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22 enero 2026

EUCARISTÍA. Mediadores entre Dios y los hombres

Mediadores entre Dios y los hombres
La autenticidad cristiana se mide por la fidelidad al Maestro. Seguir a Cristo significa compartir su andar redentor por esta tierra, que culmina en el Gólgota y, luego, resucitar también con Él. Es participar de su vida: pensamientos, afanes, afectos, obras. Hacer propias sus palabras; vibrar con su afán por salvar a todos; anunciar la verdad de su Filiación divina, gratuitamente ofrecida a cuantos cultiven la penitencia y crean en Él; sellar con la abnegación de sí mismo esa identificación personal con Él. El camino del cristiano, como el de su Maestro, está transido por la Cruz, que entraña tanto como decir y asumir que está permeado de sacerdocio y de sacrificio.
Cristo enseñó esta doctrina claramente, para que no hubiera equívocos. San Lucas narra que un día, viendo Jesús que muchos le seguían, se volvió hacia ellos y les manifestó: «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 27). No lo pronunció una sola vez, lo advirtió de muy variados modos y con ocasión de situaciones muy diversas, como queda bien plasmado por los cuatro evangelistas. Ellos mismos anotan, en esos casos, la incomprensión de los oyentes: no entendían qué quería decir; les asustaban esas referencias de su Maestro a la crucifixión, a la flagelación, a la traición, a la muerte ignominiosa. Ni siquiera se atrevían a preguntarle, a sacar el tema, por temor a ser reprendidos como lo fue Pedro cuando trató de disuadir a Cristo de estos designios, de este afrontar la Cruz de cara y aceptarla con decisión (cfr. Mc 8, 31-33).
Como aquellos primeros, los que hemos venido después sufrimos del recelo ante el dolor, que comporta siempre, cuando se acata, la tarea de mediar en Jesucristo entre Dios y los hombres. Entregar las cosas santas a los demás debería recoger aplausos y agradecimiento, pues nada hay mejor que un don divino; y, sin embargo, no sucede así. Constituye la gran paradoja, resuelta en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros, por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 10-11). El discípulo de este inefable Maestro sabe que, para seguirle de verdad, para pisar donde Él pisó y caminar por donde Él anduvo, no debe anhelar en esta tierra la alegría de saberse comprendido, de ser correspondido, aunque humanamente también resulte lo lógico. Conoce que su gozo estriba en dar sin esperar nada a cambio, dejando a Dios que recoja el fruto en su granero, y que sea el Señor el destinatario de todas las alabanzas. La recompensa que desea se reduce exclusivamente a ésta: pasar también él, al final de su vida en la tierra, a loar al Rey de la gloria con todos sus ángeles y santos.
¡Qué excelentes personas seríamos todos, si obrar como Cristo no costara sacrificio, si no implicara renunciar a uno mismo, a los propios proyectos, a muchas ilusiones grandes o pequeñas, a tantas ambiciones y consuelos! ¡Con qué prontitud nos dedicaríamos a presentar las buenas nuevas de Dios a los otros, si de este modo no se nos complicara la existencia y no tocáramos la amargura del desamor ajeno, ni la dureza del sufrimiento propio! ¡Cuánto recordaríamos a Dios en nuestra oración las necesidades de los demás, si tal postura no requiriera olvidarnos un poco o un mucho de las nuestras!
A la vista de las inequívocas exigencias de Jesús, cabría concluir erróneamente que ser cristiano de verdad resulta imposible a la criatura: tanta virtud, tanta dedicación abnegada, tanto sacrificio no están al alcance de nuestras fuerzas. No se excluiría que alguno, quizá por especial sensibilidad y reciedumbre, fuera capaz de transformar su caminar terreno en algo parecido a un sacerdocio; pero se debería negar esta facultad al común de los mortales. Si aceptáramos ese planteamiento, deberíamos afirmar también que nadie puede ser y vivir como un hijo de Dios; que la misión de la Palabra encarnada y la del Amor increado resultan inútiles. Deberíamos rechazar la esencia misma del cristianismo, en contraste con tan innumerables testimonios de mujeres y hombres sumamente felices; porque ser, saberse y obrar como hijo de Dios, enlaza con imitar fielmente al Hijo eterno en su misión mediadora, culminada históricamente en el Calvario; porque vivir de Amor consiste en gastar los días y las horas y los minutos en una entrega total y eficaz para agradar al Padre y al Hijo, que son origen de ese Amor e invitan a gustar de ese Amor, verdadera y única felicidad definitiva, también mientras se lucha aquí abajo.
La religión cristiana exige ciertamente heroicidad, no se abre como un camino cómodo, no lo ha sido nunca; pero sí se demuestra un camino posible, que incluso ofrece más compensaciones en la tierra que las otras sendas. Ahí están, para probarlo, los innumerables santos que han jalonado constantemente la historia de la Iglesia; y ahí están, desconocidas pero no menos heroicas, muchísimas personas que han sabido negarse a sus pasiones para afirmar la gracia de Dios en su propia alma y en la de tantos otros.
Las dos alternativas a este sendero, aparentemente fáciles, son falsas: la de negar la factibilidad de la propuesta de Cristo y la de tratar de rebajar su exigencia. La verdadera solución afirma a la vez los dos elementos rechazados por esas escapatorias equivocadas, y sostiene que el cristianismo no se reduce a una senda para unos pocos privilegiados; es para todos, porque cada hombre y cada mujer, con la gracia divina, ha recibido la capacidad de ser heroico en lo normal. Quizá no todos reúnan condiciones para realizar un acto excepcional que merezca una página en el libro de la historia, pero ciertamente están en condiciones de afrontar heroicamente la aventura del quehacer cotidiano, cumpliendo fiel y plenamente jornada tras jornada el propio deber con el marido o la mujer, con los hijos, con los colegas y los conciudadanos, con su Señor y Dios.
Sólo de este modo, además, es posible corresponder a la llamada universal a la santidad proclamada en voz alta por el Concilio Vaticano II, y que Juan Pablo II ha propuesto a todos los cristianos en los umbrales del tercer milenio. «Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno (...). Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado" de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección» (Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 31).
JAVIER ECHEVARRÍA