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3 septiembre 2026

EUCARISTÍA. Descansar en Dios: pedirle perdón como Zaqueo y perdonar

Descansar en Dios: pedirle perdón como Zaqueo y perdonar

«Descarga en Yahveh tu peso, y Él te sustentará; no dejará que para siempre zozobre el justo» (Sal 54, 23). Se zozobra con el desequilibrio de los pecados no perdonados, activos aún en el alma. Por eso, para descansar de veras, hay que mostrarse enteramente sinceros con Dios y pedirle perdón en el sacramento de la Reconciliación, que devuelve la tranquilidad y la paz del alma.
Las palabras del salmista se aplican, sin duda, a las pesadumbres y angustias por subsistir, por ir adelante; pero antes y más a fondo se refieren a las ofensas contra Dios, que roban la paz de la conciencia y sumen al alma en ansia por una felicidad entorpecida. A eso mismo nos exhortó Jesús en un momento de exultación en el Espíritu Santo, contemplando a su lado a las gentes sencillas y humildes; y viendo a distancia, con actitud de reserva, a los sabios y prudentes. «Venid a mí -dice- todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré.
Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 28-29).
Nos propone un intercambio: darle lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. Saldremos ganando, «porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). Nos mueve a abandonar en Él nuestra soberbia, que tantas fatigas nos procura, y a revestirnos su humildad, que permite considerar las cuestiones en su verdadera dimensión, sin exagerar las dificultades. A mudar nuestra ira y nuestra arrogancia, por su mansedumbre. Siempre un cambio a nuestro favor: cargamos sobre Él la opresión que nuestros vicios y pecados merecen, y conseguimos las virtudes y la paz que Él nos trae. Nos llama a canjear el desordenado amor propio, por ese amor de Dios que se entrega a todos; y entonces desaparece la fatiga del trabajo; o bien, si continúa, la criatura, ahí precisamente se deleita, como resumió san Agustín con frase admirable: in eo quod amatur, aut non laboratur, aut et labor amatur (Sobre el bien de la viudez 21, 26), cuando se ama de verdad, el trabajo no cuesta; y si cuesta, se ama. Lo experimentó Zaqueo, cuando acogió al Señor en su casa: cambió su riqueza material por la cercanía de Jesús. Prefirió recibirlo en el alma a continuar recogiendo dinero y defraudando a los pobres. Y llenó su vida de alegría y de paz (cfr. Lc 19, 1-10).
Las palabras del salmista y las que pronunció Jesús se refieren, además, a los pesos que con frecuencia llevamos dentro y que llamamos resentimientos, rencores, afanes de venganza. También esas cargas hay que abandonarlas en el Señor, porque fatigan al alma y la paralizan en su camino hacia Dios: quitemos esa mole de encima de nuestros hombros, perdonando de corazón a los que nos hayan agraviado. «En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (L c 23, 34).
»Así pues, el perdón tiene una raíz y una dimensión divinas. No obstante, esto no excluye que su valor pueda entenderse también a la luz de consideraciones basadas en razones humanas. La primera entre todas, es la que se refiere a la experiencia vivida por el ser humano cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso» (Juan Pablo II, M ensaje para la jornada mundial de la paz 2002, 8- X II-2001, n. 8).
Perdonar coincide siempre con descansar. Pero perdonar a veces no resulta fácil; en rigor, hemos de reconocer que los hombres con frecuencia no sabemos hacerlo; sólo Dios se muestra indulgente de modo perfecto, porque perdona todo y siempre a quien implora su gracia: manifiesta su omnipotencia justamente con su misericordia hacia nosotros. Se ha hecho habitual, desgraciadamente, la postura de que se debe perdonar, pero que no se debe olvidar. Sin negar lo evidente -el valor de la experiencia-, hemos de exigirnos con sinceridad para no excusarnos y continuar con el alma cargada de viejas pendencias, de listas de agravios, que impiden volar alto hacia Dios.
Jesús, desde el principio de su predicación, en el sermón del monte que nos transmite san Mateo, enseña claramente que un hijo de Dios perdona a quienes le han ofendido. Su ser y su sentido de la filiación divina están estrechamente ligados a la certeza de la misericordia con que Dios le trata, y le impulsa, en consecuencia, otorgar gustosamente el perdón a los demás.
Para que nos quedara claro este punto, Jesús afrontó el escándalo de los fariseos cuando perdonó al paralítico sus pecados (cfr. Mt 9, 1-8) y cuando se sentó a comer con los pecadores en casa de Levi (cfr. Mt 9, 10-13). Dijo a Pedro y a los otros Apóstoles que tendrían que perdonar siempre a sus hermanos, y les explicó la razón: más debe cada uno de vosotros a Dios, más os ha sido perdonado (cfr. Mt 18, 21-35). Declaró bienaventurados a los misericordiosos porque alcanzarán misericordia, yendo así contracorriente en un ambiente vengativo y duro con los débiles y los derrotados (cfr. Mt 5, 7).
El Señor insistió reiteradamente en este punto. Insistió, porque conocía la dificultad del hombre para entenderlo, para asimilarlo; y porque resulta fundamental para acoger el don de la filiación divina, íntimamente vinculado con el de la fraternidad sobrenatural. Explica san Agustín que no recibirá la herencia del Señor quien rechace el testamento de la paz; no puede estar en concordia con Cristo quien se obstina en permanecer en discordia con el cristiano (Sermón 59). Perdona quien se siente hijo y se sabe perdonado; quien mira al otro como a un hermano, otro hijo del mismo Padre. Lo había enseñado claramente el apóstol Juan: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).
Cristo no se cansó de inculcar la misericordia y el perdón, hasta el punto de equiparar la perfección espiritual, la santidad, con la capacidad de perdonar y usar misericordia con los demás. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis, seréis medidos» (Lc 6, 36-38). De ese modo nos anima a que no cerremos ni endurezcamos nuestro corazón ante las imperfecciones y defectos ajenos. «Nadie podrá dar nada a nadie, si antes no lo ha dado a sí mismo. Así, tras haber obtenido misericordia y abundancia de justicia, el cristiano empieza a tener compasión de los infelices y empieza a rezar por los pecadores. Se vuelve misericordioso incluso hacia sus enemigos. Se prepara, con esta bondad, una buena reserva de misericordia para la llegada del Señor» (San Cromacio de Aquileya, Sermón 41).
JAVIER ECHEVARRÍA