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27 agosto 2026

EUCARISTÍA. Descansar en Dios: abandonar en Él nuestras preocupaciones

Descansar en Dios: abandonar en Él nuestras preocupaciones

Jesucristo ha hablado mucho del descanso, y nada resulta más lógico, porque Él ha venido atraer paz a nuestra alma con su gracia, y salud definitiva a nuestro cuerpo en la resurrección final, de la que contemplamos el modelo y la causa en su resurrección gloriosa. Ha bajado a la tierra para librarnos de los fardos que nos pesan y de las preocupaciones que nos atenazan: los pecados, el miedo a la muerte, las asechanzas del demonio, la hinchazón de la soberbia, las punzadas de la envidia, los arrebatos de la ira; y también para despertar en nosotros tantos buenos deseos y la mucha capacidad que alberga nuestro corazón.
El Señor se refirió al descanso desde el primer instante de su predicación. San Lucas caracteriza el anuncio público comienzo de la buena nueva con ese tema. «Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado, y se levantó para leer. Entonces le entregaron el libro del profeta Isaías y, abriendo el libro, encontró el lugar donde estaba escrito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor". Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, y se sentó. Todos en la sinagoga tenían fijos en él los ojos. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 16-21). Jesús redime a los hombres del peso de una conciencia culpable, porque perdona nuestros pecados; porque nos libra de la esclavitud del príncipe de este mundo, pues vence al maligno y porque nos ayuda a entender la carga de la pobreza, al declararla bienaventurada. Suprime toda opresión y ofrece a todos un tiempo de paz y de descanso, un tiempo jubilar.
También san Mateo pone muy pronto este argumento en los labios del Maestro. El primero de los largos discursos que recoge en su Evangelio, se abre con las bienaventuranzas, en las que Jesús afronta todos los motivos de lamentación que amargan, o al menos nublan, la existencia de las personas: por una parte, la preocupación desordenada por la riqueza, por la alimentación y el vestido, por los conflictos con algunas personas; por otra, la preocupación general por la real consistencia de esta vida y la relación con los demás. Una y otra las resuelve el Señor, al denominar «feliz» la situación de quien es pobre de espíritu, de quien sufre persecución por la justicia, de quien es manso y casto, etc.
En el mismo discurso, como volviendo sobre esas realidades desde otro punto de vista, Jesús enseña a cuantos le oyen que no anden ansiosos tras la comida, el vestido o la casa; a todos nos exhorta a descansar en nuestro Padre que está en los cielos, a abandonar en su providencia apuros y preocupaciones, bien convencidos de que Él no se olvidará jamás de sus hijos ni los maltratará, tampoco en las cosas más materiales. Releamos, una vez más, sus palabras:
«No estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados» (Mt 6, 25-32).

Descanso y filiación divina: la enseñanza de Jesús
Al hablar del descanso auténtico, Jesús nos está enseñando a conducirnos como hijos de Dios. Lo mismo que un padre de la tierra se preocupa de la alimentación, del vestido, del desarrollo armónico de sus hijos, así Dios obra con nosotros; o, para expresarlo de modo más exacto, la paternidad en la tierra es un reflejo de la paternidad divina. Nos encontramos ante un aspecto de capital importancia para entender quién es nuestro Padre Dios y cómo nos trata. En grave error se caería al imaginarlo como un ser tremendo y lejano, que habita en el cielo infinito, desentendido de las criaturas que Él mismo ha puesto en la existencia. A pesar de que deseamos sinceramente comportarnos como cristianos, ese peligro nos ronda. «Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
»Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando» (Camino, n. 267).
Dios, que ha llamado a los hombres a la vida, continúa ocupándose de ellos, los sigue amorosamente, interviene constantemente para conducirlos al fin que se ha propuesto: acogerlos en la intimidad de su vida eterna, respetando su libertad y las otras características de su naturaleza, con que Él mismo ha decidido dotarles.
Las personas tendemos a resolver, exclusivamente por nuestra cuenta, los pequeños o grandes problemas diarios, si consideramos que su solución se halla a nuestro alcance. Nuestro sentido de responsabilidad -sin excluir quizá nuestro orgullo, nuestro deseo de afirmación personal- nos empuja a apretar los dientes y a esforzarnos para dejar todo bien resuelto; nos cuesta pedir ayuda a otros y sólo lo hacemos cuando no nos queda más remedio, alguna vez con vergüenza.
No recurramos a Dios sólo cuando la indigencia se demuestra demasiado grande: ante un peligro de muerte, en una enfermedad seria, cuando llega un verdadero descalabro económico, cuando sobreviene una catástrofe natural o un conflicto bélico. Acudamos al Padre celestial también en lo pequeño, en lo de cada día. Así, nuestras jornadas no se llenarán de preocupaciones y rencillas por cosas nimias, porque no estarán vacías de Dios, porque le habremos dejado entrar en nuestra existencia concreta y viviremos con Él nuestra aventura cotidiana: circunstancias todas que nos apuntan el modo de vivir como hijos suyos y de descansar en el Padre.
Un buen hijo trata con su padre de todo aquello que le preocupa a él y de todo aquello que interesa a su padre. Jesús nos invita a intercambiar con Dios las preocupaciones, porque así descansaremos: pasar de «estar encerrados en lo nuestro» (sepultados por las pequeñeces materiales y relacionales de cada día) a «estar en las cosas del Padre»; trocar la búsqueda de nuestra justificación, a toda costa y en todo lo que hacemos, por la búsqueda prioritaria del reino de Dios y de su justicia (cfr. Mt 6, 33). San Josemaría, basándose en su experiencia pastoral, empujaba a realizar ese trueque santo: «Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se transforman en desgraciadas e infecundas» (Es Cristo que pasa, n. 18).
JAVIER ECHEVARRÍA