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9 septiembre 2026

JOSE. Malas noticias

Malas noticias
No consiguieron llegar muy pronto a Ascalón. Miriam tenía el pie lastimado. Esperando la curación de la herida, permanecieron tres días escondidos en el cauce seco del río. Extremadamente preocupado por tener que dejar a Miriam y a Jesús solos en un páramo, José se dirigió al poblado cercano para adquirir provisiones.
En la caverna estrecha donde se ocultaban, José arrancó un anillo del collar regalado por Baltasar y, a golpes, lo convirtió en láminas. Tenía intención de pagar las provisiones con estas láminas. No tenía dinero. Temía además revelar que poseía un collar costoso.
Por una laminita pequeña consiguió comprar comida. Preguntaba con sumo cuidado a los am-ha'arez si no habrían oído que los soldados del rey buscaban a alguien. Sin embargo, los campesinos estaban muy ocupados con su trabajo y no sabían nada de ninguna investigación.
Por fin, la hinchazón desapareció de la pierna de Miriam. Podían proseguir su camino. De noche y por caminos inhóspitos, José llevó a los suyos a Ashkelon, llamado Ascalón pro los griegos.
La ciudad natal de Herodes, situada a orillas del Gran Mar, estaba cuidada con particular esmero por el rey. Herodes mandó edificar en la ciudad numerosos edificios y en especial unas termas hermosas y un amplio estadio rodeado de un verdadero bosque de figuras. Mandó igualmente ampliar y embellecer el templo de la protectora de la ciudad, Afrodita, venerada por griegos y sirios. Para él mismo, se hizo edificar un palacio en el que residía por lo menos una vez al año, especialmente en los días de fiesta de la diosa. En estas ocasiones se entregaban a Afrodita unos regalos costosos en su nombre.
Debido al culto a Afrodita, Ascalón era una ciudad odiada por toda Judea. La mayoría de los habitantes de la ciudad eran griegos y sirios, aunque no faltaban tampoco judíos. Los griegos gobernaban la ciudad, poseían incluso una autonomía otorgada por el rey. Los judíos —con excepción de los mercaderes opulentos— tenían que hacinarse en su propio barrio. Era una humilde plebe de artesanos.
Aquí en Ascalón vivía un conocido de José, el tejedor Attay, a quien José había ayudado en el pasado y, según decía él mismo, quería corresponder a la ayuda prestada. Hacía dos años que José no veía a Attay, pero estaba convencido de que iba a ofrecerles cobijo. Cuando llegó al barrio judío, los transeúntes les indicaron inmediatamente una casucha mísera, donde vivía Attay. Era un antro oscuro, lleno de polvo y maloliente. Attay se hacinaba allí con su mujer y sus nueve hijos sucios, mocosos y hambrientos. La pobreza y la miseria reinaban en la casa. Attay estaba enfermo: tosía, tenía fiebre y apenas si podía ganar dinero. Los hijos salían a pedir limosna.
A pesar de su miseria, recibió inmediatamente a José. No tenía sin embargo nada que ofrecerle fuera de un rincón oscuro en una habitación sucia. Abriendo las manos, decía dolorido:
—Tú mismo ves cómo estamos aquí. No regatearía nada para ti y los tuyos. Pero no tengo absolutamente nada. Tengo la enfermedad ésta metida aquí dentro —apretaba la mano contra el pecho— y no me deja trabajar. Es cierto que tengo unos encargos para maromas de barco... Pero cuando empiezo a torcer me ahogo..., la tos no me deja dormir. En cuanto a la comida, tienes que comprártela tú mismo. ¡Este perro, échalo! ¿Qué ventajas trae un animal impuro? Es capaz de morder a alguien.
Miriam protestó calurosamente. Siempre le gustaron los animales y se había encariñado con el perro, sobre todo en los días que tuvo que estar sola en la caverna del cauce del río, durante la ausencia de José. El perro dio pruebas de compañero fiel y de buen guardián, ahuyentando varias veces a unos chacales que merodeaban por el entorno. Jesús le tenía mucho cariño y se negaba a dormir si no veía en la cercanía al perro durmiendo hecho un ovillo.
Attay discrepaba.
—¿Para qué este perro? ¿Para qué un perro? Un perro corretea mucho; además come mucho y cuando no tiene qué comer, roba la comida de la gente. Os lo digo: echadlo.
—Attay, deja que se quede —le rogaba José, viendo la mirada implorante de Miriam—. Nos quedaremos poco tiempo en tu casa...
El tejedor alzó los hombros.
—Si os váis pronto... Pero tenéis que cuidarlo mucho...
A la mañana siguiente de su llegada a Ascalón, José se fue al mercado. Quería comprar comida e informarse sobre el camino a seguir. Paseaba entre los puestos, cuando llegaron repentinamente a sus oídos unas palabras que le afectaron profundamente...
Un grupo de personas rodeaba a un hombre que contaba algo con viveza. El nombre de su pueblo natal, que surgió de entre los reunidos, como una moneda bajo los pies, impulsó a José a unirse a los mirones, e incluso a abrirse paso hasta el centro.
El hombre que estaba en medio de los reunidos era bajo, pelirrojo y harapiento. Daba la impresión de un vivo. Hablaba gesticulando mucho, diciendo a voz en grito determinadas palabras para causar mayor efecto. Mientras hablaba, sus ojos se movían inquietos en todas las direcciones.
—¡Entonces mataron a todos! ¿Entendéis? —las palabras se convertían en grito—. ¡Toda la estirpe real aniquilada! ¡La estirpe real! ¡Ya no habrá descendientes del rey David!
Los oyentes movían la cabeza, repetían las palabras del narrador a los que estaban más alejados, José escuchaba horrorizado. El horror iba acompañado de una sensación de dolor y de un sentimiento de terrible culpabilidad que le oprimía. Se olvidó de las precauciones; abriéndose paso entre los mirones, se acercó al hombre que estaba hablando. Le agarró bruscamente por el brazo.
—No he oído todo lo que contabas —le dijo febrilmente—. Repite: ¿qué ha ocurrido en Belén...?
El pelirrojo retrocedió violentamente. Quería zafarse.
—¿Qué quieres de mí?, ¡suéltame! No sé nada de ningún Belén. No decía nada...
—Contabas lo que ha ocurrido en Belén...
—Eran cuentos viejos, ¡suéltame!
Intentó soltarse de nuevo. Daba la impresión de que trataba de perderse entre la gente que le rodeaba, como una rata asustada que trata de meterse en el primer agujero que encuentra. Pero José le sujetaba firmemente.
—Dijiste que la estirpe real de David ha sido asesinada...
—¿Quién lo decía? ¡Yo no dije nada semejante!
— ¡Te he oído! ¡No mientas! ¡Repítelo!
El otro intentó soltarse otra vez. Al no conseguirlo, cambió de proceder: le hizo a José una mueca de entendimiento. Con un ligero movimiento de cabeza le hizo una seña para que juntos se alejaran del tumulto. Apenas salidos del cerco de los mirones, el pelirrojo emprendió una carrera arrastrando a José detrás de sí. Daban vueltas entre los puestos, se colaban por entre piezas de tejido rayado que los vendedores habían colgado sobre unos travesaños, pasaban entre filas de sandalias colocadas en el suelo. Por fin se encontraron lejos de los otros. El hombre pequeño que tiraba de José se detuvo bajo un pórtico que circundaba la plaza del mercado, en un lugar totalmente desierto.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres? —preguntó—. Contaba lo que había oído yo mismo. Tal vez no sea cierto...
—Cuéntalo otra vez.
Los pequeños ojos del pelirrojo observaban a José:
—Te digo que sólo contaba lo que me había dicho la gente. Hay muchos que disfrutan escuchando chismes. Y te dan unos céntimos... ¿Eres de Judea? —inclinó la cabeza preguntándole a José de sopetón.
—Vivo en Galilea.
—No hablas galileo. Eres de Judea ¿Pero no serás espía?
—¿De dónde te ha venido esa idea?
—No tienes aspecto de espía... —no dejaba de observar a José—. Realmente tienes aspecto de tonto. Hay que ser tonto para preguntar cómo lo has hecho. ¿No sabes que esto está lleno de espías?
—Quería enterarme de todo.
—¡Querías, querías...! —levantó los hombros—. ¿Qué es lo que te ha excitado tanto? —se le encogió la cara en una sonrisa sardónica—. ¿No sabes lo que les espera a los que quieren saber demasiado?
Los pequeños ojos agudos del hombre estaban fijos en José. Se notaba que el miedo le había abandonado por completo, en la expresión de la cara se podía percibir la astucia. Extendió la mano, frotando repetida y significadamente dos dedos entre sí. José cogió la bolsa y le dio unos ases. El hombre miró las monedas de cobre. Con gesto displicente los guardó en su cinturón.
—Por este dinero no te diré gran cosa —añadió—. Me has privado de una ganancia. Los otros me habrían dado más.
—Cuando me cuentes todo lo que sabes, te daré más.
—Entonces, escucha —el pelirrojo se inclinó sobre José. Hablaba en voz baja casi en un susurro—. La gente cuenta que los soldados del rey llegaron a Belén y mataron a todos los niños varones...
—Es espantoso.
El hombre, con un gesto brusco e inesperado se zafó de José y dio un salto hacia atrás. Pero no escapó. Parado unos pasos más lejos, vigilante, pronto a la huida, dijo:
—Si quieres saber más, dame un estáter.
El precio era elevado, pero José sentía que tenía que oírlo todo.
—¿Dirás todo lo que sabes? —le preguntó.
—Paga primero.
José metió la mano en la bolsa para buscar la moneda. En la caverna donde se quedaron esperando la curación del pie de Miriam, hizo varias cucharas y otros objetos menudos. Gracias a su venta disponía de algún dinero y no tenía que pagar con las láminas de oro, lo que complicaría la transacción y llamaría la atención. Extendió la mano con la moneda hacia el hombre, pero el otro retrocedió.
—Si quieres que hable, déjalo sobre el muro, allí —dijo—. Y retírate.
Cuando José hubo retrocedido, el otro dio un salto como un gato arrojándose sobre un ratón, agarró la moneda colocándose de nuevo a una distancia prudente para que José no pudiera atraparlo.
—Escucha, Judío, ya que te interesa tanto —le dijo—. Los soldados que llegaron a Belén buscaban a cierto Niño. Se dice que es un Infante real, que vinieron a buscar unos emisarios del rey de los Partos. Pero no encontraron la Niño. Sus padres habían huido con El. Entonces, por rabia, mataron a los demás, y siguen buscando a los que han huido. Recorren los caminos preguntando por una familia con un Niño pequeño. Prometieron una gran recompensa.
Al pronunciar las últimas palabras los ojos del hombre brillaron de forma extraña, José lo notó y sintió miedo. Trataba de ocultarlo, pero el otro debió de percibir algo, ya que lanzó maliciosamente.
—Los encontrarán, aunque se escondan bajo tierra...
Con una voz a la que se esforzaba en dar un tono de completa indiferencia, José preguntó:
—¿Y eso es todo lo que has oído?
—¿Y qué más querías saber?
Intentando siempre demostrar indiferencia, alzó los hombros. Se volvió sobre sus talones y salió de debajo del pórtico. Pero cuando miró hacia atrás, vio que el hombre le observaba. En seguida, tal como hizo el otro antes, empezó a dar vueltas entre los puestos del mercado. Antes de regresar a casa, anduvo mucho tiempo por las calles, comprobando continuamente si no veía al pelirrojo en la cercanía. No lo vio. A pesar de eso, regresó a casa de Attay lleno de inquietud.
Estaba muy dolido, desasosegado y desesperado. Le atenazaba de nuevo una especie de sentimiento de culpa. Sus hermanos le trataron de modo indigno. Sin embargo eran sus hermanos ... Además resultó que sus temores eran fundados. Si no hubiera venido, esta tragedia espantosa no hubiese caído sobre su estirpe.
Estaba sentado, abatido por estos pensamientos. No los compartió con Miriam. No quería alarmarla. Había en él otros sentimientos poco claros. Se daba cuenta de que sus hermanos eran más culpables para con ella que para con él. Ella no dijo, por cierto, nunca ni una palabra desconsiderada contra ellos. Incluso le refrenaba a él su cólera. Casi temía oír de nuevo unas palabras justificadoras por lo ocurrido. Y es lo que no quería oír; y menos de ella.
Pero se ve que Miriam notó por su aspecto y su conducta que había sucedido algo poco común. No le preguntaba. Sirviéndole y tratando de mostrarle su amor en cada gesto, esperaba con paciencia. Era siempre igual desde que la conocía: llena de paciente bondad. Cuando la veía así, no se sentía con fuerzas para ocultarle algo. Se acordaba de su decisión de dejarle a ella la dirección de sus vidas.
La llamó y en un susurro apagado le contó todo lo que había sabido por el pelirrojo. Ella le miraba con los ojos muy abiertos.
— ¡Oh Adonai! —exclamó en voz baja—. ¿Todos los niños varones? Ellos vinieron a buscarle a Él, seguro... —los ojos de Miriam corrieron hacia Jesús que jugaba sin ruido con un animalito que José le había hecho con un trozo de madera.
—Sí, vinieron por El —corroboró sus palabras.
Le pareció que la mujer temblaba. Pero se dominó enseguida. Su mano buscó la cabecita del Niño sentado en el lecho, sus dedos alisaron cariñosamente el pelo del Pequeño.
—Tenemos que huir más lejos —dijo ella.
—Tenemos que hacerlo —asintió él—. Pero quizás no ahora. Me parece que es preferible quedarnos durante un tiempo en casa de Attay. No buscarán sin fin...
—Haremos lo que decidas. ¡Oh, qué pena me dan esas madres, esos padres!... —suspiró.
—Mis hermanos tenían razón en tener miedo —no pudo mantener por dentro su amargura—. Él no les avisó... Es cierto que eran malvados... Estaba enfadado con ellos, molesto... Pero quizás...
Sintió sobre su mano el toque de los dedos de Miriam.
—No deberías hacerte reproches —le dijo.
—Pero tú te das cuenta, Miriam, lo que significa la muerte de un hijo —exclamó.
Ella no contestó en seguida. Guardó silencio durante un momento. Volvió otra vez la vista sobre el Niño, que hacía girar entre sus deditos la cabrita de madera. José notó cierta neblina en sus ojos. Se arrepintió de lo dicho.
—Hice mal diciendo eso —susurró—. Seguro que lo entiendes...
—Es un dolor terrible, el más terrible... Muchas veces pienso en Abraham y en Sarah...
Ahora los dos miraron al Niño.
—El Altísimo no lo podía querer —dijo él—. Él lo protegerá siempre...
Miriam sacudió fuertemente la cabeza.
—No sé, José, no sé y no quiero saber. Será lo que Él quiera. Yo no deseo más que una cosa: confiar siempre y creer siempre que lo que sale de Su mano es lo mejor...
—La muerte de un hijo no es un bien. En cuanto a Abraham, solo se trataba de una prueba.
—¿Y si fuera el último recurso para inclinar la balanza? ¿El decisivo, cuando todos los demás han fallado? —dejó descansar su mano sobre el brazo de José, como si este pensamiento fuera para ella un descubrimiento inesperado—. Tal vez, aquellos niños han salvado con su muerte a tus hermanos, José.
JAN DOBRACZYNSKI