevaba unos pendientes rojos.
Aunque la cara no llamaba la atención a primera vista, al mirarla un momento con más detenimiento empezaba a subyugar. Por fuera ofrecía un encanto infantil. Sin embargo, era como un rayo que brillaba en la superficie y parecía brotar de lo más hondo. El que la miraba intentaba acercarse involuntariamente a la fuente de este resplandor. Descubría bajo la capa de la infancia algo parecido a la madurez, como una plenitud de vida escondida.
Ahora bajaba lentamente los escalones. Miraba inquisitivamente a José, que seguía con el cubo en la mano. Sabía que en Galilea las mujeres eran menos retraídas que las de Judea, pero ella, al parecer, no consideraba conveniente ser la primera en dirigir la palabra a un desconocido. Una inexplicable timidez se apoderó de repente de José. Después de lo que le pareció entrever en su cara, bajó la vista. No se atrevía a seguir mirando a la niña. Su mirada se detuvo en sus pies descalzos. Se quedaron así mucho tiempo sin decir palabra uno frente al otro. José consiguió por fin sobreponerse a su timidez. Levantó la cabeza. Vio que la niña vestía humildemente, con una túnica de lino repetidamente lavada. Las manos que sostenían e! cántaro eran menudas pero fuertes, acostumbradas al esfuerzo. El cántaro dejó en su pelo unas motitas de tierra. Pero si es una niña corriente —se dijo a sí mismo—. Su boca pequeña parecía vibrar con sonrisas reprimidas. Y a pesar de todo no intentó mirarla a los ojos.
Dijo dándole a su voz un tono divertido para acomodarse a la alegría que percibió en ella:
—¡Qué cubo más incómodo tenéis aquí! ¿No hay en el pueblo ningún naggar capaz de hacer algo mejor?
Ella se rio con toda naturalidad, sin cohibición. Debía de tener en su interior mucha alegría deseosa de exteriorizarse.
—Sí, este naggar tenía que haberse dedicado a cortar leña, y no a hacer cubos. Pero él también abandonó la ciudad y ahora no tenemos a nadie. Semejante peso hace daño a las manos. No es fácil sacar agua.
—Yo te la sacaré si quieres.
—Te estaré muy agradecida.
José bajaba el cubo despacio. La sensación de timidez no había desaparecido totalmente. Esta muchacha que sentía a sus espaldas era alguien corriente del todo —razonaba para sus adentros—. Había aceptado su ayuda sin ninguna vacilación... En la mente de José se hicieron presentes las palabras de Saduk respecto de la mujer que sonríe a un extraño. Se encendió el recuerdo de la tan manida mala opinión de aquella ciudad. Pero todas las advertencias se apagaron inmediatamente como una llamita a la que le faltara el aire. De la niña emanaba tal pureza, que todo mal pensamiento moría antes de llegar a formularse.
El cubo golpeó la superficie del agua, se volcó y se hundió con un sonido parecido a un sorbido fuerte. Cuando empezó a tirar de la cuerda, se dio cuenta de que la queja de la muchacha respecto del peso del cubo no era solo una invitación para obtener ayuda. Era realmente menester tensar todas las fuerzas para sacar el tronco repleto de agua.
—¿Cómo te habrías arreglado si yo no hubiese estado aquí? —preguntó colocando el cubo en el brocal.
—Cuando hace falta, lo saco —dijo alegremente—. No soy tan débil. Lo único es que me duelen las manos después.
El agua estaba muy fría. Con un chorro plateado la vertió en el cántaro que la niña había acercado.
—Préstame tu recipiente un momento —le rogó—. Allá arriba tengo un burrito que hay que abrevar. Luego volveré a bajar y cogeré agua para ti.
—Haremos otra cosa —dijo ella—. Yo iré a abrevar tu asno, y tú mientras tanto coges agua.
Levantó el cántaro y se lo puso en la cabeza. Ahora lo sujetaba con ambas manos. Pero subía ligera por las escaleras. Permaneció de pie con el cubo en la mano observándola. Notó en su pie, algo encima del talón, una marca roja. Debió de haberse herido con la espina de alguna planta. Sí, se dijo a sí mismo, todo el mundo puede herirse.
De nuevo soltó el cubo hasta el fondo del pozo. ¡Cuánta sencillez hay en esta niña! —pensaba—. Había visto a más de una y hablado con muchas en Belén. Venían a su taller aparentemente para algún encargo, pero él notaba que habían sido enviadas por sus padres con la esperanza de que la belleza y el encanto de sus hijas acabarían con la rareza del hijo mayor de Jacob... Apenas empezaba a hablar con ellas, perdían toda su sencillez. Había risitas, se cubrían la cara sin dejar de mirar entre los dedos. Cuchicheaban cosas entre sí. Sabían muy bien a qué habían venido y qué querían. Sus gestos infantiles no eran más que un juego. Esta niña se había comportado realmente como una niña. Además, seguía estando impresionado, como en el momento en el que le parecía haber visto en su mirada el resplandor que le descubría una madurez inexplicable.
Oyó a sus espaldas:
—He abrevado a los dos asnos, porque no sabía cuál era el tuyo. Pero el tuyo es probablemente aquel clarito, ¿verdad? Parecía tener mucha sed.
—Sí, el mío es el clarito. Gracias.
—Y yo te doy gracias por el agua ¿Vienes de lejos?
—De Judea.
—Ya sé, es un camino muy largo. Lo hice hace algún tiempo. Gracias a ti, hoy no me dolerán las manos por culpa de la soga —dijo después de colocarse el cántaro sobre la cabeza.
—Si me quedo en Nazaret, fabricaré un cubo mejor.
Salieron los dos de debajo del arco de piedra.
—¿Eres naggar? ¿Y quieres establecerte aquí?
—Soy realmente un naggar. Escucha, ¿conoces la casa de Cleofás, hijo de Guerim?
A pesar del peso que llevaba encima, volvió vivamente la cabeza hacia él.
—La conozco.
—¿Me puedes decir cómo ir hasta su casa?
—La casa de Cleofás está arriba, al pie de la roca —señaló con la mano—. Si quieres ir allí, sígueme. Voy hacia allí.
Desde el pozo, unos senderos, trazados probablemente por las mujeres que venían por agua, llevaban por la ladera hacia la cima. La joven tomó uno de ellos. Mientras tanto, José desató su burro y lo cogió por el ronzal. Al girarlo se dio cuenta de que las espinas de los cardos que estaban enganchadas en los flancos del animal y de las cuales tenía intención de liberarlo, habían desaparecido.
Alcanzó a la joven que seguía subiendo con el mismo paso ligero.
—¿Limpiaste tú al burro? —le preguntó.
—No te enfades. Es un borrico tan pequeño y simpático... Las espinas debían de hacerle daño.
—No estoy enfadado en absoluto. Quería darte las gracias. Me has hecho un favor.
Ella no contestó nada. Seguía con su paso elástico gua¬dando el equilibrio con un ligero movimiento de todo el cuerpo. Ya habían subido más allá de las casas ricas de abajo. Desde arriba se veía gente echada perezosamente en las terrazas sombreadas. El sendero se hizo más abrupto. Sus recodos eran cada vez más tortuosos. En cierto momento la joven pisó mal en el suelo. El cántaro se bamboleó sobre su cabeza. Pero consiguió mantenerlo en equilibrio sin perder ni una gota.
—El camino es duro —dijo él—. Déjame coger el cántaro.
Ella se echó a reír con su característica risa argentina, que no denotaba, ni por asomo, ninguna vaciedad, ni malicia, y solo una gran alegría difícilmente contenible por dentro.
—Muchas gracias —le dijo—. Eres bueno. Pero no es trabajo de hombres llevar agua. Probablemente no sabrías siquiera cómo llevarlo, admítelo.
Su alegría despertó en él la risa.
—Tienes razón. Nunca la llevé de esta manera.
—Pues ya ves. De todos modos ya hemos llegado.
El sendero desembocó en un montículo de piedras. Los pies se hundían hasta el tobillo en la gravilla. Estaban ahora sobre el precipicio mismo. De la pared rocosa surgían unas construcciones que completaban las grutas. Las entradas de las casas estaban cerradas por telas o por cortinas de juncos trenzados.
La niña se detuvo ante una de ellas. La construcción de arcilla era humilde como todas las de aquel lugar. Delante de la cortina que cerraba la entrada, hecho un ovillo, dormía un gatito gris. Se despertó, levantó la cabeza y a la vista de la joven maulló amistosamente. Algo más lejos, en un montón de arena, jugaban dos chiquillos.
—Cleofás vive aquí —dijo ella deteniéndose.
Sintió pena de tenerse que separar. Podría haber seguido así con ella hasta el fin del mundo.
—¿Y tú —preguntó José— vives cerca de aquí? ¿Podré verte algún día?
Le echó una mirada, como si su pregunta le hubiera hecho gracia. Su boca pareció vibrar de nuevo con risa contenida. Levantó el cántaro con delicadeza y lo dejó en el suelo.
—¡Pero si yo vivo aquí! —dijo.
JAN DOBRACZYNSKI