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15 enero 2026

EUCARISTÍA. Aprender de María a recibir a Jesús

Aprender de María a recibir a Jesús
La Virgen María es Madre del Pan eucarístico en sentido verdadero y propio, porque ha engendrado a Jesucristo según la carne, por obra del Espíritu Santo, con su fíat pleno de fe y de amor a la invitación divina. Muy acertadamente lo expresó Juan Pablo II en una alocución mariana, pronunciada en la proximidad del Corpus Christi. «Ese cuerpo y esa sangre divinos, que se hacen presentes sobre el altar después de la Consagración y son ofrecidos a Dios Padre, llegando a ser para todos comunión de amor, consolidándonos en la unidad del Espíritu Santo (...), conservan su matriz originaria de María. Ha preparado Ella esa carne y esa sangre, antes de ofrecerlas al Verbo como don de la entera familia humana, para que Él se revistiese de ellos convirtiéndose en nuestro Redentor, Sumo Sacerdote y Víctima.
»En la raíz de la Eucaristía, por tanto, se halla la vida virginal y materna de María, su rebosante experiencia de Dios, su camino de fe y de amor, que hizo -por obra del Espíritu Santo- de su carne un templo, de su corazón un altar (...).
Si el cuerpo que nosotros comemos y la sangre que bebemos es el don inestimable que el Señor nos entrega a quienes aún caminamos, ese regalo lleva en sí mismo, como Pan fragante, el sabor y el perfume de la Virgen Madre» (Juan Pablo II, Oración mariana en el Ángelus, 5-VI-1983).
No nos constan noticias de cómo la Virgen participó en la fractio panis celebrada por los Apóstoles ni de cómo comulgó con el cuerpo de su Hijo, después de Pentecostés. Nos ha mostrado, en cambio, cómo acogió y trató a Jesús durante sus días sobre esta tierra. Ese ejemplo nos debe servir de pauta para dirigirnos a Jesús Eucaristía, ya que tanto entonces como ahora es el mismo y único Verbo encarnado. Fijémonos, entre otras escenas, en la conducta de María en la Anunciación y en el Nacimiento de su Hijo.
María nos enseña a recibir a Jesús, a acogerlo en el alma y en el pecho cuando Él se nos entrega en la Sagrada Comunión. En el momento en que el ángel le propone el plan de Dios para Ella, pregunta y luego acepta. No hay precipitación alguna, porque ha habido mucha preparación. Dios la ha creado llena de gracia y Ella ha gastado sus jornadas en una dedicación completa al Señor, se ha reservado enteramente para Él, ha conversado ininterrumpidamente con el Creador.
Nosotros no alcanzaremos jamás el grado de santidad y de intimidad con Dios que ha caracterizado y caracteriza a la Virgen Santísima; pero esto no nos exime de que procuremos imitarla lo más posible en su actitud permanente de oración y de servicio, en su pureza y cariño, en su rechazo neto del pecado: en todo, y muy especialmente en la recepción del cuerpo del Señor. El cristiano coherente sabe enmarcar las Comuniones en un ambiente de oración, que se prolonga a lo largo de la jornada en coloquio con Dios; busca encuadrarlas en un contexto de lucha interior, que se traduce en evitar decididamente las ocasiones de ofender al Señor; en servir sacrificadamente y con alegría a los demás; en acabar bien sus deberes de estado y su trabajo; en desarrollar una acción apostólica decidida e incisiva; en ejercitarse gustosamente en la comunión fraterna; en valorar y cuidar los vínculos humanos y sobrenaturales con el prójimo (cfr. Mt 5, 23-24).
En otros tiempos no existía la facilidad ni la costumbre de recibir frecuentemente el sacramento del cuerpo de Cristo; los fieles se limitaban a participar dominicalmente en el Santo Sacrificio. Hoy no sucede así y se goza de más facilidad para acoger sacramentalmente al Señor. Pero esta posibilidad no debe degenerar en facilonería, en ritualismo que olvida de hecho la grandeza de Quien viene a nuestro pecho y a nuestra alma.
Por eso, nunca será suficiente la insistencia para que todos nos alleguemos bien preparados a la mesa del Redentor, atribuyendo a este tesoro todo el relieve que merece, sin considerar jamás la Sagrada Comunión un acto aislado y breve en el conjunto del día. Por el contrario, hemos de transformar este encuentro en el centro de una jornada de oración, de sacrificio, de trabajo; de esfuerzo por cumplir la Voluntad de nuestro Padre Dios y por anunciar la Buena Nueva a los demás; de lucha contra las propias malas inclinaciones y de afán por cultivar las virtudes, el servicio generoso al prójimo. Aconsejaba un antiguo patriarca armeno: « Santifiquemos nuestro corazón, hagamos modestos nuestros ojos, guardemos la lengua de las murmuraciones, hagamos penitencia por nuestros pecados, disipemos las dudas, depongamos la insensatez, troquemos nuestra pereza en celo. Ayunemos, perseveremos en la oración. Estemos prontos para la beneficencia, ejercitemos virtudes con las obras. Hagámonos niños en lo malo; y en la fe, por el contrario, perfectos. Así nos haremos en todas las virtudes dignos del augusto y gran misterio. Con gran deseo y pureza consumada, gustaremos entonces el santísimo y vivificador Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo» (Juan Mandakuni, Discurso sobre la devoción y respeto al recibir el Santísimo Sacramento).
María enseña a cuidar a Jesús. Belén significa «casa del pan». Allí la encontramos envolviendo en pañales a la Palabra que es pan de los hombres, acostándolo en un pesebre que era lo mejor que pudo encontrar, porque no había lugar en el mesón. La imaginamos supliendo con su ternura y atención lo que las circunstancias y la conducta de los hombres le negaron. Nuestro Sagrarios encierran el pan eucarístico, son Belén. Podemos preguntarnos: ¿encuentra allí, de nuestra parte, el pan venido del Cielo las atenciones de María; o sufre la indiferencia y el descuido que le dispensaron los mesoneros? ¿Halla obediencia en nuestros altares, cuando baja Él en la Consagración? ¿Advierte en esas aras el cuidado material que María ponía en las ropas y en la limpieza del Niño? ¿Qué descubre en nuestras almas?
Son preguntas que las personas enamoradas se han planteado siempre; y constituyen pequeños o grandes desafíos de cariño, que la devoción mariana propone para encender más y más la devoción eucarística. No me resisto a transcribir algunas frases, dirigidas a Jesús Sacramentado por ese gran contemplativo que fue san Buenaventura, y que la Iglesia propone a la devoción de los fieles en la acción de gracias después de la Comunión. «Traspasa, dulcísimo Jesús y Señor mío, la médula de mi alma con el suavísimo y saludabilísimo dardo de tu amor, con la verdadera, pura y santísima caridad apostólica, a fin de que mi alma desfallezca y se derrita siempre sólo en amarte y en deseo de poseerte (...). Haz que mi alma tenga hambre de ti, Pan de los ángeles, alimento de las almas santas, Pan nuestro de cada día, lleno de fuerza, de toda dulzura y sabor, y de todo suave deleite ...» (San Buenaventura, Oración para después de la Comunión).
Pensar en María, Madre del pan eucarístico, nos recuerda fuertemente que la filiación divina lleva consigo la filiación a la Virgen. Además, como el pan lo recibimos de la Iglesia y en la Iglesia, nuestra filiación divina va también muy unida a la filiación respecto a la Madre-Iglesia. Por una parte, sentir a María como Madre y reconocer una Madre también en la Iglesia, se traducen en amar al Hijo de Dios hecho hombre y oculto hoy en la Eucaristía; por eso, ambas filiaciones tienen en la piedad eucarística una verdadera piedra de toque de su autenticidad. Por otra parte, el amor a Jesús Sacramentado alienta la piedad mariana y la veneración a la Iglesia, pues no cabe que un buen hijo de Dios no ame a la Madre que le da el pan que su Padre le ha preparado.
JAVIER ECHEVARRÍA