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Los bandidos de Judas el Galileo
El alba apareció también súbitamente, tal como antes había caído el crepúsculo. Se despertó con la sensación de que había ocurrido algo. Abrió los ojos e inmediatamente vio a un desconocido que, con un movimiento de su lanza, le conminó a permanecer echado sin moverse.
Había dos personas de pie al lado de los rescoldos de la hoguera mirando a los viajeros dormidos. No tuvo ninguna duda de quiénes eran esas personas: tenían las caras curtidas por el sol, las barbas hirsutas, los tabardos hechos con pieles. Iban armados. El más bajo tenía una lanza en actitud de ataque. El más alto, que parecía ser el jefe, iba armado con espada. El primero se abalanzó sobre José con un salto felino, le dijo:
—¡No te muevas y calla! Si quieres vivir...
José no se movió. Al rato, se convenció de que sus compañeros tampoco estaban dormidos. No obstante nadie se movía, ya que el hombre de la lanza vigilaba y dirigía inmediatamente su arma hacia el que hacía el menor movimiento.
—Tranquilos —dijo el más alto de los bandidos—. El que intente levantarse morirá. Solo quiero dinero. Si lo dais sin oposición, os perdono la vida. Bueno, vosotros primero señaló a los mercaderes con la mano.
Uno de los negociantes murmuró algo, pero el de la lanza se abalanzó sobre él poniéndole la punta de la lanza en la garganta.
—Rápido —ordenó el más alto.
Gruñó algo a su compañero. El otro, sin soltar la lanza de su mano derecha, alcanzó con la izquierda un cesto tirado en el suelo. Se acercó a cada uno de los viajeros exigiendo de todos la entrega de su bolsa. Al recibirla, la tiraba al cesto. Mientras tanto, el bandido más alto cuidaba de que nadie se moviera. No dejaba de vigilar ni un momento. Repetía amenazador:
— ¡Quedaos quietos! ¡Un movimiento y os descuartizo!
Los comerciantes entregaron gimiendo su dinero. Ahora el hombre de la lanza se acercó al fariseo.
—Soy rabino... Enseño los preceptos del Altísimo. Él te castigará si me robas... —insistía el hombre acostado.
El bandido de la lanza echó una mirada hacia su compañero. Pero el otro le gritó:
—Cógeselo. ¡Habla del Altísimo y no piensa más que en sí mismo! ¡Coge y, si no te lo da, atraviésale la garganta!
—Ya verás, serás castigado... —dijo el fariseo poniéndo¬le su bolsa en la mano al bandido.
Su compañero se movió. El bandido se abalanzó sobre él pisándole el pecho con el pie. Vio que bajo la cabeza del hombre acostado había una espada escondida. La agarró con un movimiento rápido y la tiró lejos.
—Suerte la tuya, que no has intentado atacar. Dame el dinero.
Judas entregó su bolsa sin decir palabra.
—¡Ahora tú! —exclamó el bandido, apoyando la punta de la lanza sobre el pecho del campesino.
—Ten compasión —empezó a rogar el am-ha'arez—. Piedad... soy un hombre pobre. No tengo nada.
—¡Dame lo que tienes!
—Espera —dijo de repente el alto—. Allí a su lado hay un niño. Dice que no tiene dinero. Entonces que te dé a su hijo.
—¡Piedad! —chilló la mujer levantándose de un salto—. ¡Piedad! ¡Es mi hijo! ¡Señor, es mi hijo!
—Dale en la cabeza —rugió el mayor.
El más bajo le dio una patada en el vientre y la mujer cayó. Cuando trató de levantarse de nuevo, le dio otra patada. Le puso el pie en la garganta, pero como tenía las dos manos ocupadas no pudo coger al chico. Dejó el cesto en el suelo, agarró al niño por el pelo. Este gritando se aferró a su padre. Para separarle, el bandido retiró el pie del pecho de la mujer. Entonces ella le cogió por el manto. Se volvió dispuesto a herirla con la lanza. En aquel instante José dio un salto y agarró la lanza.
— ¡Mátalo! —gritó el bandido más alto.
El más bajo lanzó un grito rabioso. Intentaba arrancar la lanza de las manos de José. José no sabía batirse, pero el trabajo desde la infancia le había hecho fuerte. Su fuerza era conocida y a menudo en Belén, cuando se necesitaba levantar algo pesado, mandaban a buscarle y acudía dispuesto siempre a ayudar a los demás. Instintivamente hizo un movimiento con la lanza. No solamente se la quitó al bandido, sino que lo tiró al suelo. El segundo bandido se acercó corriendo con la espada en alto. Viendo sin embargo la facilidad con que José desarmó a su compañero, se detuvo.
— ¡Te mataré! —exclamó intentando asustarle con sus gritos.
Pero ahora todos estaban levantados agarrando sus bastones. El joven acompañante del fariseo levantó su espada. El bandido comprendió que no podría oponerse a la superioridad numérica y emprendió la huida. Tras él se fue el más bajo. No intentó siquiera recoger el botín.
José tiró la lanza y se inclinó sobre la mujer caída. Estaba ensangrentada. Sollozaba y apretaba contra su pecho al hijo, que también lloraba.
—¿Te ha hecho algo? —preguntó José.
— No se ha llevado a Dimas —dijo entre sollozos v risas—. ¡Le has salvado, señor!
Cogió la mano de José con intención de besarla, pero él se la retiró retrocediendo. Sólo le dijo al campesino:
—Cúrala ¿Tienes aceite?
—Tengo, señor, tengo —aseguró rápidamente el otro.
Era ahora todo humildad y temeroso respeto—. Haré lo que mandes, señor.
Los mercaderes recogían sus bolsas. Hablaron entre sí un momento en voz baja. Luego, el barbinegro se acercó a
José.
—Queremos darte las gracias por habernos defendido —dijo—. Acepta estos pocos siclos en señal de nuestro agradecimiento...
José sacudió la cabeza.
—No necesito vuestro dinero.
—Si son magníficos siclos de plata —dijo el comercian¬te, echándose las monedas de una mano a otra—Mira, puedes comprar mucho con esto. Para ti y para los tuyos. Además queremos darte las gracias. Si no hubiese sido por tu valor...
—El Altísimo os ha salvado —zanjó José—, si queréis agradecérselo, dad el dinero a los pobres.
Se alejó llevándose el burro al abrevadero. Iba a ponerle las albardas, pero se paró viendo que los demás no lo hacían. Los miembros de la caravana, en vez de ponerse en marcha, seguían discutiendo de lo ocurrido. Incluso el fariseo y su compañero, olvidados de su postura de separados y únicos puros, se unieron a la conversación general. Nada del mundo podía detenerles en esta cháchara. Todos hablaban a la vez, gritaban uno por encima del otro, gesticulaban. Aquella agitación parecía no tener fin. Cuando finalmente decidieron dejarse de charlas y ponerse en marcha, el sol estaba muy alto en el cielo y el calor se hizo molesto.
Su camino corría a lo largo del cauce del Jordán —«el río que fluye hacia abajo»— bordeando el desierto. Iba subiendo sin cesar. La pared vegetal ya no proyectaba su sombra en él: por el contrario, el desierto los oprimía con su hálito caliente. Ahora la depresión había quedado abajo. Caminando la tenían a sus pies: era como un cinturón esmeralda de vegetación de zarzamora enana y de tamarindos, que formaban una larga alfombra, recamada por los mean dos del río. En la otra parte del ghor se veían escalonados los montes de color rojo leonado.
En las terrazas rocosas se podían distinguir desparramados algunos asentamientos humanos. Pero para llegar hasta ellos había que abandonar el camino y adentrarse en la montaña. Por eso no se alejaron de su ruta y, a pesar del calor, trataban de ir deprisa, para llegar antes de la noche al vado de Jabbok.
Sin embargo, al llegar la hora del calor máximo, tuvieron que detenerse para descansar.
Un saliente rocoso, en cuya base se extendía una estrecha franja de sombra, como un vestido tirado al suelo, era su única protección. Todos se ocultaron en esta sombra y, echados en el suelo reseco, jadeaban intensamente.
José permanecía sentado contra la roca con las piernas recogidas. El burrito, que no cabía en la sombra, solo pudo meter en ella la cabeza. Como habían salido tan tarde, habían andado poco tiempo; sin embargo, José se sentía muy cansado. Con admiración, observaba a la mujer que, pese a las magulladuras y las heridas, no dejaba de cuidar de su hijo. Lo abanicaba, le humedecía los labios con el zumo de un limón salvaje. El niño tenía que haberse asustado mucho, porque seguía muy pálido y débil. El sudor le corría por las mejillas. Esta vez, José observó que también el padre mostraba preocupación por su hijo.
El espacio que tenía enfrente parecía bailar por efecto de la calima. Las ideas se movían perezosas, la cabeza le retumbaba como un molinillo en movimiento.
—Nosotros también queremos darte las gracias —oyó de repente. Sorprendido, volvió la cabeza. El fariseo y su compañero se acercaron a José y se sentaron a su lado en la sombra. En su mirada no notó ahora la sonrisa burlona.
—No hice nada del otro mundo —dijo.
—Pensábamos que eras un simple am-ha'arez. —dijo el fariseo—. Hablabas con esta mujer aunque tenías que recordar que todas son impuras. También he visto que rezas...
—Has mostrado también valor y fuerza —añadió Judas—. ¿Quién eres?
—Me llamo José, hijo de Jacob. Soy nativo de Belén.
—¿Quiere esto decir que perteneces a la estirpe real? —en la voz del rabbi resonó la incredulidad.
—Es como has dicho, rabbí.
Cayó un breve silencio. Los dos miraron a José con mayor detenimiento aún. El fariseo volvió a hablar de nuevo.
—Me llamo Saduk.
José bajó humildemente la cabeza.
—Me alegro de haberte conocido, rabbí.
—Sí, ahora noto que no eres realmente am-ha'arez —la voz de Saduk denotaba una creciente benevolencia—. Recuerda: guárdate de las mujeres am-ha'arez, y conservarás la pureza.
—Un hombre como tú —intervino Judas— no tiene por qué fijarse en am-ha'arez.
—Díme —preguntó Saduk—, ¿quién es el cabeza de vuestra estirpe?
—Mi padre, Jacob, hijo de Matán.
—¿Acaso eres tú el hijo mayor?
—Desde luego.
Se miraron mutuamente.
—Pues... —empezó Saduk—. La estirpe de David es antigua y meritoria. ¿Herodes nunca se interesó por vosotros?
—Yo no sé nada de eso. Somos gente sencilla. Yo tengo un taller de naggar, mis hermanos cultivan la tierra.
—Claro, claro... El tiempo glorioso de vuestra estirpe pasó...
—¿Has oído decir —preguntó de repente Judas— que Herodes quiere censar a Israel?
—No. Como acabo de decir vivimos alejados de todos esos asuntos.
—Yo te lo digo, lo quiere hacer. Anunciará que exige juramento de fidelidad. Pero realmente quiere otra cosa. Quiere contar al pueblo. ¡Es un gran delito!
—Un gran pecado —dijo el fariseo—. Habrás leído seguramente con qué severidad el Altísimo castigó al rey David, cuando se atrevió a realizar el censo.
—Lo he leído. Al contar a sus súbditos, lo que buscaba era su propia gloria...
— ¡El censo mismo es pecado! —le interrumpió Saduk.
—No podemos permitir semejante recuento —decía Judá—. Ese idumeo impuro quiere censar a la gente para poder robarles más tarde. No le basta con sacarle al pueblo hasta el último óbolo, para luego edificar para los gójin ciudades adornadas con estatuas pecaminosas. Se acerca el tiempo...
Se detuvo mirando fijamente a José. Parecía que esperaba algo. José dijo:
—Hay que rezar, para que el Altísimo aleje del corazón del rey los pensamientos que lo llevan a pecar...
—O tal vez —dijo Judas misteriosamente— haya que decidirse a luchar... En todo caso conoces lo del mesías anunciado...
—Naturalmente. Israel espera al mesías hace siglos... En nuestra familia se le recuerda a cada uno que el mesías será hijo de David...
—Será su hijo en espíritu, no forzosamente de sangre —dijo Saduuk con insistencia—. Será un jefe y un conductor como lo fue David. Llevará al pueblo a la lucha victoriosa. Los que hoy humillan a Israel quedarán humillados y aniquilados. Cuando llegue el mesías será como un león que devora a sus enemigos...
—¿Y has oído —preguntó de nuevo Judas— que el mesías ha nacido va?
José negó con la cabeza.
—Eso no lo he oído. Pero la gente habla mucho del mesías hoy en día. Me han hablado de una anciana que asegura haber recibido del Altísimo la promesa de no morir hasta no verlo...
—Y lo verá, te lo aseguro —dijo Judas.
—¿Y qué harás entonces? —preguntó Saduk.
—Naturalmente, le seguiré —dijo—. Pero —dirigió su pregunta al fariseo— ¿será realmente quien emprenda la lucha? ¿El que mande los ejércitos? ¿El que mate?
—Naturalmente —aseguró el fariseo—. Será como un segundo Judas Macabeo. ¡Correrá la sangre, y los valles se llenarán de cadáveres enemigos! ¡Los hombres como tú deberán enrolarse a su lado!
José no dijo nada. No le gustaba discutir, rechazar dura¬mente las opiniones ajenas. Se hablaba tanto últimamente de la llegada del mesías. El mismo acababa de oír cómo es¬tos ensueños se convertían en fantasías febriles. La gente abandonaba el trabajo para discutir: ¿De dónde vendrá? ¿Cómo será? Y lo mismo que estos dos, todos estaban segu¬ros de que el mesías que estaba por venir sería el jefe que llevaría a la nación a la lucha victoriosa.
No se atrevía a dudar de la veracidad de las esperanzas que abrigaban todos. Y sin embargo, no participaba de este entusiasmo general. ¿Sería verdad que el mesías iba a venir para encender la guerra? Lo que había de traer ¿no se podría realizar de otra forma más que con sangre y muerte? Tal vez sea yo tonto, pensaba. Pero amaba demasiado el silencio, en el que lentamente, como un árbol, madura el pensamiento.
Al no recibir respuesta, el fariseo preguntó:
—¿A dónde vas José?
—A Nazaret.
—¿A Nazaret? —hizo una mueca—. ¿Y qué vas a buscar allí? Es una ciudad de impuros, de ladrones y de comerciantes deshonestos.
—Quizás no sean todos como tú dices...
—Una mancha de alquitrán ensucia a todas las ovejas. En un rebaño sarnoso, cada oveja tendrá sarna —soltaba sus sentencias como si las estuviera leyendo en un libro—. Te lo recomiendo sinceramente: no te fíes de esa ciudad. Nada bueno puede salir de Nazaret. Si tienes que arreglar algo allí, arréglalo pronto y lárgate enseguida. ¡Ni siquiera mires atrás!
Se envolvió en su manto, como si temiera que cayera también sobre su ropa una mancha de impureza de la ciu¬dad galilea. Pero su compañero seguía mirando a José con detenimiento.
—Sin embargo, eres valiente y fuerte. He visto, cómo le arrancaste al otro la lanza. Le serías muy útil al mesías cuando empiece a reunir combatientes. Espero que entonces no faltarás. Escucha: cuando este mentecato ordene el censo y empiece la lucha, ve a Gamala. Pregunta por Judas el Galileo, y me encontrarás... Te recibiré entonces con los brazos abiertos...
La Sombra del Padre.
JAN DOBRACZYNSKI.