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1 agosto 2026

MARIA. MIRADAS, SONRISAS Y BESOS (3 de 3)

¿Has visto alguna vez un mar limpio y sosegado, bañado por el sol? Un mar así es siempre azul, invita a zambullirse en él y bucear. Así eran —así son— los ojos de Ana. Vive en un pueblecito cercano a Barcelona —se llega muy pronto ahora, con la. autopista—, que no tiene mar, pero está ella. Habita una casa antigua, que tiene un jardín cerrado por unos setos al¬tos, tupidos, donde juguetea con su hermana Marta. Ana tiene cuatro años y Marta dos más (Marta suele fruncir el ceño y mirar las cosas en profundidad, también con ojos claros). Hay en la casa unos pintores que trabajan limpiando la cara a las paredes; les dan un colorcillo más oscuro en las habitaciones luminosas, y de tonos más claros en las interiores. En la casa de Ana hay también un desván con muebles antiguos, cubiertos por el polvo del tiempo y del jardín: muchas sillas, un sofá, percheros y perchas, marcos, etc., que esperan una oportunidad de prestar mejores servicios. Ana y yo estábamos solos en el desván. Observé cómo cogía con sus manitas redondas un crucifijo. Ella trataba de ajustar el brazo —que bailaba en torno al clavo izquierdo—, con el hombro del Cristo. No podría asegurar si hablaba sólo para ella o también para mí. El caso es que, con voz audible, sin dejar de mirar el crucifijo, dijo estas palabras: «Es Jesús..., y lo ve todo.»
Yo pensé que Ana goza de una sabiduría maravillosa, más profunda que la de muchas personas mayores. Ella —sin haber leído apenas nada— sabe lo que dice la Escritura: Dios es El que ve, aquel ante cuya mirada nada se oculta y que acompaña al hombre en todos los instantes de su vida. Su mirada eterna es bondadosa y serena —como se reza en la Anáfora I del Misal Romano—, y percibirla nos hace mejores. Ana es una de mis pequeñas inteligentes sobrinas. Si todos supiéramos lo que Ana sabe, andaríamos con mucho mejor tino por estos caminos del mundo.
Hasta qué punto nos penetra esa mirada divina, podemos atisbarlo pensando en la sentencia de San Agustín: «El hombre ve las cosas porque ellas son, pero ellas son porque Dios las ve». «Todas las cosas —dice T. S. Eliot— existen, permanecen en la existencia, sólo porque Tú mismo las miras, sólo porque Tú mismo las conoces. Todas las cosas existen solamente en tu luz»
¿Y cómo nos mira Dios a nosotros? Piensa que por amor nuestro se ha hecho Hombre y se ha clavado en una cruz, se ha dejado romper la carne en mil pedazos; ha permitido que unos hombres sin entrañas le dejaran allí, en aquel lugar de tormentos, con la piel hecha jirones, borbotando sangre, hasta perder incluso el aspecto humano. Piensa en esto, y verás que la mirada de Dios está llena de una ternura infinita.
Después de la mirada de Dios, la más hermosa, constante e íntima de las miradas es la de la Madre de Dios. Alguien la llamó La de los muchos ojos. Dejando a un lado el aspecto un tanto alucinante de la expresión, se entiende lo que quiere decir: la Virgen lo ve todo. Dios todo lo ve en Sí mismo; la Virgen, Reina del Universo, también alcanza a ver todas las cosas que le importan, en Dios. Es obvio que si hay algo en el mundo que le interesa a María Santísima son los asuntos de sus hijos: tus asuntos, mis asuntos. Ella nos sigue siempre con su mirada materna, amabilísima. Se diría que nos envuelve con la mirada; nos contempla, en el más profundo sentido de la palabra. Está muy cerca de cada uno de nosotros.
Un famoso poeta francés del siglo pasado, decía hablando de su hija:
Mi felicidad era ver que sus ojos me miraban.
La Virgen está feliz cuando nosotros la miramos. Pero también nosotros nos sentimos felices cuando advertimos que Ella nos mira. ¡Siempre, por tanto, podemos —debemos— ser felices!
Además, saber que alguien nos mira con in¬menso cariño, limpiamente, es una estupenda garantía de sensatez y de buen comportamiento. Basta recordar el caso de Simón Pedro. Habían prendido a Jesús, y «Pedro le seguía de lejos». Llegaron a la casa del sumo sacerdote. «Habiendo encendido fuego en medio del atrio y sentándose, Pedro se sentó también entre ellos. Viéndole una sierva sentado a la lumbre y fijándose en él, dijo: Este estaba también con El. El lo negó, diciendo: No le conozco, mujer. Después de poco, le vio otro, y dijo: Tú eres también de ellos. Pedro dijo: Hombre, no soy.
Transcurrida cosa de una hora, otro insistió, diciendo: En verdad que éste estaba con El, porque es galileo. Dijo Pedro: Hombre, no sé lo que dices. Al instante, hablando aún él, cantó el gallo». Pedro ha negado por tres veces consecutivas al Señor. Ha cometido, en escasos minutos, tres pecados mortales. Y hubiera, tal vez, seguido negando toda la noche, a no ser porque sucedió de pronto algo inesperado: «Vuelto el Señor, miró a Pedro», dice San Lucas. ¡Pedro se encuentra con la mirada de Cristo! El, que se creía solo en medio de aquella gente extraña, que pensaba que Jesús estaría ocupado en otras cosas más personales. Y no, el Señor le mira, con un cariñoso reproche, con una mirada que conmueve hasta los entresijos más hondos de su alma. «Y se acordó Pedro de la palabra del Señor, cuando le dijo: Antes que el gallo cante hoy me negarás tres veces; y saliendo fuera, lloró amargamente», con lágrimas abundantes de contrición.
Al encontrar con su mirada la de Cristo, Pedro se recobró a sí mismo. Había estado fuera de sí, por el miedo y la pena y el frío de la noche triste. Su cobardía, sus respetos humanos, su humanidad caduca se habían apoderado de él. Y una mirada de Jesús le liberó de lo que él nunca quiso ser; le volvió a sí mismo, a su vocación, a su camino, a su fidelidad.
Normalmente la condición humana es tal que, en la soledad, el hombre no se halla a la altura de las propias posibilidades. El hombre solo suele quedar por debajo de sí mismo. El hombre, para poder decir «yo», ha de poder decir «tú»: ha de saberse en comunión con otros mundos interiores. Sólo ante el tú, el hombre es verdaderamente capaz de superarse a sí mismo. Por eso, ante la mirada, encuentra la posibilidad de reconocerse a sí, y ser él, y conducirse como él sabe hacerlo.
Suma importancia, pues, la de sabernos mirados —amorosamente— por Dios en todo momento. Es la manera de llegar a ser nosotros mismos, de hacer las cosas como nosotros sabemos y queremos hacerlas.
Si leemos el Evangelio, veremos que hombres y mujeres, niños y adultos, gente modesta y personajes importantes encuentran en la mirada de Cristo —encarnación de la mirada de Dios— un remanso de paz, una luz poderosa que, invadiéndoles, les aclara el sentido de la existencia, les arrastra con la fuerza del amor, y les llena de seguridad y de fortaleza.
Nosotros hemos de percibir también la mirada de Dios. ¿Por qué se dice, a veces, que es muy difícil amar a Dios? ¿Por qué se piensa que es más fácil amar a una criatura? ¡Es que a Dios no se le ve! Bueno, ¿pero es que a una persona se le ama por lo que se ve, o por lo que se adivina? Esa chispita de luz que se enciende en los ojos cuando miran con amor enamora porque ilumina todo un mundo interior, que no se ve, pero que se adivina. La mirada va siempre más lejos que la vista.
A Dios no le vemos todavía, pero ¡se adivina tanto en las obras de Dios! En la Creación entera, en la Encarnación, en el trabajo oculto de Nazaret, en aquel caminar incansable por los caminos de Palestina, en las gotas de sangre que chorreaban hasta el suelo de Getsemaní, y en la muerte de Cruz; y en aquella mirada que dirigió a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo»; y en la otra que dirigió a San Juan: «He ahí a tu Madre»; y en la locura de amor de la Sagrada Eucaristía. ¡Se adivina tanto ahí! Es que no le veo. Pero, tonto, ¿es que no lo adivinas?
A la Virgen tampoco la ves. Pero —no seas tonto— ¡adivínala! Ya sabes tantas cosas de Ella, de su figura, de su vida, que bien puedes reconocer su mirada. Es Mujer y es Madre. Es la más joven de las madres —porque participa como nadie de la eternidad de Dios—, y tiene la madurez de la mejor fruta en su mejor sazón. Es una Mujer que es Madre y que ama y mira con el Amor de Dios. ¿Qué más quieres?
Si no pierdes de vista su mirada, te sentirás —en tus batallas interiores— fuerte como el roble; seguro como aquellos caballeros, héroes medievales, dentro de sus corazas; ligero como el viento, duro como los peñascos. En una palabra: te sentirás hijo de Dios, al serlo de Santa María.
ANTONIO OROZCO