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LA MEDITACIÓN
Como ya hemos tenido ocasión de decir, a partir del siglo XVI la meditación figura en la base de todos los métodos de oración presentados en Occidente. Es una práctica muy antigua, evidentemente, pues tiene sus raíces en la costumbre -constante en la Iglesia e incluso en la tradición judía que la precede- de la lectura espiritual e interiorizada de la Sagrada Escritura, que conduce a la oración, y que tiene uno de sus ejemplos más característicos en la «lectio divina» de los monasterios.
La meditación consiste, después de un tiempo de preparación más o menos largo y más o menos estructurado (ponemos en la presencia de Dios, invocar al Espíritu Santo, etc.), en tomar un texto de la Escritura o un pasaje de autor espiritual y leerlo lentamente; a continuación, hacer algunas «consideraciones» sobre él (intentar comprender lo que Dios nos dice a través de esas palabras, ver cómo aplicarlas a nuestra vida, etc.), consideraciones que deben iluminar nuestra inteligencia y alimentar nuestro amor de modo que de ellas broten afectos, propósitos, etc.
Esta lectura no tiene por objeto aumentar nuestros conocimientos intelectuales, sino fortalecer nuestro amor a Dios; por tanto; debe hacerse lentamente, sin avidez. Nos detenemos en un punto en particular, lo «rumiamos» mientras nos proporcione algún alimento para el alma, lo transforme en oración, en diálogo con Dios, en acción de gracias o de adoración. Luego, cuando hemos agotado ese punto determinado que es objeto de la meditación, pasamos al siguiente o continuamos leyendo el texto... Suele ser aconsejable acabar con un repaso a todo lo meditado dando gracias a Dios, pidiéndole ayuda para ponerlo en práctica, etc. Los libros que proporcionan temas y métodos de meditación son numerosos: para tener una idea de lo que se podría aconsejar en este terreno, conviene leer la hermosa carta del P. Libennann (fundador de los Spiritains) a su sobrino -citada en el penúltimo envío- y también los consejos de San Francisco de Sales en su Introducción a la Vida Devota.
La ventaja de la meditación es que nos da un método accesible para empezar, no demasiado difícil de poner en práctica. Nos evita el riesgo de pereza espiritual, pues llama a la actividad personal, a la reflexión, a la voluntad, etc.
La meditación también tiene sus riesgos, pues puede llegar a ser más un ejercicio de la inteligencia que del corazón; y llegar, en ocasiones, a estar más atentos a la que hacemos sobre Dios que ¡al mismo Dios! O también a empeñamos sutilmente en el trabajo propio del espíritu por el placer que encontramos en él.
La meditación presenta además el inconveniente de que, a veces muy pronto y a veces al cabo de cierto tiempo, ¡llega a ser sencillamente imposible! El alma ya no consigue meditar, ni leer, ni hacer consideraciones, como las que hemos descrito. Generalmente, esto es una buena señal. En efecto, esta aridez indica con frecuencia que el Señor desea hacer entrar al alma en una forma de oración más pobre, aunque más pasiva y más profunda. Como ya hemos explicado, es un paso indispensable, pues la meditación nos une a Dios a través de conceptos, de imágenes, de sensaciones, pero Dios está por encima de todo ello, y en un momento dado, es preciso abandonarlos para encontrar a Dios en él mismo, más pobremente pero más esencialmente. La enseñanza fundamental de san Juan de la. Cruz sobre la meditación no consiste tanto en dar consejos para meditar bien, como en incitar al alma a saber abandonarla sin inquietud cuando llega el momento, y a considerar la incapacidad para meditar como una ganancia y no como una pérdida.
Para terminar, digamos que la meditación es bue¬na, siempre que nos libre del apego al mundo, del pecado, de la tibieza, y que nos acerque a Dios. Hay que saber dejarla llegado el momento; momento que no nos corresponde decidir, por supuesto, pues es competencia de la Sabiduría divina. Añadiremos también que, incluso si no se practica la meditación como forma habitual de oración, a veces puede ser conveniente volver a ella, a la lectura y a las consideraciones, a una búsqueda más activa de Dios, si nos resulta útil para salir de cierta pereza o del rela¬jamiento que puede sobrevenimos. Por último, si no es -o ya no es- la base de nuestra oración, la meditación, en forma de lectio divina, debe ocupar un espacio en nuestra vida espiritual; es indispensable leer frecuentemente la Sagrada Escritura o libros espirituales para alimentar nuestra inteligencia y nuestro corazón con cosas de Dios, sabiendo interrumpirla de vez en cuando para «rezar» los puntos que nos afectan particularmente.
¿Qué pensar de la meditación como medio de oración hoy día? Por supuesto, no hay razones para excluida o desaconsejarla, siempre que sepamos evitar los escollos que hemos señalado y saquemos provecho de ella para adelantar. Sin embargo, es cierto que, a causa de la sensibilidad y del tipo de experiencia espiritual de hoy, muchas personas no se encuentran cómodas meditando y prefieren un modo de orar menos sistemático, pero más sencillo e inmediato.
JACQUES PHILIPPE