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Los soldados de Herodes hallan a la Sagrada Familia
Ahora estaba seguro: les perseguían. No hubieran escogido semejante camino, si no hubiesen seguido sus huellas. No se daban prisa, ya que nos les hacía falta correr. Los fugitivos no podían escapárseles. El río fronterizo no detuvo a los perseguidores. Recordaban a las fieras que persiguen sin tregua una gacela esperando el momento cuando cae agotada para arrojarse encima.
No podían escapárseles. ¡Entonces estaban perdidos! Volvió el pensamiento atormentador: todo esto por culpa de mi decisión. Sentía palpablemente que el Altísimo le quitaba la iniciativa de las manos, como si no necesitara de su esfuerzo. Ahora sin embargo parecía que quería decirle: ¡confiaste en ti mismo, y mira lo que has hecho!
Volvió hasta Miriam y le dijo con voz quebrada:
—Escucha, estamos perdidos. Esa gente que nos seguía son soldados. Pensaba que tomaban el mismo camino por casualidad. Pero ahora estoy seguro: nos vieron y nos persiguen. Ya están entrando en el río. Yo he sido vuestra perdición —explotó.
—No digas eso —le dijo ella—. Eres nuestro protector y estabas obligado a tomar una decisión. Has obrado correctamente. Puesto que nos persiguen, tenemos que huir.
—¿Cómo podremos escapar? Vienen a caballo.
—Intentémoslo a pesar de todo... Tú mismo decías que había que hacer todo lo posible, y entonces El cogerá el asunto en Sus manos...
Se levantaron rápidamente, sentaron a Jesús sobre el asno. Caminaban a ambos lados de la montura, con las manos sobre el Niño, como si tuvieran necesidad de este contacto. El asno, cansado, arrastraba pesadamente las patas. Ellos también estaban cansados. La ropa mojada pesaba mucho. La sangre corría de las heridas de sus brazos y las moscas voraces revoloteaban alrededor de sus cuerpos ensangrentados. Cuando volvió la cabeza, vio que los soldados ya estaban en esta orilla. Vio que indicaban con el dedo a los fugitivos. Pero tampoco ahora aceleraron el paso. Les seguían tranquilamente al trote. Pero cada paso de los caballos les acercaba a los fugitivos.
Finalmente llegaron a su altura. Uno les cortó el paso.
—Deteneos —les dijo con dureza.
Se pararon, con el Niño en medio, acurrucados todos. Solo Cadú se adelantó y empezó a ladrar airadamente contra los soldados. Uno levanto su lanza. Miriam gritó, pero ya era tarde. El golpe cayó. Clavado contra el suelo el perro se retorció y gimió un momento. Miriam lanzó una nueva exclamación dolorosa y Jesús murmuró: «Cadú». Las patas del perro se estiraron, sus ojos se nublaron, su cuerpo se inmovilizó.
Uno de los soldados debía de ser decurión. Los otros dos obedecían sus órdenes. Fue el que llamó con gesto amenazador a José a su lado. Sacó la espada apoyándole la punta contra el pecho.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Un viajero...
Estalló en una risotada. Con la espada obligó a José a levantar la cabeza más alto.
—¿Te llamas José y procedes de Belén? ¿Esta es tu mujer y tu Hijo? ¡Contesta!
Se sobrepuso: no lo negó, aunque el temor le sugería palabras de negación.
—Es así, como has dicho...
El otro volvió a reír.
—Y pensabas que conseguirías escapar, ¿verdad?
No tenía por qué contestar. Todo estaba descubierto. Le dijo:
—Matadme a mí, a ellos dejadles... Yo soy el primogénito de la estirpe de David... Si alguien ha de morir, soy yo.
—Te mataremos a ti y a ellos —le dijo el decurión—. ¿Eres tú el que querías hacer rey a tu Hijo? —no esperó la respuesta. Adelantó repentinamente el caballo que derrumbó a José. Se acercó a Miriam, que cogió a Jesús y lo tenía apretado contra su pecho. Gritó:
—¡Dame ese Niño!
Ella negó con la cabeza:
—¡No...!
Jesús habló de repente. En su voz no había temor, sino una especie de cólera:
—¡No grites a Mamá! ¡No se debe!
El decurión empezó a reír.
—¿Habéis oído lo que ha dicho? ¡Ya se considera rey! Díme —se dirigió directamente al Niño: —¿Eres rey?
—Lo soy, —le contestó el Chiquito.
—¿Y dónde está Tu reino?
Levantó la mano hacia arriba e hizo un círculo con ella.
—¿Todo esto es tuyo? —se reía el soldado—. ¿Y también nosotros?
—Todo —aseguró.
El decurión dejó de reír. En su cara cruel apareció una expresión de odio mezclada con temor. Con un gesto llamó a uno de sus subalternos. Indicó al Niño, lanzó una orden:
—¡Mátalo!
Pero el soldado alzó los hombros con desprecio.
—Mátalo tú mismo. No me he alistado para matar niños.
—Sabes que ésa es la orden ¡Y yo te lo ordeno! —le gritó.
El otro, sin embargo, no parecía asustado.
—No digas tonterías. El que dio la orden ya no vive probablemente. Has visto en qué estado estaba cuando se lo han llevado.
—Su sucesor matará también.
—Es asunto suyo. Yo no mataré a este Pequeño. Mátalo tú mismo.
—¿No quieres la recompensa?
El tercer soldado tomó la palabra. Mientras los otros discutían, él se dedicó a registrar las alforjas del asno.
—No llevan nada consigo. Ni agua, ni comida. ¡Pero encontré esto!
Con gesto triunfante sacó y levantó en alto el collar regalo de Baltasar.
Los ojos de los otros dos brillaron. El decurión le quitó el collar al soldado. Lo observaba con detenimiento.
—Oro —dijo.
—Oro —asintieron los otros.
—Debe valer mucho...
—Seguramente más que la recompensa prometida.
—Podemos tener uno y otro.
—Eres tonto. Los otros pueden estar enterados de este oro... Preguntarán por él.
—Diremos que no se lo hemos encontrado.
—Y luego alguno de nosotros hablará y nos costará la cabeza.
—Es mejor coger el oro y a éstos no hacerles caso.
—La palmarán igual en el desierto. Sin comida, sin agua...
—Nadie está enterado de que los hemos encontrado...
—Nos repartiremos el oro. No se sabe cuánto durará todavía nuestro servicio.
— ¡Pero tenemos que repartirlo equitativamente!
—¡Sólo así!, porque a ti te gusta llevarte la mayor parte.
—¡Soy decurión!
—¡Para el oro no hay decurión que valga! Contaremos los anillos y cada uno debe obtener lo mismo.
—¡Mejor que lo hagamos en seguida...!
—¡De acuerdo! Lo repartiremos. ¡Y éstos que se larguen!
Mientras hablaban los soldados, José se acercó a Miriam cogiéndole a Jesús de los brazos. Estaban de nuevo juntos, agotados, débiles, sosteniéndose apenas de pie. No oían lo que los soldados hablaban entre sí. El decurión se les acercó a caballo. Al verlo, José devolvió el Niño a Su madre. Se adelantó solo.
—Si quieres matar, mátame a mí.
— ¡Eres tonto! —dijo el decurión—. ¡Escucha! Os perdono la vida. Os dejo marchar. Recuerda: no os hemos visto, no os hemos encontrado... Pero no te atrevas a volver al reino. ¿Entiendes? Si vuelves, moriréis todos. ¡Y ahora largaros!
Empujándoles con la espada les obligó a poner al Niño sobre el asno y marchar en dirección al sur. Se quedó un rato mirándoles.
—No llegarán lejos —dijo uno de los soldados, que miraba también cómo se alejaban—. Apenas pueden andar...
—No encontrarán a nadie, seguro.
—Incuso, si encuentran a alguien, nadie les dará gratuitamente comida. ¡Ahora dame ese collar!
—No corráis tanto...
—¿Por qué no hemos de correr? Tenemos el oro para repartirlo.
* * *
Pasó el mediodía con su calor matador. Realmente no llegaron muy lejos. Apenas los otros habían desaparecido de su vista, se echaron en el primer sitio sombreado que encontraron formado por una roca que sobresalía en la llanura. Estaban echados, agotados por el hambre, la marcha, el mal rato que habían pasado.
Al cabo de varias horas la sed les despertó. José se sentó. Secándose la frente dijo:
—Los soldados ya se habrán ido. No nos hemos alejado del río. Iré a traer agua...
—Pero ten cuidado... —dijo ella.
Se levantó con dificultad, cogió el zaque de cuero que estaba en las alforjas. Cuando estaba a punto de alejarse, Jesús le dijo indicando con el dedito la dirección:
—Allí está Cadú... Pobre Cadú...
—Ten cuidado —repitió ella.
Caminaba dando tumbos como un sonámbulo. En la cabeza le pulsaba un pensamiento. Él los había salvado cuando estaban perdidos. Agotados, sin comida, en un país desértico...
En línea recta estaba más cerca del río, sin embargo las palabras del Niño hicieron que se dirigiera inconscientemente hacia el sitio donde habían sido apresados. Desde lejos vio que los soldados se habían marchado. No había nadie. Solo estaba el cadáver del perro muerto. Al lado había algo también...
Se inclinó sobre el cuerpo. El hombre había muerto por una lanzada en la espalda. Estaba echado con la cara contra el suelo. Cuando le dio la vuelta, reconoció al decurión. Los otros se habían llevado su casco y su espada. También su caballo. Habían dejado únicamente el saco que iba colgado de la silla. Cuando miró dentro, encontró una reserva de comida y una cantimplora llena de agua.
JAN DOBRACZYNSKI