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La paz, don de Dios
La paz es un don divino; siempre y en todas las religiones se han elevado rogativas a la divinidad para que otorgara este bien. Y, al repasar la Historia, fácilmente se comprende que la paz se queda en una mera utopía, si la hacemos depender de nuestra conducta y de nuestras fuerzas. Cuando no se permite la intervención de Dios, no se alcanza ni personal ni socialmente la verdadera «relativa» paz que se puede gozar en este mundo, preparatoria de la que se nos reserva en el «más allá», cuando el Señor, por su misericordia, nos introducirá en su eterno reposo.
Todo esto nos consta por la revelación divina. Pero Jesús no se ha limitado a decirnos dónde podemos encontrar el descanso y cómo; ya ahora nos concede participar de su paz con su Filiación divina, que nos ha ganado con su sacrificio redentor, identificándose con la voluntad de su Padre. Nos la entregó -en los Apóstoles- la última noche antes de morir en la Cruz, cuando señaló: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). Y en la línea de la explicación de san Agustín, podemos entender en estas palabras que el Señor nos deja la paz, porque permanece con nosotros en el mundo -sobre todo, en la Eucaristía- pues «Él es nuestra paz» (Ef 2, 14). Permanece con nosotros, como paz nuestra, para fortalecernos en la pelea contra los enemigos y dificultades interiores y exteriores; y nos da su paz, porque ya nos ofrece su amistad, de la que gozaremos plenamente en la gloria, cuando Dios mismo «enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni fatiga, porque todo lo anterior ya pasó» (Ap 21, 4) (San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 77).
La paz de su victoria en la Cruz, nos la transmitió al resucitar. Así saludó a los Apóstoles al aparecerse a ellos: «La paz sea con vosotros» (Jn 20, 21). Les anuncia la paz de su perdón incondicional a las flaquezas de los discípulos; la paz de su gracia y de su amistad, que supera toda distancia y toda distinción, pues Él la concede sin acepción alguna de personas; la paz de su amor de Hijo, que nos llega a través de ese hacerse presente, en la Eucaristía, sacrificio de la paz y de la liberación del pecado.
También nos ha entregado la paz del Paráclito, cuando manifestó aquel mismo día a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos» (Jn 20, 22-23); paz del consuelo que, desde entonces, ha acompañado siempre a los discípulos del Maestro en medio de tantas aflicciones y dificultades.
Hijos del Dios de la paz
El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo es el Dios de la paz. Para evitar malentendidos y equívocos, Jesús lo predicó desde el primer momento, en la séptima bienaventuranza:
«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). Con los Padres de la Iglesia, también nosotros nos podemos preguntar qué relación existe entre la paz y la filiación divina. Ellos nos ofrecen dos tipos de respuesta.
San Cromacio de Aquileya la explica así: «Grande es la dignidad de cuantos se afanan por la paz, pues son considerados hijos de Dios. Es un bien seguro restablecer la paz entre hermanos que se llaman a juicio por cuestiones de interés, de vanagloria o de rivalidad. Pero esto no merece más que una modesta recompensa (...). Hemos de darnos cuenta de que existe una obra de paz de mejor calidad y más sublime: me refiero a la que, mediante una asidua enseñanza, lleva la paz a los paganos, enemigos de Dios; la que corrige a los pecadores y, mediante la penitencia, los reconcilia con Dios (...). Tales obradores de paz no son sólo bienaventurados, sino bien dignos de ser llamados hijos de Dios. Por haber imitado al mismo Hijo de Dios, Cristo, al que el Apóstol llama "nuestra paz y nuestra reconciliación" (Ef 2, 14-16; 2 Cor 5, 18-19), se les concede participar de su nombre» (Sermón 41). San Juan Crisóstomo también considera que es lógico y justo llamar hijos de Dios a cuantos no sólo procuran la amistad de sus hermanos, sino que también se esfuerzan por convocar los enemistados a la paz entre sí, pues así actuó el Unigénito cuando vino a esta tierra: unir lo que estaba separado, congregarlo disperso (Homilías sobre el Evangelio de San M ateo, 15).
Esta primera explicación considera a los pacíficos en su actividad exterior: son hijos de Dios porque trabajan por la paz, siembran la paz, como hizo sobre esta tierra el Hijo de Dios encarnado.
San Agustín sigue otra línea: en paz está lo que no repugna a la Voluntad de Dios; por eso, son llamados hijos de Dios aquellos que quieren siempre lo que quiere Dios, sin resistir a su Voluntad (Sobre el sermón de la montaña, lib. I, 2). Esta explicación pone de relieve que la plena identificación con la Voluntad de Dios, que causa la paz del cristiano, avanza íntimamente relacionada con su participación en la Filiación divina de Jesús. La conducta filial de Cristo se manifestaba en obras de obediencia y unión a Dios Padre. La relación filial de Jesús con su Padre contenía una relación de constante referencia, de mutuo mirarse unificante, que se reflejaba en todo su comportamiento. La voluntad de su Padre le movía en todo momento y motivaba radicalmente sus acciones: «Mi juicio es justo porque no busco mi voluntad, sino la Voluntad del que me ha enviado» Un 5, 30).
Esta segunda respuesta pone de relieve que los hijos de Dios son pacíficos porque obedecen a su Padre, se identifican con lo que Él quiere; saben que «todo concurre al bien de los que le aman» (Rin 8, 28); por eso, todo cuanto sucede les sirve para acrecentar su amor a Dios y a los demás por Dios; y lo desean, precisamente porque a eso apunta la Voluntad divina.
Las dos respuestas son conciliables; resaltan aspectos complementarios porque, efectivamente, el cristiano tiene paz cuando trabaja por la paz, pues desempeña su labor pensando en Dios y en los demás; por eso mismo, puede recibir la paz y darla a otros. Su descanso espiritual, su estar en armonía con Dios, le convierte en sembrador de paz.
Vivir la paz y sembrar la paz: así cabe resumir la vida de un buen hijo de Dios. Se muestran como hijos de Dios los que imitan a su Padre, el Dios de la paz, fuente eterna de infinita paz; se conforman con Cristo, el príncipe de la paz; y acogen al Espíritu Santo, vínculo de unión y de paz. Viven y transmiten una paz que crece junto a su regeneración espiritual, a su intimidad con la Santísima Trinidad; y la recuperan -cuando la han perdido- acudiendo al sacramento de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia. Esta paz aumenta en sus almas y la difunden a su alrededor en la medida en que se identifican con Jesucristo realmente presente en la Eucaristía.
JAVIER ECHEVARRÍA