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2 septiembre 2026

JOSE. Matanza de los Inocentes

Matanza de los Inocentes

Boarges se abrió paso entre los sirvientes parados a la puerta, la empujó y, con toda la rapidez que le permitía su cuerpo gordo y fofo, entró en el aposento del rey.
Herodes, completamente desnudo, estaba sentado en una gran cubeta llena de agua caliente. Había dos efebos a su lado. Uno movía el incensario, el otro amenizaba al rey tocando una delgada flauta. Los baños con agua caliente traída de Collirhoe le producían algún alivio. Se quedaba horas enteras en el agua. Ahora que no llevaba ropaje podía apreciarse su delgadez. Bajo la piel estirada se veía cada hueso. Tenía los pechos caídos como una mujer que había amamantado muchas veces. El vello que los cubría estaba tieso pareciéndose al de un animal. Pero tenía el vientre hinchado como un odre lleno de vino.
—¿Qué quieres? —preguntó al eunuco, cuando estuvo ante él inclinándose profundamente.
—Señor —Boarges estaba claramente trastornado por la noticia que traía—. El hombre al que encargaste la vigilancia de los sabios partos, ha vuelto...
—¿Por qué ha vuelto? —en la voz de Herodes se notó la ira—. Le mandé estar todo el tiempo a su lado. ¡Tenía que volver cuando volvieran ellos! ¿Cómo se ha atrevido?
Boarges tragó saliva con dificultad.
—Señor... Volvió, porque los otros desaparecieron... incomprensiblemente...
—¿Qué? —gritó Herodes levantándose con tanto ímpetu que la cubeta se tambaleó en el pavimento vertiendo parte del agua sobre las losetas—. ¿Algún truco de magia negra?
—Puede ser... señor... son brujos...
—¡Tráeme a ese hombre!
El eunuco corrió hacia la puerta. Gritó a la servidumbre. Dos centinelas introdujeron al espía. El hombre temblaba como una hoja. Apenas podía andar, se hincó de rodillas de lleno en el charco de agua.
—Piedad, rey, piedad —empezó lloriqueando, golpeando con la frente las losetas del pavimento.
Herodes gritó a los muchachos para que lo tomaran por los brazos y lo sacaran de la cubeta. Estaba ahora ante el espía lloroso, chorreando agua. El cuerpo deformado por la enfermedad recordaba el cuerpo de un sátiro de una escultura griega. El vello mojado pegado a la piel tenía la apariencia de gusanos.
—¿Dónde están estos partos? —la voz del rey estaba sofocada, pero era mucho más terrible que cuando gritaba.
—Piedad, piedad —gemía el hombre—. Desaparecieron...
—Habla desde el principio. Y si mientes...
—Digo la verdad, rey. Toda la verdad. Fueron a la posada al atardecer. Iban a dormir allí, sus servidores decían que tenían intención de volver a ti, rey... Pero cuando llegué corriendo al alba, ya no estaban...
—¿Dónde se han metido?
—No se sabe... Nadie lo sabe... El posadero no oyó cuando se fueron... Nadie oyó nada. Ha sido por arte de magia... lo juro...
—Tenías que haberte quedado de guardia ante la puerta. No quitarles la vista de encima. Y te fuiste a divertirte...
—No, rey, no. Solo me retiré un momento. Cuando volví, ya no estaban...
—Si quieres salvar el pellejo, habla, ¿dónde se han ido?
El espía, sollozando, hundió la frente en el charco de agua.
—Piedad... ¿Cómo lo puedo saber? No los he visto...
—Pero yo lo sé, señor —se atrevió a interrumpir Boarges—. Tengo informes, precisamente quería informarte, señor.
— ¡Habla pronto!
—Los vieron. De mañana muy temprano. Cruzaron Jerusalén y por Betania se dirigieron hacia Jericó. Pasaron a galope y tenían unos excelentes caballos.
Herodes observó un momento con mirada feroz al encogido Boarges, y luego se inclinó, agarró por el pelo al hombre arrodillado a sus pies levantándole la cabeza.
—Has ocultado algo... Habla pronto si no quiere morir de la muerte más dolorosa. ¿Qué ocurrió allí en Belén? ¿Por qué no volvieron aquí?
—Señor... Señor... —gemía el espía—. He dicho la verdad. Desaparecieron en la noche. No sé por qué no volvieron aquí...
—¿Y qué hicieron ayer? ¿Con quién hablaron? ¿A quién vieron? ¡Habla! Tenías orden de vigilarles continuamente.
—No les he quitado la vista de encima ni por un momento, señor.
—¿Entonces qué hicieron?
—Lo diré... lo diré todo... Pasaron casi todo el día en un prado delante del pueblo... No se metieron entre las casas, ni hablaron con nadie... Solo se fueron cuando oscureció... Caminaron como si supieran a dónde iban. No al pueblo. Fueron a un campo fuera del pueblo. Allí hay una gruta entre las rocas, y alguien vive en esa gruta...
—¿Quién es?
—Lo supe más tarde en el pueblo... Uno de los hijos del jefe de la estirpe; del que murió hace cosa de un año... Sus hermanos le echaron del pueblo... Dicen que no querían tener que ver con él. Dicen que es un hombre malo... Pero él volvió...
—¿Y los otros fueron a verle?
—Fueron a su casa, señor. Encontraron la gruta solos... Nadie les guió... No pude entrar con ellos... No podía dejarme ver, señor...
—¿Qué hiciste?
—Cuando estuvieron dentro, me arrastré hasta allí... Miré... Dentro había un hombre, una mujer y un Niño. Esos hombres se arrodillaron delante del Niño. No pude ver nada más, porque también había un perro y este perro me descubrió... Tuve que escapar. Si no hubiera huido, sus criados me habrían apresado y dado muerte... Estaban cerca... llevaban unos puñales muy grandes... Me habrían matado con toda seguridad... Oh señor, piedad...
Herodes soltó el pelo del hombre y el espía cayó en el charco con un gran chapoteo. Los ojos febriles del rey recorrieron la estancia. Movía las mandíbulas como si masticara algo con esfuerzo. No decía nada, pero ese silencio suyo parecía extrañamente temible. Bajito, con voz ahogada lanzó:
— ¡Que entren todos!
Toda la corte real reunida en la habitación contigua entró atropelladamente. Todos estaban enterados del suceso y todos temblaban atemorizados. Por el aspecto de Herodes que estaba ante ellos, desnudo, con el rostro demudado, comprendieron que el rey era presa de una ira furiosa, una de esas furias espantosas, que se apoderaban últimamente de él. En tales momentos, Herodes arreglaba todas sus cuentas pendientes, por eso, todo el que tenía algo sobre la conciencia temblaba y se ocultaba detrás de los demás. Con la misma voz neutra, ahogada, ordenó:
—¡Eurycles!
El miedo de los cortesanos sobrepasó todos los límites. Este espartano era el comandante de las tropas mercenarias, muy bien pagadas por el rey y empleadas para cumplir las órdenes más crueles. Se sabía que Eurycles había estrangulado personalmente a los dos hijos del rey. Era claro que, si Herodes le hacía llamar, algunos iban a perder la vida.
Mientras esperaba la llegada del griego, Herodes permanecía de pie con las piernas muy abiertas. Fruncido el ceño, la nariz con las aletas vibrantes tensa como un arco, la boca entreabierta dejando ver cómo los dientes negros rechinaban como los engranajes de una máquina. La respiración del rey se hizo sibilante.
Eurycles se presentó en compañía de dos centuriones.
—Te saludo, oh rey —no hincó la rodilla en tierra ante Herodes, pero le hizo el saludo de ordenanza levantando el brazo—. Espero tus órdenes.
—Escucha —Herodes extendió la mano y la puso sobre la coraza del griego en la que se veía, a pesar de que esto escandalizara a los Judíos, el rostro contraído de una mujer con serpientes en lugar de pelo—. Mandarás inmediatamente un centenar de hombres a Belén. Allí se oculta el Niño. Este —le dio un puntapié al espía tendido— te mostrará el sitio. ¡Que maten al Niño y traigan aquí su cuerpo! Pero antes de que vayan a hacerlo, que rodeen el pueblo. No pueden dejar salir a nadie. Esa familia infame tenía escondido al Pequeño y conspiraba con los Partos. Podrían intentar esconderlo de nuevo. Por lo tanto, para más seguridad, pasa a cuchillo a todos los chicos ¿Cuántos años tenía ese Niño? —volvió a darle un puntapié al espía.
—Un año, señor... Tal vez más...
—Entonces todos los chicos hasta de dos años. Esto concuerda. Ellos contaban que vieron la estrella en esa época. ¡A todos! ¡Que no escape ninguno! ¡Que la estirpe pague por la traición! ¡Canallas! Los he dejado en paz porque fingían ser unos apacibles ani-ha'arez. Pero ellos estaban conspirando... Tienen que ser castigados. ¡A todos los chicos! ¿Comprendes?
—Se hará como has mandado, rey —aseguró el griego—. Lo vigilaré yo mismo.
—¡No! Manda a los tuyos. Tú te quedarás aquí. Te voy a necesitar —la mirada salvaje del rey recorrió el semicírculo de los cortesanos—. Todo estaba combinado —enumeraba despacio y cruelmente—: la conspiración de mi hijo, la llegada de los Partos, este Niño... Ahora todo está muy claro... No faltaron en mi palacio los que participaron en la conjura. Lo sabía, pero esperaba... Observaba cómo iban a comportarse... Querían intentarlo de nuevo... Engañarme otra vez...
De repente extendió la mano y señalando a Boarges chilló:
—¡A la tortura con él!
—¡Oh señor! —el eunuco obeso se echó a los pies del rey—.¡Yo no! ¡Yo-no! Diré quién...
— ¡A la tortura! Tiene que decir todo lo que sabe. ¡Coged a éste también! ¡Y a éste! ¡Y a éste!...
El dedo ennegrecido se extendía una y otra vez hacia el grupo de cortesanos. Quien era señalado se postraba en tierra y gimiendo imploraba piedad. Pero ya se precipitaban los soldados sobre él y lo sacaban a rastras de la sala. Los que no habían sido señalados permanecían rígidos, con la mirada vidriosa, sin atreverse a mirar al rey a los ojos ni tampoco volver la cabeza.
—Y éste...
Al principio el dedo salía impulsado rápidamente, como la lengua de la boca de una víbora. Ahora se movía cada vez más despacio. Herodes parecía satisfecho del espanto que descubría en los ojos de sus cortesanos. Sopesaba, maduraba su decisión. Observaba con detenimiento el rostro de la persona antes de señalarla con el dedo.
Ahora miraba a los dos efebos que tenía a su lado cuando estaba en la cubeta. El mayor tenía una flauta en la mano con la que había tocado para el rey. Era un muchacho de una extraordinaria belleza. Se llamaba Carus. Era hijo de una esclava siria. El rey lo vio un día y se lo quitó a su madre. Lo convirtió en el primero del harén de sus muchachos.
No le importaba que él mismo pudiera haber sido el padre de Carus. Estaba orgulloso de la belleza de este efebo. Presumía con él. No le importaban los informes que los espías le habían pasado de que el muchacho aceptaba regalos de Boarges, de cuyos lazos con Antípatro y Ferorás estaba enterado por Salomé. Pero en este momento la ira le imponía el olvido de toda consideración. Sentía que todos le odiaban y él los odiaba a todos. No se fiaba de nadie. Observaba la cara del muchacho. Pero Carus se sonreía sin sospechar siquiera el peligro. Estaba convencido de que el rey enfermo necesitaría siempre de sus caricias. Esta autoconfianza fue causa de un efecto inesperado: el dedo afilado de Herodes se disparó hacia el chico cual punta de una flecha en vuelo.
—¡Y éste...! —gritó.
JAN DOBRACZYNSKI