Página inicio

-

Agenda

5 agosto 2026

JOSE. Los Magos buscan al Rey

Los Magos buscan al Rey

Los preciosos corceles persas con los que llegaron al reino de Herodes, después de haber descansado en las cuadras reales se comportaban con más aplomo, dando brincos y saltos por el camino pedregoso que corría a lo largo de la cima rocosa. En muy poco tiempo llegaron a la vista de una aldea situada en la falda del monte.
—Detengámonos —dijo Baltasar—. Belén, de la que nos habló el rey Herodes, está a la vista. Es cierto que no se merece el nombre de ciudad. ¿No os parece que antes de adentrarnos deberíamos una vez más pensar con calma sobre lo que vamos a hacer?
Asintieron con la cabeza y detuvieron sus monturas. Viajaban con poca impedimenta: iban acompañados de tres servidores solamente y con un animal de carga. Salieron del camino a un prado pequeño, a la sombra de un terebinto frondoso. Después de haberse apeado de los caballos se acomodaron en el suelo sobre una alfombra extendida por los sirvientes.
—Quiero empezar por ti, Gaspar —decía Baltasar—, por ser tú el primero en concebir la idea de esta expedición. Decías entonces que habías visto sobre el horizonte lejano una nueva estrella extraordinaria y, al calcular su recorrido, llegaste a la conclusión certera de que se había detenido sobre la tierra de los hebreos. Y sin embargo, cuando llegamos aquí, nos convencimos de que nadie había visto la estrella y nadie sabe nada del nacimiento milagroso. La ciudad hacia la que nos dirigieron es una aldea miserable. Di, ¿estás seguro de que tus cálculos son correctos?
El viejo mago contestó con calma, sin prisas:
—Estoy seguro de mis cálculos, hermanos. He pasado mi vida siguiendo las estrellas. Mis ojos se apagaron de tanto mirar al cielo. No veo el camino bajo mis pies. Pero el gran Ahura-Mazda me permite vislumbrar una estrella que estoy buscando en el cielo. He comprobado muchas veces mis cálculos y tengo la certeza de que son exactos. La estrella está por aquí, encima de nosotros.
Levantaron maquinalmente la cabeza. Pero en el cielo azul no se veían estrellas.
—¿Y has visto la estrella en el transcurso de nuestro viaje? —siguió preguntando Baltasar.
—La he visto todas las noches.
—¿Sin embargo no puedes determinar el sitio exacto?
—No lo pude hasta ahora. Pero estoy convencido de que en cuanto lleguemos al punto adecuado, la estrella confirmará que hemos llegado realmente a nuestra meta.
—Por lo tanto, para convencernos tenemos que esperar la noche. Reconozco que este pueblo no me inspira mucha confianza. En semejantes casas suelen vivir campesinos sencillos. Y ahora me dirijo a ti, Melchor. Recuérdanos otra vez lo que dicen los libos antiguos de Askwat-Ereta.
—Repito lo que cita el libro Vendidad: será un Saosh- yant de la estirpe del padre Zarathustra. Asegurará al bien la victoria definitiva sobre el mal y hará felices a todos los hombres. Incluso a los que han muerto...
—¿El libro no habla de su nacimiento?
—No dice nada que pudiera ayudarnos.
—Ahora dínos lo que sabes del mesías hebreo.
—Los Judíos esperan a alguien a quien llaman mesías. Dicen que será un Jefe que les asegurará el dominio sobre el mundo y todas las naciones. Pero algunos de sus libros narran cosas extrañas sobre este mesías, que contradicen las otras esperanzas. Dicen que será tranquilo, silencioso y bueno, que enseñará al mundo el amor, que vencerá al mal... Y que colmará con su gracia incluso a los muertos.
—¿Podría ser que nuestras esperanzas coincidieran con sus esperanzas?
—Así parece.
—Sin embargo, el que ha de ser el redentor del mundo entero no podría ser rey de Israel conquistador de otras naciones. Este pueblo, a pesar de su aspecto mísero, es la cuna de la estirpe real judía. Parece ser que el mesías ha de ser descendiente de la casa de David. ¿Quién será el que es¬peramos encontrar? ¿Hasta quién nos ha traído la estrella? ¿Hasta el mesías judío o hasta Askwat-Ereta? Os hago esta pregunta a ambos.
Aunque preguntaba a los dos, miró primero a Gaspar. El viejo mago estaba sentado con la cabeza apoyada contra el tronco del árbol. Sus ojos, que apenas veían —o quizás ya no veían nada terreno—, estaban fijos en el espacio como si buscara en algún sitio lejano una respuesta a sus pensa¬mientos.
—Si el eterno Ahura-Mazda —empezó con la voz ligeramente temblorosa— me concedió ver con mis ojos apagados la estrella, esto solo puede significar que quiso que la viera. No he visto una estrella semejante desde que miro al cielo. El mismo me la mostró. ¿Qué importancia tiene preguntar a quién buscamos, puesto que estamos en la pista de Aquel a quien se nos ha mandado encontrar?
—¿Y si Aquel que encontremos resulta ser el mesías hebreo, el jefe de Israel?
—Sea lo que sea, será Aquel que nos ha sido enviado. En cada profecía que ha de pasar por boca de los hombres se encierran, junto a la voluntad divina, unas aspiraciones humanas. Y ocurre que se cumple una y otras. Pero de modo distinto. La voluntad divina, conforme a la previsión del Altísimo. Los deseos humanos, purificados de toda avidez humana.
—Gaspar ha expresado lo que pienso yo también —dijo Melchor, que había permanecido callado hasta entonces.
—Estamos todos de acuerdo, porque yo también pienso lo mismo —dijo Baltasar—. No busquemos al que deseamos, busquemos al que nos mandó buscar el Altísimo...
—Tú lo has dicho —asintieron ambos.
—En tal caso, recemos para que el divino Ahura-Mazda quiera indicarnos si nos encontramos en el lugar donde nos mandó ir.
Se levantaron y se volvieron hacia el sol. Con los brazos en cruz repitieron durante mucho tiempo y con insistencia las palabras de los himnos.
Permanecieron en el prado hasta el crepúsculo. Por fin empezó a oscurecer. Unas nubecillas deshilachadas desfilaban en el cielo violáceo. El viento marino las empujaba hacia la pared rocosa que rodea al Mar de Asfalto, y más allá, hacia su patria, montañosa como el país donde se encontraban. Jirones grises de oscuridad se desprendían de las ramas, como murciélagos despertados.
De repente, Gaspar, que había estado sentado antes sin moverse como si estuviera dormido o profundamente inmerso en sus meditaciones, se sobresaltó y se reanimó. Se hubiera podido pensar que se había apoderado de él algún temor. Su cabeza giraba sobre su cuello delgado y sus ojos sin luz se movían inquietos. La delgada mano fue en busca del bastón y, al encontrarlo, el viejo mago se incorporó enérgicamente con su ayuda.
— ¡Mira! —Baltasar le dio con el codo a Melchor—. ¡Mira! Gaspar ha recuperado la vista...
El viento levantaba el traje largo y la ligera barba blanca del anciano. Dando golpes con su bastón para no perder el sendero, Gaspar salió al camino que les había traído desde Jerusalén. Baltasar y Melchor le seguían. La carretera estaba desierta. Los caminantes que por allí pasaban durante el día debían de haber llegado hacía mucho a su destino. Las fuertes ráfagas de viento se sucedían una tras otra trayendo el frescor del agua.
—Las estrellas se encienden... —susurró Baltasar.
Allá en lo alto, encima de ellos, se iluminó muy débilmente la primera. Enseguida aparecieron la segunda, la tercera, la cuarta...
Gaspar se había parado con la cabeza levantada como quien sigue el vuelo de las aves. Con los dedos entrecruzados levantó las manos hasta la frente. Su cara mostraba concentración y un terrible esfuerzo. Su respiración se alteró.
—Una estrella más —dijo Melchor.
—Allí las hay a montones —notó en voz baja Baltasar—. ¿Pero estará la nuestra entre ellas? Gaspar parece estar buscando. ¿Será que no la puede encontrar?
El viejo mago seguía parado en la carretera con la cabeza levantada, con los ojos fijos en el cielo que se hacía cada vez más claro por las estrellas que se iban encendiendo continuamente. Caían en el cielo a puñados, como joyas vertidas sobre un lienzo negro por la mano de un verdadero experto. Gaspar apretó sus dedos contra la frente, como sujetándola fuertemente con las manos. Se había levantado el viento, estallaba el rumor de hojas que recordaba el fragor de las avalanchas de cascajos por la falda de los montes. Su respiración se hacía cada vez más rápida y dolorosa.
—Nos hemos equivocado... —susurró Baltasar—. Nos han indicado un lugar falso...
—Esperemos un poco —contestó Melchor con el mismo susurro apagado.
Y de nuevo se prolongaban los momentos de espera acompasados pro las ráfagas de viento. El cielo estaba tan plagado de estrellas, que parecía imposible vislumbrar un nuevo astro entre esa multitud. Pero Gaspar retiró de repente sus manos de la frente. La expresión tensa que se reflejaba en su rostro desapareció. El cuerpo del viejo mago empezó a vibrar.
— ¡Está! —exclamó.
—¿La has visto? —preguntaron ambos.
—La veo. Está ahí. Brilla justo encima de mi cabeza. Indica aquella dirección —extendió la mano.
—No estás señalando el pueblo.
—Señalo la dirección que me marca la estrella —el viejo mago sacudió con decisión la mano extendida.
—¡Allí no hay ninguna casa!
—No obstante tenemos que ir allí...
—Vamos.
Con una palmada Baltasar llamó a los criados. Estaban cerca con los caballos preparados para partir. Pero ellos no montaron en sus corceles sino que echaron a andar a campo traviesa en la dirección indicada por Gaspar, que abría la marcha. La servidumbre con los caballos les seguía.
La oscuridad se hizo más intensa, pero la claridad argentina que se vertía desde arriba les facilitaba el descubrimiento de las sendas en el campo. No pudieron encontrar la estrella de Gaspar, pero seguían a su compañero plenamente confiados en su ciencia misteriosa. El viejo caminaba delante con el brazo extendido ante sí. El que necesitaba a menudo ser llevado para no tropezar en su camino, iba ahora seguro con extraordinaria rapidez.
—Nos lleva hacia las rocas —dijo de repente Baltasar; con su vista aguda había vislumbrado la pared desnuda.
—Sigo a la estrella —replicó Gaspar con decisión.
Caminaron un momento, hasta que finalmente vieron una roca escarpada. Cuando se detuvieron delante mismo de ella, vieron que tenía adosada una construcción parecida a una protuberancia. Formaba el cierre de una gruta invisible. En la construcción había una puerta cubierta por una estera tejida con cañas rígidas. La estera no llegaba hasta el suelo y dejaba ver por debajo una franja iluminada por una luz tenue. Dentro había probablemente un luego encendido.
Baltasar puso las manos sobre los hombros de sus compañeros.
—Deteneos —les dijo.
Se detuvieron. Gaspar preguntó:
—¿Por qué nos detenemos?
—Me asaltan unas dudas. ¿Qué significación tiene que un hombre, en cuya casa hemos de entrar, viva fuera del pueblo?
—¿Quizás sea muy pobre? —adelantó una suposición Melchor.
—¿Y no crees que puede haber sido expulsado del pueblo?
—Es posible...
—Sin embargo, la estrella se detiene aquí —dijo Gaspar—. Indica esta puerta.
—En este caso, detrás de esta puerta está Aquel a cuya casa se nos ordenó ir —decidió Melchor.
—Entonces tenemos que creer a la estrella. Creer significa aceptar lo que no han visto los ojos... —decía Baltasar— y puesto que es así, tenemos que aceptar desde ahora la verdad de lo que veremos. Antes de levantar esta cortina, tenemos que desprendernos de toda desazón y duda. Tenemos que aceptar sin más todo lo que nos espera... Sólo así se puede aceptar la llamada del Altísimo.
—Has dicho verdad —asintieron—. Este es el último momento de duda.
—¡Rechacémosla! —proseguía Baltasar—. Dentro de un instante veremos al Enviado. ¿Qué le ofrecemos? Yo quiero regalarle un collar de oro maravillosamente trabajado. Ya que ha de ser rey de reyes...
—Yo le regalaré incienso y un incensario, como procede para el gran Saoshyant del divino Ahura-Mazda —dijo Melchor.
—Y yo le regalaré mirra —habló por último Gaspar—. Nació como un hombre, y por lo tanto le espera la muerte. Vamos a arrodillarnos ante Aquel cuya estrella nos llamaba desde lejos...
Levantaron la cortina y entraron. Sobre el lecho estaba sentado el Niño con las piernas encogidas y la manita en la boca. Por encima de la mano, les miraban unos grandes ojos negros. La mujer que estaba cerca se abalanzó y agarró al Niño abrazándolo. Lo envolvió en sus brazos, como si quisiera protegerle de los desconocidos recién llegados. En el fondo, en un banco, trabajaba el varón. El también abandonó su trabajo, plantándose delante, cubriendo con su persona a su mujer y su Hijo. Pero ellos le dejaron atrás —y él no se atrevió a detenerlos— y seguían uno detrás de otro, llenos de dignidad, en sus trajes largos, con sus regalos en las manos. Se detuvieron ante la mujer con el Niño en brazos, se arrodillaron, le hicieron una profunda reverencia. Se hizo el silencio, roto por la risa del Niño. El Niño vio en las manos extendidas de Baltasar el collar de oro y extendió las manitas hacia él. Sacudió el collar, que centelleaba a la luz de la linterna. Se reía feliz como en un cuento de hadas.
JAN DOBRACZYNSKI