-
Dar proyección divina al trabajo humano
Dios, después de haber creado a su imagen y semejanza al hombre y a la mujer, los bendijo así: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla, dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra» (Gn 1, 28). El Señor bendice al hombre y a la mujer concediéndoles una participación en su poder creador; y a la vez les manda que hagan rendir esa capacidad que les otorga: que su amor sea fecundo y que trabajen. Podemos decir que estamos ante el primer mandamiento divino, recibido cuando el hombre estaba aún en el Edén, es decir, cuando se hallaba en el estado de justicia original; mandamiento que contiene bendición y don, que se refiere a la transmisión de la vida humana y al dominio y al uso del universo visible para bien físico y espiritual de la humanidad.
El trabajo del hombre se rige también por miras temporales, que le son necesarias para caminar en la historia; pero debe apuntar además a horizontes más altos y duraderos, debe ordenarse a la vida eterna, a la que Dios nos convoca por puro efecto de su bondad. A esta meta llega la criatura, tanto a través de las primeras aspiraciones temporales; como a través del sentido sobrenatural que ha de poner, pues antes se vive sobre la tierra y luego en el cielo. El orden sobrenatural al que hemos sido llamados, y en el que nos constituye el Bautismo, «no sólo no destruye ni merma el orden natural (...), sino que lo eleva y perfecciona, y ambos órdenes se prestan mutua ayuda y como complemento respectivamente proporcionado a la naturaleza de cada uno, precisamente porque uno y otro proceden de Dios, el cual no se puede contradecir: "Perfectas son las obras de Dios y rectos todos sus caminos"» (Pío XI, Carta encíclica Divini illius Magistri, 31-X II-1929). La certeza de que esa meta definitiva se alcance después no significa que quepa descuidarse aquí abajo: marginarla mientras se camina por la tierra, significaría reducir el ser humano a lo efímero de la existencia temporal. Por eso, valorar como es debido la dimensión histórica del trabajo humano no significa prescindir ni entorpecer su proyección en la eternidad; como tampoco el justo aprecio de la dimensión sobrenatural de esa tarea laboral conduce a subestimar sus exigencias terrenas y sus logros temporales.
Dios, que nos ha querido colaboradores suyos, para embellecer y perfeccionar lo que Él crea (cfr. Gn 1, 28-30; 2, 5.15), desea también servirse del trabajo -recapitulado en la elaboración del pan y en el cultivo del vino, que resumen lo necesario para la sustentación de los hombres- para confeccionar el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. De este modo, se nos recuerda en la Misa que con nuestro quehacer -vivificado sobrenaturalmente por la fe que obra por medio de la caridad- edificarnos el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia.
Trabajar pensando en el Pan que viene del Cielo
En la sinagoga de Cafarnaún, Cristo dijo a los que había alimentado el día anterior multiplicando los panes y los peces: «Trabajad no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna» Un 6, 27). Ellos le habían buscado hasta encontrarlo de nuevo en aquel pueblo, quizá porque les parecía estupendo ese modo de resolver su necesidad de comer: sin trabajar. Cristo les invita a levantar la mirada por encima de lo inmediato, a sobrepasar el apremio de la vida material y descubrir las obras de Dios (cfr. Jn 6, 28), el poder divino de vivificar eternamente; les llama a creer en El como Salvador.
Las palabras de Cristo son siempre actuales : siguen proponiendo al hombre de hoy que no encierre el horizonte de su trabajo en la provisión de los elementos necesarios para la subsistencia corporal; que piense en su tarea -la que le corresponda- como un medio para buscar también alimento para su alma. El Maestro recuerda a los hombres de entonces, y a los de hoy, el deber de trabajar por sustentar el cuerpo y el espíritu, por alcanzar el fin temporal y el fin eterno.
San Juan Crisóstomo comenta que quien trabaje atento exclusivamente a las necesidades de este mundo conseguirá sólo eso, un pan que pasa y se seca, que no dura siempre (Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 43). San Agustín entiende que Cristo ha dicho expresamente en la sinagoga de Cafarnaún: trabajad no pensando de modo exclusivo en el provecho material, trabajad también pensando en mí (Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 25). Es preciso, pues, trabajar para conseguir el pan de la tierra y el pan del cielo; construir la propia casa aquí abajo y preparar también la mansión celeste; acabarlo bien, con la mente en Dios y en los demás, y no deteniéndose pobremente en el propio yo terreno; hemos de tender a resolver nuestras propias necesidades y, a la vez, servir a Dios y a los otros, como advierte san Pablo a los de Éfeso (cfr. Ef 4, 28).
En su comprensión de la cuarta petición del Padrenuestro -«danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11)-, la Tradición cristiana considera que se refiere al pan que alimenta el cuerpo, y que se aplica también a Aquel que confiere la vida eterna. En este doble significado podemos descubrir también el mensaje, extraordinariamente importante, de que el trabajo sirve para nuestro paso por la tierra y para el premio eterno, si al esfuerzo humano se añade el deseo de cumplir la voluntad de Dios. El Padre, escribe san Gregorio Magno, bendice nuestros campos y nuestros esfuerzos con los frutos que producen; y nos bendice también con su Hijo que es pan de vida eterna (San Gregorio Magno, Morales sobre Job, 7).
Comprendemos bien que pedimos uno y otro, porque los dos nos hacen falta para recorrer el camino en este mundo. El pan corporal sirve al celestial: es la materia sobre la que se pronuncian las palabras del sacerdote en la Consagración eucarística; y le sirve también porque nuestra condición terrena pide primero satisfacer las imprescindibles exigencias corporales, para poder desarrollar las actividades propias del espíritu. Por su parte, el pan celestial da razón última y sentido definitivo al caminar humano y, por tanto, al comer, al beber y a todo lo que constituye el trabajo. El hombre tiene hambre de pan material, pero esa hambre se sacia pronto; queda siempre por saciar la otra hambre, la del pan que da vida eterna, la del alimento que nos nutre hasta llegar a Aquel que ansía nuestro corazón inquieto, como señalaba san Agustín (Confesiones, I, 1, 1).
Una tentación acecha al hombre de todos los tiempos, también hoy; la de presentar como incompatibles el pan temporal y el celeste: considerar que la finalidad temporal y la trascendente del trabajo no admiten conciliación; o simplemente conceder tanto espacio del día y esfuerzo a la prosecución del aspecto intramundano, para juzgar que ya no quedan ganas ni fuerzas para pensar en fines sobrenaturales. En el primer caso, se acepta una antropología cerrada a la trascendencia, como si la negación de la relación de la criatura con su Creador se diese como la condición imprescindible de su propia afirmación; en el otro, no se pone coto a la búsqueda de logros terrenos -en la práctica, se afronta la existencia como si no hubiera una vida perdurable-, y así se excluyen el modo y las horas para alimentarse del pan que ha bajado del cielo y nos espera en la Eucaristía.
Si cae en esa tentación, el caminar terreno no produce fruto sobrenatural (cfr. Jn 6, 53). En última instancia, esas conductas adquieren la exclusiva orientación del alimento que ansían. Quien sólo planea procurarse el pan que se agosta, desgraciadamente terminará sus días consumidos en la sequedad de lo efímero; en cambio, quien ansíe y coma el pan de vida eterna, verá florecer sus días en la esperanza de la juventud eterna de Dios.
Comprendemos la urgencia de la cuarta petición del Padrenuestro, en perfecta sintonía con las tres anteriores y con las tres que le siguen, como si articulara las primeras con las segundas. Alimentado con el pan celeste, el hijo de Dios glorifica al Padre, trabaja por su reino, cumple su Voluntad; ese mismo alimento le facilita extender a los demás el perdón que él mismo ha recibido antes de acoger el cuerpo del Señor, le defiende en las tentaciones y le libra del maligno. Con ese alimento sagrado, el cristiano saborea cada vez con más fuerza y con más hondura lo que significa llamar Padre a Dios, lo que significa ser y llamarse hijo del Altísimo.
JAVIER ECHEVARRÍA