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Unidad de vida: una Misa de 24 horas
Para que los hijos de Dios se empeñaran efectivamente en trabajar como El y unidos a Él, el Hijo de Dios se quedó entre nosotros. Considerábamos antes que Jesús en la Eucaristía instruye al hombre sobre cómo amar a Dios y a los demás, sobre cómo sacrificarse por ellos y servirles; ahora comprendemos que la Comunión frecuente y el recurso al Señor en el Sagrario también orienta y ayuda a trabajar como Jesús: convertir la tarea profesional en un servicio de amor, un sacrificio dirigido a la salvación de las almas.
El defecto de no saber amar con el trabajo se origina por el vicio de atender a lo intramundano, excluyendo lo trascendente; por encorvarse hacia las cosas de la tierra, sin elevar la mirada al cielo. El trato asiduo y confiado con Jesús en la Eucaristía se nos revela como el gran remedio para no desear sólo el pan del suelo, para no trabajar sólo con miras temporales. Se prescinde del alimento material cuando uno se sacia; pero el alimento eucarístico sacia sin saciar: quien come y bebe el Cuerpo y la Sangre del Señor, siente que aumenta su hambre y su sed: «Los que comen de mí aún tendrán más hambre, y los que de mí beben, aún sentirán más sed» (Sir 24, 29). La experiencia interior del pan divino, que produce el Espíritu Santo -fruto de la Cruz y de la Eucaristía- en el cristiano, lo introduce progresivamente en un vértigo de amor al Señor. Un vértigo suave, no violento, que se insinúa con la fuerza irresistible y amable de Dios. El alma, alimentada con esa Carne gloriosa y embriagada por esa Sangre triunfante, empieza a girar en la órbita de los deseos divinos, siente sed de amor de Dios, sed de almas como Cristo en la Cruz, y busca su compañía.
Otro obstáculo, ya apuntado, que impide amar con el trabajo, es el miedo al dolor, el rechazo del sacrificio. Cuando cede a ese enemigo, la persona busca en su ocupación profesional la solución menos exigente, aunque sea menos eficaz o queden sin resolver algunos aspectos; se afana en disminuir sus obligaciones, recurriendo, si es el caso, a hermenéuticas seductivas; descarga en otros lo que a él le compete, llegando incluso a acusarles injustamente porque un ataque -piensa- se demuestra siempre la mejor defensa. Todo su esfuerzo se orienta no a trabajar bien y lo mejor posible, sino a defender su comodidad, su pequeño prestigio, su componenda laboral. Qué alegría, en cambio, cuando se afrontan las dificultades sin temor, cuando se emprenden batallas grandes y arduas, porque se ama a Dios y se desea servir, por amor, a los demás.
En la participación frecuente y piadosa en el Sacrificio de la Misa, al identificarnos con la entrega de Cristo, se nos concede la gracia de querer y de inmolarnos para salvar a las almas y glorificar al Padre celestial (cfr. Mt 5, 16). Nos facilita el esfuerzo por ser diligentes y premurosos en el trabajo, atentos, cuidadosos y obedientes. Como observa san Agustín, nos hallaremos en condiciones de donar de lo que recibamos: si comemos de la mesa de los fuertes, esto es, del cuerpo y de la sangre del que dio su vida por sus amigos, también nosotros podremos dar nuestra vida por nuestro Señor, por nuestros hermanos, como hicieron los mártires (Sermón 84, 1-2).
El cristiano que actúa así, sabe repetir con Cristo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros»; y lo pronuncia con su Señor, no sólo de boca sino con las obras, pues lo traduce en hechos concretos que están a su alcance en la vida cotidiana, sin esperar ocasiones extraordinarias. Son obras que quizá pasen inadvertidas a quien no vigila: ese entregarse con El a los demás en el trabajo; la determinación de superar el propio cansancio para ayudar a los demás en su labor; el afán de cuidar del prójimo, que es en primer lugar -junto con los parientes y amigos más íntimos- cada uno de los colegas con los que trata diariamente; o bien dejarse « complicar» la vida, para descomplicar los enredos que el trabajo mal hecho ha introducido en las vidas de otros. Con la fuerza de la gracia que procede de la Misa, el cristiano imita a Jesús también en lo de parecer pan: se deja comer, triturar, llevar de aquí para allá -según la disponibilidad que sus obligaciones le consienten-, para socorrer la necesidad material y espiritual de otras personas.
Y comprende, por decirlo con palabras de san Josemaría, que «el trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas. Entre las indicaciones, que San Pablo hace a los de Éfeso, sobre cómo debe manifestarse el cambio que ha supuesto en ellos su conversión, su llamada al cristianismo, encontramos ésta: el que hurtaba, no hurte ya, antes bien trabaje, ocupándose con sus manos en alguna tarea honesta, para tener con qué ayudar a quien tiene necesidad (Ef 4, 28).
Los hombres tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo, con las iniciativas que se promuevan a partir de esa tarea, en vuestras conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto apostólico (...).
»En vuestra ocupación profesional, ordinaria y corriente, encontraréis la materia -real, consistente, valiosa- para realizar toda la vida cristiana, para actualizar la gracia que nos viene de Cristo» (Es Cristo que pasa, n. 49).
El trabajo se revela entonces como otro modo y otro medio de anunciar a Cristo, de llevar a los hombres el pan del cielo mientras se gastan por conseguir el pan de la tierra. Y el discípulo del Maestro entiende, con nuevas razones, que no puede ir sólo tras de sí: su labor profesional no ha de quedar empequeñecida en las estrechas miras de un provecho temporal; sino abierta a favorecer fruto sobrenatural de almas. No basta siquiera que su tarea le ayude a él personalmente a tratar a Dios, a unirse al sacrificio de Cristo; si de veras ofrece su trabajo a Dios en el Sacrificio eucarístico, la gracia le iluminará para comprender que sus colegas no son seres extraños con los que mantiene una relación externa y superficial; los mira como a sus hermanos, como personas con las que entabla una amistad sincera y leal, que se desarrolla más o menos, según las posibilidades de cada uno.
La Eucaristía nos habla del Señor del Cielo, inerme en el altar y en el tabernáculo por amor nuestro; nos enseña a ser amigos de verdad, no de una o de dos personas, no de quienes nos resultan simpáticos y afines por motivos de paisanaje, cultura, aficiones, carácter; sino de todos los que encontramos de manera habitual en el camino de su vida, en la medida que también ellos lo permiten, pues la amistad requiere reciprocidad. En la Eucaristía, Jesús nos muestra que la amistad está compuesta de momentos gozosos de comunicación alegre, y también de gestos de sacrificio, de compañía silenciosa, de comprensión callada.
Jesús es siempre Modelo y Maestro. En la Eucaristía nos recuerda y ayuda a no separar la búsqueda de la santidad personal, del esfuerzo por colaborar con El en la santificación de los demás. Nos impulsa a realizar ambas cosas en la actividad cotidiana, sin esperar a tiempos especiales o a ocasiones extraordinarias; y nos invita a buscar una y otra en el trabajo de cada día. Incorporándolo a su sacrificio por medio de la Eucaristía, Jesús asocia al cristiano a su misma vida y le va concediendo el gozo y la gloria de rememorar en toda circunstancia la misión que el Padre señala a cada uno. El hijo de Dios vive entonces una «misa» que dura la entera jornada, como afirmó tantas veces san Josemaría: «Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados de una meditación, 19-III-1968).
JAVIER ECHEVARRÍA