Página inicio

-

Agenda

8 agosto 2026

MARIA. OTRAS VIRTUDES QUE SE APRENDEN AL MIRAR A MARIA: LA HUMILDAD

LA HUMILDAD

La humildad verdadera es la que sabe que sin Dios somos nada y que con El lo podemos todo. Tan malo es creerse «algo», como no pensar en que con Dios todo es posible.
Consideremos ahora, a la luz de la conducta de la Virgen, la primera faceta de la humildad. Ella acaba de escuchar que está llena de gracia, ha recibido la noticia de que va a ser —es ya— la Madre de Dios. ¿Y qué hace, qué dice?: «He aquí la esclava del Señor.» Esto es formi¬dable. No sale de su habitación gritando: ¡se me ha aparecido un ángel! ¡Soy la Madre de Dios! ¡Soy la Llena de Gracia! ¡Acercaos, venid todos a contemplarme! ¡Mirad a la más excelsa de las criaturas, la más inteligente, la Reina de todo lo creado! ¡Postraos ante mí! No, todo eso se impondrá por sí mismo, por la fuerza de los hechos. Ella sólo en la intimidad de la casa de Zacarías dirá a Isabel —cantará con ella—: «Mi alma magnifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes el que es Todo¬poderoso...». La Virgen refiere todo su valer al poder de Dios. Ella, más que San Pablo, sabía: «por la gracia de Dios soy lo que soy». Es la negación de la autosuficiencia, y la afirmación de la humildad plena.
Cuando Dios se disponía a crear al hombre, se miró a Sí mismo y tomó arcilla —barro— de la tierra. En su quehacer semejaba Yavé al alfarero. Tanto que, con lenguaje técnico dice el texto sagrado: Wayyser, esto es, formó, modeló: lo que hace el alfarero. Y por el mismo prodigio que la arcilla dócilmente obedece la mano del artista, así obedeció la materia ele¬gida al designio de Yavé.
Es fama que Miguel Ángel, al concluir su obra cumbre, exclamó: « ¡Habla! » Pero el Moisés no respondió. Yavé, en cambio, sopló, inspiró en el rostro formado del barro un aliento de vida —como un chispazo desprendido de su Esencia creadora— y resultó el barro ser animado, imagen de Dios, que se llamó Hombre.
Todas las cosas están como suspendidas entre Dios y la nada; sostenidas por Dios sobre la nada. Y si esto puede producir por un mo¬mento un vértigo inquietante, al «mirar» ese fondo —la nada— sobre el que estamos; si nos llega a producir pánico, e inseguridad, esto es sólo una impresión transitoria. La filosofía existencial ha tenido una intuición profunda: la de esa nada de la que estamos hechos y sobre la que existimos. Pero se ha detenido a medio camino; ha mirado sólo abajo y se ha abocado lógicamente al vértigo, a la náusea, a la angustia, al absurdo. Si hubiera levantado la mirada hacia arriba, habría visto a Dios sosteniéndonos con mano amorosa.
Porque si viniendo de la nada somos «algo», es que somos obra Del Que Es. Y si lo pensamos bien, esto es formidable. Porque si Dios —Bondad suma— nos crea y nos sostiene, es porque tiene buenos proyectos sobre nosotros; es que tiene planes estupendos. Quiere decir que nuestra vida no está abocada a la nada, sino orientada a la plenitud.
Y sabemos —porque así nos lo ha revelado Dios— que nos quiere eternamente dichosos, inmensamente felices, participando para siempre de su sabiduría infinita y de su Amor inmenso.
Pero, para alcanzar ese fin grandioso que es la eterna felicidad sin sombras, es preciso no olvidar nuestro origen (Dios y la nada). No somos autosuficientes, no somos autónomos: «Nuestra suficiencia viene de Dios». «La más profunda verdad del mundo y del hombre indica su pertenencia a Dios como Creador y Redentor». Somos criaturas de Dios. Sólo comprendiendo bien esto se da un paso de gigante en el conocimiento de la realidad, de nuestra propia realidad. Y sin ese conocimiento nada sabemos.
Tú eres inteligente, sabio, poderoso, simpático. ¿Qué más? ¿Te envaneces por ello? «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» Y dice también San Pablo: «Si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo». ¿Qué es lo que a ti te engaña: tu inteligencia, tu voluntad, tus ojos, tus manos, acaso tu «sensibilidad» de artista? ¿Qué? Todo eso es de Dios, en el que vivimos, nos movemos y somos. «Yo no sería —exclama San Agustín—, Dios mío, no sería en absoluto, si no fueses en mí. O mejor, no sería si no fuese en ti, ex quo omnia, per quem omnia, in quo omnia» La consecuencia es la de San Pablo: «Ninguno de nosotros vive para sí, ni nadie muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, para el Señor morimos; porque así en la vida como en la muerte somos del Señor».
Todo lo bueno que acontece en nosotros, to¬do lo que hacemos bien es, ante todo, obra de Dios, «que obra todas las cosas en todos»; «pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito».
«Es cierto —explica San Agustín— que nosotros queremos cuando queremos; pero Aquel del cual se ha dicho es preparada la voluntad por el Señor, hace que nosotros queramos el bien (...). Cierto es también que nosotros obramos cuando de hecho obramos; pero Aquel que ha dicho: 'Haré que caminéis en mis preceptos y que observéis y cumpláis mis man¬damientos', hace que hagamos, dando fuerzas eficacísimas a nuestra voluntad». Ni tan sólo podemos decir, con sentido, que «Jesús es el Señor» si no es «en el Espíritu Santo». Tanta es nuestra indigencia, y tanto lo que Dios pone en nosotros. «Hay que saber —dice San Gregorio— que sólo el mal nos corresponde en (exclusiva) propiedad. El bien, por el contrario, es nuestro, pero también del Dios omnipotente que, por las inspiraciones interiores, nos previene a fin de hacernos querer, y que a continuación acude en nuestro auxilio para que no queramos en vano, sino que podamos realizar lo que queremos. La gracia previene, la buena voluntad sigue y de este modo lo que es un don de Dios omnipotente pasa a hacerse nuestro mérito propio». Y San Anselmo exclama sabiamente: «Todos nuestros bienes son tus do¬nes. No podemos servirte y agradarte más que si tú nos lo das».
No hay, pues, ni el más mínimo motivo de orgullo o de vanagloria, a no ser el orgullo santo de sabernos criaturas e hijos de Dios. El lugar que en justicia nos corresponde es el de los siervos de Dios. Pero ocurre que Dios es tan inmensamente generoso que, cuando sabemos colocarnos en nuestro sitio con alegría, nos dice: ascende superius, ¡sube más arriba!, que ya no te llamaré siervo, sino amigo. Más aún: «Tú eres mi hijo».
La Esclava del Señor es hoy Reina del Universo. Quien se humilla será exaltado. Que sepamos ponernos al servicio de Dios sin condiciones y seremos elevados a una altura increíble; participaremos en la vida íntima de Dios, ¡seremos como dioses!, pero por el camino reglamentario: el de la humildad y la docilidad al querer de nuestro Dios y Señor.
ANTONIO OROZCO