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Huida a Egipto
Levántate, toma al Niño.
Saltó bruscamente de la cama, como despertado por el ruido del trueno. La voz que oyó en sueños parecía estar suspendida en el aire; pero en el aposento, iluminado débilmente por una linterna, no había ningún extraño. En el otro lecho vio a Miriam dormida al lado del pequeño Jesús.
Se puso la mano en el pecho. El corazón le latía con violencia. Recogió sus pensamientos. Al acostarse estaba lleno de admiración. La visita de los viajeros de tierras lejanas le inundó de una alegría inconmensurable. Por fin —llegó a pensar— se acerca la hora de la gloria. Las dificultades de los últimos meses le habían cansado. Este año transcurrido había sido muy duro. La hostilidad de la familia no había desaparecido. Durante todo este tiempo, nadie les había visitado, nadie les había ayudado. El dinero recibido a cambio del anillo se había acabado, vivían únicamente gracias a la ayuda de los pastores. Muy pocas veces pudo hacer algún trabajo y sólo porque los encargos provenían de personas ajenas a la aldea. Vivían en la pobreza, casi en la miseria. Había renunciado al proyecto de quedarse en Belén. Les pasó por la cabeza irse a la montaña, a casa del sacerdote Zacarías y de su mujer. Pero cuando José empezó a preguntar por ellos, resultó que los dos ancianos habían muerto casi al mismo tiempo y que un familiar lejano se había he-cho cargo del hijo. Entonces decidieron volver a Nazareth. Allí estaba la hermana de Miriam, estaba Cleofás. La ciudad galilea les había dado pruebas de su benevolencia. Pero para emprender semejante viaje con el Niño necesitaban dinero.
La visita de los magos zanjó el asunto. El collar de oro regalado por Baltasar era muy valioso. Podían venderlo por partes y vivir con ello mucho tiempo.
—Ahora podremos regresar —le dijo a Miriam después de la visita de los magos, cuando se disponía a dormir—. El Altísimo nos ha ayudado.
—El siempre ayuda...
Sonriente, Miriam se inclinó sobre el Niño. El mismo —que balbuceaba en voz baja consigo mismo y levantaba los brazos hacia ella— era quien había puesto fin a sus pro¬blemas. Miriam no había proferido nunca ninguna palabra de queja por lo sucedido en Belén. José veía que compartía sus preocupaciones y sin embargo trataba de mitigar siempre su resentimiento hacia sus hermanos. Y pese a no mencionarlo nunca, se daba cuenta de que se sentía a gusto en el pueblo que los rechazaba. Notó también que la proximidad de Jerusalén le inspiraba una extraña desazón, imposible de explicar. Conocía mejor que él la ciudad santa, siempre se refería a ella con veneración y amor. Pero ahora sentía que estaba dispuesta a alejarse lo más posible de Jerusalén, como si este lugar amenazara a su Hijo con algún peligro.
Echado sobre su lecho, con las manos bajo la cabeza, con los ojos fijos en la bóveda baja de la gruta donde se reflejaba la luz indecisa de la linterna, recordaba lo ocurrido. La gloria cuya llegada estaba esperando se presentó junto con estos tres seres extraños, de largas vestiduras.
Era algo misterioso y sorprendente a la vez, ya que, los que habían rendido homenaje de pleitesía al Hijo de Miriam eran paganos de tierras lejanas, que profesaban otra fe. Los más cercanos no le habían recibido, los grandes de Israel no se habían enterado siquiera... ¡Le habían honrado únicamente unos pastores medio salvajes, dos ancianos piadosos y estos extranjeros!
El Niño iba creciendo, pronto iba a cumplir dos años y no obstante seguía siendo un niño como los demás. En vano, observando su desarrollo, buscaba señales de alguna maduración extraordinaria. El Pequeño empezaba a hablar y sus primeras palabras estaban llenas de equivocaciones que divertían a Su madre. Cuando estaban juntos, era cuando más felices estaban ambos. El Niño la llamaba, la seguía con los ojos, se reía feliz cuando aparecía. Cuando empezó a dar sus primeros pasos, corría entre risas alegres de las manos extendidas de Su madre a los brazos de José y a la inversa. Ahora ya andaba solo con mucho aplomo, sin temor extendía el brazo hacia el asno o agarraba con sus deditos el pelo recio del perro. Los animales se lo permitían todo. El perro no se separaba de Él. Le lamía la carita y las manitas. A menudo dormían acurrucados juntos. Si había algo que le diferenciaba de los demás niños, era solo Su gran amor para todos los seres vivientes que le rodeaban. Estos sabios de Oriente, se preguntaba, ¿pudieron ver algo más de lo que cualquier otra persona podría apreciar? Porque de hecho se hincaron de rodillas y rindieron homenaje al Niño, como si supieran de Su nacimiento milagroso. Yo lo sé, pensaba con pesar, y sin embargo sigo buscando algo más...
Lo que oyó entonces, en aquella noche, cuando quería huir cargando con toda la culpa, no se le había borrado de la memoria. El poder del Altísimo dispuso que Miriam diera a luz un Hijo y él fuera llamado para ser la sombra del Padre verdadero. Creía con firmeza que así era, que todo lo ocurrido no era ilusión. Había aceptado su papel de sombra. Amaba a Jesús, pero ante todo lo amaba por ser Hijo de Miriam. Seguía necesitando enterarse de quién era Aquel sobre el que ejercía la tutela paterna...
La voz que acababa de oír, hizo que se sentara en su lecho. Estaba seguro de que no estaba durmiendo, pero debía de haberse dormido ya que no había nadie en la gruta. La linterna apenas ardía —una pequeña luz temblorosa—.Fuera de ella todo desaparecía en la penumbra. Oía la respiración de los dormidos: la respiración de Miriam más profunda y la del Niño más rápida y ligera. En el fondo de la gruta, detrás de un tabique, estaba el asno. No se oían otros sonidos.
A pesar de todo, no se volvió a acostar. Puso los pies en el suelo frío. Las palabras que le pareció haber oído sonar a su lado completaban las palabras que le habían sido dichas en sueños. Tenía que haber estado durmiendo, porque recordaba haber visto un ser extraño envuelto en una especie de mantón de colores y con alas irisadas. Nunca había visto a alguien semejante. Como Judío observante de la Ley, solía cerrar los ojos ante las esculturas y pinturas que representaban figuras humanas. Sin embargo, le habían enseñado que antiguamente en la tapa del Arca de la Alianza había figuras de querubines. Aquel ser se parecía a uno de aquellos moradores del cielo. Lentamente extraía de su memoria el comienzo del discurso de aquel extraordinario ser: «el rey Herodes quiere matar al Niño. Tenéis que huir. Tenéis que ir al país de Cam, a la tierra de la que Moisés sacó un día al pueblo de Israel. Haced acopio de fuerza, os esperan dificultades y peligros. Despierta rápidamente a la madre, tomad al Niño. No tenéis tiempo. Tenéis que daros prisa. ¡Huid...!»
Se levantó, se acercó al lecho de Miriam.
—Miriam —díjole en voz baja, para no despertar a Jesús—, Miriam, despierta.
Abrió los ojos e inmediatamente le sonrió.
—¿Quieres algo, José? ¿Debe ser aún de noche?
—Es de noche. Pero tenía que despertarte. Miriam —susurraba—, he visto a alguien en sueños. Tenía que ser un ángel. Era un ángel...
—¿Y qué te dijo?
—Que huyamos inmediatamente a tierra de Egipto, por¬que Herodes quiere matar a Jesús...
Ella se incorporó en su lecho, se pasó la mano por los labios que empezaron a temblarle.
—¡Oh Adonai! —exclamó en voz baja. Pero inmediata¬mente se rehizo, volvió a ser ella misma: serena y decidida—. Vámonos inmediatamente.
—Pero Miriam, era un sueño. Los sueños sólo pueden ser sueños.
—Este sueño vino del Altísimo.
—¿Estás segura?
—Completamente segura.
—Si tú hubieses soñado con el ángel...
—Estoy segura precisamente porque eres tú quien lo ha visto. No yo, sino tú.
—Pero...
—Tú eres el tutor, el padre...
—¡Soy una sombra!
—Eres el padre. Él te ha sido dado a ti tanto como a mí. Soy mujer. Si yo hubiese visto al ángel en sueños, podría haber sido una imaginación. Pero si lo has visto tú... ¡Preparémonos rápidamente para marchar! Démonos prisa, José. ¡No podemos permitir que el peligro amenace a Jesús!
José empezó a recoger rápidamente las cosas que quería llevar. Inclinado sobre la bolsa de las herramientas suspiró diciendo:
—Cuando aparecieron esos extranjeros, pensé que había llegado el tiempo de la gloria...
Ella estaba también recogiendo rápidamente las cosas más necesarias. Se volvió un instante hacia José:
—Y yo también lo pensé un momento... ¿Pero te acuerdas, José, de las palabras de Simeón?
—Me acuerdo. Pero eso es imposible... ¡Él ha nacido para la gloria!
—Quizás quiere antes —le contestó ella— probar nuestra miseria humana.
JAN DOBRACZYNSKI