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José viaja a Nazaret (2 de 2)
El camino proseguía con una ladera pedregosa por un lado, y por el otro una pared vegetal que proyectaba sobre el sendero una franja de sombra irregular. Esta sombra se iba alargando y deparaba a los viajeros su frescor misericordioso.
Una caravana que venía en sentido opuesto se cruzó con ellos. Los hombres conducían burros y camellos. Al llegar a la misma altura, se detuvieron para intercambiar palabras de saludo.
—La paz sea con vosotros.
—También con vosotros.
—Que os guíe el Altísimo.
—Que vele sobre vuestros pasos.
—¿El camino está tranquilo?
—El ángel del Altísimo nos ha protegido y no hemos tro¬pezado con ningún peligro. ¿Qué tal va la construcción del Templo?
—Cada vez más hermoso...
Se alejaron en direcciones opuestas. La sombra cruzó el sendero y se iba extendiendo. La púrpura de la tarde se adueñaba del desierto pedregoso. En la lejanía flameaban los montes lamidos por el resplandor del ocaso. Se levantó el viento trayendo a los viajeros un soplo vivificador. El olor aromático de las flores subió de las orillas frondosas del río. Allí en el barranco, con la llegada de la noche despertaba la vida animal. Las marmotas alerta emitían un silbido de advertencia a la vista de los viajeros. Los pájaros revoloteaban y piaban.
Se acercaba el momento del alto para la noche. El lugar escogido por el negociante barbinegro para la parada debía de ser utilizado habitualmente por las caravanas que pasaban por allí. En aquel lugar, los peñascos se alzaban en forma de una sierra curva y en ese circo acogedor se veían unos redondeles negros, vestigio de fuegos pasados. Quedaba incluso algo de ramas a medio quemar y boñiga reseca.
Se dispusieron a montar el campamento. Había que abrevar a los burros en los odres que se habían llenado durante la travesía del Jordán. El río no estaba muy lejos por cierto, pero les separaba una muralla vegetal tan tupida y espinosa que habrían tenido que abrirse paso a golpe de hacha para llegar hasta el agua.
Esta vez el campesino compartía las tareas con su mu¬jer. La mandó a ella y a su hijo en busca de leña mientras él se hacía cargo personalmente del cuidado del asno. Lo hacía sin entusiasmo. José tenía la impresión de que el hombre no dejaba de echarle miradas desconfiadas mientras desprendía al burro de las alforjas y le daba de beber.
Se encendió una gran hoguera, alrededor de la que se agolparon todos, ya que al día caluroso le sucedía una noche fría. El traficante barbinegro anunció que había que acopiar leña suficiente para que el fuego durara hasta la mañana. José salió también en busca de leña. Se encaminó en sentido opuesto al tomado por la mujer. Al pie de una gran roca que se extendía como una mole hacia el monte, encontró varios troncos hasta tal punto resecos por el sol, que recordaban unos huesos. Con ayuda de un hacha cortó los troncos en trozos y después de traerlos al campamento hizo con ellos una pila pequeña.
Ni el fariseo, ni su compañero consideraron necesario hacer algo para el bien común: ninguno de los dos se molestó en traer un trocito siquiera de madera. No obstante, el comerciante barbinegro no les llamó la atención.
El crepúsculo cayó súbitamente, como si una sombra colgada en el ghor del Jordán se hubiera levantado recubriendo el cielo. En la espesura se oían más susurros y murmullos. También se dejaron oír voces: gimoteos, bramidos, aullidos. Los viajeros disponían sus lechos al pie de la pared rocosa, separados del río por el resplandor de la hoguera. Cada uno se envolvió en su manto. El aire que soplaba del desierto iba haciéndose más fresco, en cambio la hoguera despedía un calor muy agradable. El mercader barbinegro recordó una vez más que había que echar leña al fuego durante toda la noche.
Antes de acostarse, el fariseo se acercó a la roca y, cabeceando durante un buen rato, con la cabeza cubierta con el taled, recitó sus oraciones. Al compás de sus oscilaciones, su sombra agigantada se mecía sobre la roca recordando el picoteo de un gran pájaro negro.
José preparó su lecho en un extremo. Antes de envolverse en su manto, se retiró al descampado, para rezar en la soledad y la oscuridad. Susurraba: Shemá Israel, Adonai Elohenu, Adonai ehad... Por encima de su cabeza se abría la inmensidad del cielo, donde se iban esparciendo las estrellas. Allí, entre las estrellas, vivía Aquel que le había mandado esperar... ¿Se lo había mandado? Era una convicción profunda, aun cuando no se basara en ninguna señal. Era casi tan profunda como la fe en la existencia del Altísimo. Porque sin El ¿tendría el mundo algún sentido? José hablaba con el Altísimo muchas veces a lo largo del día con sus berakoth. Le hablaba de cada uno de sus asuntos, compartía con El cada una de sus preocupaciones y continuamente, sin descanso, le expresaba su amor. No basta, pensaba a menu¬do, humillarse ante El como ante el Señor. A alguien como El ¿podría bastarle solo la obediencia de un ser creado y tan desamparadamente débil? Podría obligarme a la obediencia. Pero mi amor, solo yo se lo puedo dar... El Altísimo no contestaba, aunque José sentía su cercanía, tal como se siente la presencia de una persona oculta en la penumbra. A veces las palabras de la Escritura se disponían de tal forma, que sonaban como respuestas. A veces, como llamadas. Y cuando le hablaba continuamente de sus sentimientos, a menudo, oyendo la lectura de los versículos en la sinagoga, encontraba en ellos una reiterada y afectuosa invitación para esperar.
Qué es lo que tenía que esperar, no lo sabía. Únicamente sentía que se trataba de una cosa que iba a transformar su vida. No siempre aceptaba esta llamada. Sí, pero más que rebeldía, eran dudas las que le asaltaban, ¿y si yo me estuviera engañando?, pensaba a veces. ¿Y si ni siquiera es su llamada? ¿No enseñaban los sabios doctores de la Ley que un hombre a su edad debía encontrar una esposa y formar un hogar? ¿Tampoco era ésta la voz del Altísimo? ¿Tal vez el resentimiento de su padre estaba justificado?
Mas, en cuanto empezaba a rezar, las dudas se disipaban. Al contrario, tenía la certeza de que El deseaba esta espera. La deseaba como pidiéndola... Esta conciencia le hacía sentirse diferente de la gente que le rodeaba. Se daba perfectamente cuenta de esto. Los sentimientos inquietos se tornaban en añoranza y sueños de belleza. Y había casi dejado de esperar que sucediera algo por la vía normal y humana...
A todo esto, el mandato de su padre había caído sobre él como un rayo, obligándole a marchar. El, que durante años se había resistido a obedecer estas órdenes de Jacob, había accedido esta vez. Por vez primera le pareció que el Altísimo dejó de pedirle la espera. ¿Habría llegado el tiempo? No estaba muy seguro. La llamada podría hacerse oír de nuevo. A decir verdad, estaba casi convencido de que no encontraría nada en la ciudad Galilea a la que se dirigía. Porque le parecía que sus sueños se habían elevado tanto, habían alcanzado tal abismo de belleza, que no podría encontrar nada en la tierra que respondiera a esa belleza.
«Rey del Universo —rezaba—, creo, que tu voluntad era que yo esperase lo que me vas a mandar. Ahora creo que Tú has sido quien me has mandado abandonar el hogar. Si la que voy a ver ha de ser realmente mi esposa, que así sea. Se convertirá entonces en la niña de mis ojos y la madre de mis hijos. La pondré a mi lado para que sea mi carne y mis huesos. Pero esto lo haré únicamente cuando sepa que ésa es tu voluntad. Porque sólo quiero hacer tu voluntad... Creador del cielo y de la tierra, soy hombre y me puedo equivocar. No permitas que escoja para mí y no para ti...».
Las guirnaldas de estrellas giraban en el cielo como joyas expuestas en el mostrador por el comerciante, que con habilidad las hace brillar para tentar a los posibles compradores. Los murmullos procedentes de la espesura no podían turbar el silencio que se apoderó del desierto. Incluso cuando aullaba un chacal allá entre las rocas, el silencio absorbía su grito, como el agua se traga la piedra arrojada en ella.
Volvió a su sitio. Antes de acostarse, echó leña al luego. El frío se hacía más intenso. El desierto pedregoso, hasta hace poco abrumado por el calor, enviaba ahora su frío gélido. Se envolvió cuidadosamente en su manto. No pudo sin embargo conciliar rápidamente el sueño. Cuando por fin le llegó el sueño, vino acompañado de curiosas visiones. En sueños José vio una escalera —como la del sueño del antiguo Patriarca Jacob— y por esta escalera subían y bajaban seres misteriosos, alados y con muchos ojos. Uno de estos seres se detuvo en su vuelo ante José y le tocó el costado. Un espasmo doloroso recorrió el cuerpo de José, que se despertó y se sentó. Mas solo era un sueño. Alrededor reinaba la paz. Todos dormían, en el cielo giraba un movimiento suave, como una bandeja llena de joyas en manos de un comerciante. El desierto respiraba silencio, el ghor cubierto de vegetación respiraba murmullos, susurros, crujidos. Un chacal se hizo oír de nuevo muy lejos, callando inmediatamente, como si una mano le hubiera apretado el hocico.