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VALOR CRISTIANO DEL PUDOR
—Bien. Parece bastante claro que todo lo dicho hasta aquí vale y puede entenderlo cual¬quier persona. Pero el pudor ¿reviste especial valor para el cristiano?
—Indudablemente. El cristiano vive y sabe más. Sabe lo que otros ignoran: que su cuerpo es miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Es muy lógico, por tanto, que un cristiano, una mujer cristiana, ponga especial empeño en defender la nobleza y santidad de su cuerpo: no vaya a ser profanado. Una negli¬gencia en este punto sería difícil de excusar. Los templos han de estar limpios y cuidados hasta en los rincones más ocultos a la mirada humana, porque son templos hechos para Dios antes que para los hombres. Y Dios todo lo ve y está en todas partes. El templo por excelencia es la Virgen Inmaculada. Ella es, por tanto, el ejemplo de cómo tratar al cuerpo.
«Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» dice San Pablo. Glorificar a Dios es manifestar de algún modo la perfección divina. Glorificar a Dios en el propio cuerpo es, por tanto, tratarlo de tal modo que refleje lo más perfectamente posible la sublime e infinita belleza increada que es Dios. El arreglo personal, la dignidad en el vestir, son, pues, exigencias morales del hombre y de la mujer, cada uno a su manera y de acuerdo con las circunstancias. Respecto al arreglo personal, les dice a las mujeres Monseñor Escrivá de Balaguer: «Si otro sacerdote os dijera lo contrario, pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona que ha de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar no sólo la vida interior, sino —precisamente por eso— el cui¬dado para estar presentable: aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la edad y con las circunstancias. Suelo decir, en-broma, que las fachadas, cuanto más envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un consejo sacerdotal. Un viejo refrán castellano dice que la mujer compuesta saca al hombre, de otra puerta».
No hay que olvidar; sin embargo, que la belleza más bella es la que emana de lo hondo del alma que ama a Dios. Y es ésta una belleza que se difunde, y aun suple la que pueda faltar al cuerpo que no en vano dice el clásico' que «las gracias del alma son alma de las del cuerpo». De ahí el encanto sublime, insuperable de la Virgen Inmaculada, llena de gracia. Su belleza encanta a los mismos ángeles, e incluso al mismo Dios, que «todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza».
—Entonces, ¿puede decirse que la elegancia presupone el pudor?
—En efecto. Cuando se quiebran las leyes del pudor, el vestido no hace más que centrar la atención en lo menos original del cuerpo humano —que es también lo menos personal—, y entonces es simplemente una estupidez hablar de elegancia, o de personalidad, o de relaciones típicamente personales. Puede haber pudor sin elegancia, pero no cabe la elegancia allí donde el pudor está ausente.
Siempre, y en todo momento es necesario mantenerse en una cierta elegancia; hemos de custodiar siempre la dignidad que nos corresponde como hijos de Dios: «Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres!
»Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza!
»Y tú... ¿no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre-Dios?»
En todo lugar y en todo momento, aunque sea a cuarenta grados a la sombra, es menester guardar el pudor y la elegancia de maneras; porque el alma no se puede guardar en una percha del armario, y el cuerpo —lugar de ex¬presión del alma— sigue siendo templo de Dios. Además, los hábitos que forjan el pudor y la modestia facilitan de tal modo las cosas que, con la espontaneidad de la persona educada —que es la buena espontaneidad, la esponta¬neidad racional—, quedan siempre patentes.
ANTONIO OROZCO