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8 julio 2026

JOSE. Apuros económicos de José

Apuros económicos de José

La primavera apareció de repente y la vegetación brotó de golpe, como un incendio. Las vertientes se cubrieron de hierba fresca, y en medio de ella florecieron las flores blancas, rojas y amarillas. Eran flores típicas de primavera. Aquellas maravillosas, que cubrían todo el prado en la noche del nacimiento, se habían ocultado en alguna parte.
Pasaron los días y llegó el momento señalado por la Ley, en el que era preciso ofrecer al Altísimo el Hijo primogénito, y al mismo tiempo rescatarlo. El ofrecimiento realizado antaño por Abraham se convirtió en rito. José no sabía sin embargo cómo obrar con respecto a este rito.
La norma era clarísima. ¿Pero debía, le era lícito —se preguntaba a sí mismo— rescatar al Niño, del que únicamente será el padre aparentemente? Abraham ofreció su hijo y este hijo le había sido devuelto. ¿Con qué derecho, él, la sombra, iba a realizar el gesto que simboliza el sacrificio cruento? Por otra parte, si se negara a cumplir con el precepto, se expondría a sí mismo y a toda su familia a pecar de impiedad.
Ocurría lo mismo con el asunto de la purificación de Miriam. ¿De qué necesitaba purificarse, dado que la concepción era obra del poder del Altísimo? Y sin embargo, si no lo hacía, podía ser acusada de impureza. Puesto que se le pidió que fuera la sombra del Padre, esto significaba que el Altísimo no deseaba revelar antes de tiempo quién era el Recién Nacido. Entonces, ¿cómo obrar en este caso? Estaba convencido de que todo debía permanecer oculto hasta el momento del nacimiento. Pero el Niño había nacido y las dudas seguían. ¿Hasta cuándo era menester ocultar lo extraordinario bajo lo ordinario? En los momentos de iluminación todo parecía ser tan sencillo... Pero los momentos de iluminación pasaban, y la vida planteaba sus exigencias...
Había también otra dificultad. El rescate del primogénito representaba una gran cantidad de dinero. Pero José no tenía nada. Las dificultades y los problemas del viaje habían engullido la pequeña suma con la que abandonó Nazaret. Ahora carecían de todo y, si no fuera por las ofrendas de los pastores, no tendrían nada para comer. Les habían traído muchas cosas. Luego también vinieron con regalos. Ellos fueron quienes ayudaron a José en la labor de cerrar la gruta para convertirla en vivienda; Miriam y Ata limpiaron el interior, la vieja cuna de los hijos de Ata sustituyó al pesebre. Miriam lavaba afanosamente los trapitos que envolvían a su hijo. Pero no había dinero.
De parte de los hermanos y primos no vino nadie a la gruta. No les aportaron ninguna ayuda. Y sin embargo, ellos tenían que saber que el Niño había nacido y que José estaba todavía en Belén. De lejos, desde el terrado de sus casas podían ver gente andando cerca de la gruta. Les espiaban sin lugar a duda. Ata tropezaba con gente en el mercado que le hacía preguntas. José estaba convencido de que lo sabían todo acerca de ellos.
En el primer momento libre José se dirigió a la sinagoga y se presentó al hazzan. Era él quien llevaba el libro de registro de la familia. El hazzan, que conocía bien a José, inscribió en el registro a José y a Jesús, aceptando por el pago algo de queso y unos huevos. Luego empezaron a charlar.
—Sabrás seguramente, José —le dijo el hazzan— que este gój impuro decidió que la inscripción en el libro era al propio tiempo juramento de fidelidad hacia él y el emperador de Roma.
—Ya lo sé, Bananías. Es lo que divulgaron los enviados del rey.
—Puesto que lo sabes, esto basta. Hice la inscripción y que este perro sarnoso —¡que el Altísimo acorte sus días!— piense lo que le parezca. ¡Que se imagine que cada uno ha prestado juramento! Yo no soy fariseo y no tengo intención de obrar como ellos. Ellos no se presentan para inscribirse, y cuando la gente del rey les llama, declaran a voz en grito que no prestarán juramento al César. Y a los que se han inscrito les dicen que han pecado gravemente. Yo no lo digo. ¡Que el pecado recaiga sobre Herodes, que sea la piedra que le aplaste el cuello en el sheoll Pero tiene espías por todas partes. Los fariseos pueden gallear... No sé quién les protege, pero alguien tiene que protegerles. Nosotros no tenemos para protegernos a ningún Polión, con el que Herodes habla a menudo. Tampoco a un esenio Menahem, que le prometió a este impuro un largo reinado. A nosotros siempre nos puede alcanzar. Has hecho bien en inscribirte... Sus hombres podrían espiar, estar atentos al comportamiento del primogénito de la estirpe de David. Pero ya no hablemos más de esto. Dime mas bien cuál es tu intención: ¿te quedarás en Belén o volverás a Galilea? Tus hermanos, a decir verdad, no se han comportado honestamente contigo...
—Temen a Herodes.
—¡No los defiendas! Y si incluso sus espías os vigilan, informarán que has prestado juramento tal como él lo exige. A mi parecer no corres ningún peligro. Ahora podrías quedarte tranquilamente.
—Me quedaría con gusto...
—Yo te aconsejo: quédate. Además, tienes que cumplir con el ofrecimiento del Niño y se acerca la purificación de tu esposa.
—Lo recuerdo. Pero para quedarme necesitaría tener algo con qué vivir.
—¿Un artesano como tú? No dirás que no eres capaz de ganar. Cuando vivías aquí, me acuerdo, no podías dar abasto con los encargos.
—No tengo muchas herramientas. Solo traje conmigo las más imprescindibles. Además, tendría que anunciar que realizo trabajos. Esto podría no gustarles mucho a mis hermanos...
—Tus hermanos tendrán que cambiar de comportamiento. Y si lo quieres, yo mismo anunciaré que aceptas encargos. No hay ningún naggar en la región, y la gente tiene que ir hasta Jerusalén con sus encargos.
—Creo que tu consejo es acertado Bananías. Te agradezco el buen consejo y el deseo de ayudarme. Está bien, anúncialo...
Al volver a su casa, José examinó con cuidado el saco de las herramientas. Con las que tenía podía hacer bastante. En casa de su padre estaba su antiguo taller, pero sentía que no sería capaz de ir a pedirle a Seba que le entregase sus otras herramientas. Tenía muy grabada en la memoria la puerta cerrada en sus barbas y el recuerdo de que sus hermanos se habían confabulado para no recibirle... Por influencia de Miriam luchaba contra su aversión hacia ellos. Sin embargo, ir allí, pedir... era demasiado.
Empezó a esperar que viniera la gente con encargos. Pero pasaban los días y nadie se presentó. Bananías hablaba de José y, a pesar de eso, los que necesitaban una reja, un arado, una horca o una mesa, iban a los naggar de Jerusalén. José comprendió que alguien impedía que vinieran a verle. Y esto solo lo podían hacer sus hermanos.
—¿En qué cavilas tanto? —le preguntó Miriam, cuando al volver a casa con el Niño en brazos lo vio sentado en el umbral con la cabeza tristemente bajada y apoyada en la mano. Le acarició el pelo con la mano—. ¿Te preocupa algo?
Suspiró profundamente.
—Hay razones para inquietarse, Miriam —le dijo. Se apartó para hacerle sitio a su lado—. Las recomendaciones de Bananías no han bastado. Nadie viene a verme con encargos. Nadie viene a encargarme nada. No tengo trabajo, no puedo ganar para manteneros...
—No te disgustes —seguía ella diciendo con el mismo tono cálido—. No nos hemos muerto y no nos vamos a morir. Estos honrados pastores han vuelto a traernos esta mañana leche y queso...
—Vivimos de su caridad.
—Vivimos de la generosidad del Altísimo... El hombre vive siempre de su generosidad y es bueno que sea así, porque nos acordamos entonces de Su bondad.
—Es cierto lo que dices. Pero Él le manda al hombre y le permite hacer uso de su capacidad para mantener a los que están a su cuidado. Si no fuera así; ¿por qué me mandaría cuidar de vosotros? Esta es mi obligación. Mientras tanto, mis manos están ociosas...
—Cuando El cierra el camino normal delante de un hombre tal vez le quiera enseñar algo.
—También lo que acabas de decir es cierto. Pero yo no sé qué espera El de mí. Soy demasiado tonto...
—No digas esto ni pienses así. No eres tonto, José, solo eres impaciente a veces... Créeme El no permitirá que perezcamos.
—No se trata solo de la comida...
—¿Qué más, entonces?
—Es menester rescatar a Jesús. Y tú tendrías que hacer la ofrenda de la purificación. Me imaginaba que no lo tendríamos que hacer...
—A mí me parece que tenemos que hacer como todo el mundo.
—También lo creo así. Además, si hubiésemos obrado de forma distinta, llamaría la atención de la gente. Bananías me ha dicho ya que recuerde...
La mirada de José se detuvo sobre el Niño. Tenía los ojos cerrados. Dormía amodorrado por el aire cargado de aromas cálidos. Su piel había perdido el color blanco rosado de los recién nacidos e iba adquiriendo un matiz dorado. Aquel, a quien llamaba su Hijo, dormía indiferente a los asuntos que producían tantas preocupaciones a Su padre.
—No debemos obrar de forma distinta a los demás —repitió ella—. El vino del Altísimo y pertenece al Altísimo.
Pasó la mirada del Niño a un punto en el espacio diciendo pensativamente:
—Pero también es nuestro Hijo... No hay precio, que pudiera pagar el regalo de tenerle... ¡Cada día que Lo tenemos es una felicidad!
—¿Y tú purificación, Miriam?
—No estaré nunca bastante pura para tenerle. ¿Verdad, Hijito? —se inclinó sonriente sobre el Niño—. Eres Tú, solo Tú...
El Niño despertó. Se sobresaltó al principio, como si la vuelta del país de los sueños le supusiera un choque. La carita se encogió y se retorció. Los labios empezaron a moverse rápidamente como si buscaran algo, una ola de arrugas corrió hacia el pelo que le caía sobre la frente en pequeños bucles. Solo entonces se le abrieron los ojos. Eran grandes, oscuros, como llenos de pensamientos.
José se sorprendía a sí mismo a veces con el sentimiento de que cuando hablaba de Él, el Niño le escuchaba y entendía cada palabra. Pero aunque comprendiera, seguía siendo un recién nacido.
—El que te lo anunció —preguntó José— ¿no te dijo nada de cómo debíamos comportarnos?
Ella alzó los hombros como si su pregunta se refiriera a algo carente de importancia.
—¿Por qué tenía que decírnoslo?
—Tenía que haberte avisado. Es tan difícil acertar con el camino adecuado...
Miriam hizo saltar ligeramente al Niño, y Este empezó a reír con el juego.
—¡Mira cómo se ríe! —dijo ella feliz—. Oh, José —le dijo cariñosamente, viéndole afligido—, tú estás preocupándote... ¡Si lo tenemos a El! ¿No es esto más importante que cualquier cosa?
Se sonrió a sus palabras, pero la preocupación le volvió enseguida.
—Dado que tengo que rescatarle, necesito tener cinco siclos. Esto es mucho dinero. ¿De dónde lo voy a sacar?
—Lo encontraremos... —Le dijo ella suavemente.
—Pero ¿cómo?
—No lo sé —hizo una señal con la mano, pero siguió sonriendo—. El Altísimo no nos olvidará. ¿Quieres cogerlo un poco, por favor? Tengo que ir a preparar la comida.
El Niño balbuceaba algo. A veces sacudía las manitas, con unos deditos pequeños casi transparentes.
Se lo cogió a su madre y ella, tras sonreír de nuevo a Jesús, se fue a la gruta. José tocaba el cuerpecito diminuto con una sensación extraña. Si hubiera sido su hijo, habría buscado en su cuerpo señales que pertenecieran a su propio cuerpo. Pero Él era solo el Hijo de Miriam. Hasta en los ínfimos detalles de sus rasgos se parecía a ella. En ningún otro niño había observado un parecido tan grande con su madre. Se podía jurar que ninguna forma humana había dejado su impronta sobre aquella arcilla. Este descubrimiento le dio lugar a sensaciones extrañas. Hacía que el Niño pareciera al propio tiempo algo muy cercano y muy alejado... No podría no amar a un ser que le recordaba a la mujer amada. Había al propio tiempo en este parecido algo irritante... Como si este Niño se interpusiera entre Miriam y él, y fuera el culpable de la separación que les había sido impuesta.
Los ojos del Niño siguieron a Su madre, pero la perdieron pronto. Ahora miraban a José. De nuevo le pareció que tras esta mirada se ocultaba un pensamiento inexpresado y sin embargo maduro.
Adelantó la mano para enderezar la orejita doblada del Niño, y de repente percibió una especie de fijeza intensa en los ojos del Pequeño. La mirada de aquellos ojos oscuros se dirigía claramente hacia su mano.
La pequeña manita se extendió. Con un movimiento inseguro, oscilante, trataba de coger algo. Los deditos menudos tropezaron con los dedos de José y se aferraron a ellos.
Entendió: el Niño había visto en su mano el antiguo anillo familiar e intentaba cogerlo. Retiró el anillo del dedo y se lo dio al Pequeño. La manita hizo un esfuerzo para coger el anillo pero al mismo tiempo dio un salto de alegría y el anillo cayó al suelo. José se agachó para recogerlo y de pronto, como un relámpago, la idea le cruzó por la cabeza.
Este trozo de oro era dinero. Es cierto que era también el sello de la estirpe. Pero la estirpe había renegado de ellos. El pasado había desaparecido. El pequeño descendiente de la estirpe de David se había encontrado fuera de la estirpe. Ya no le era necesario la señal de pertenencia a lo que había desaparecido.
— ¡Mira! —díjole a Miriam, que acababa de volver—, mira, lo que se me ha ocurrido. Este anillo significa dinero. Rescataremos a Jesús. Haremos la ofrenda de purificación. Él me ha quitado este anillo y lo ha arrojado...
Ella le puso con cariño la mano sobre el hombro diciendo:
—Ya ves. Estaba segura de que El sabría cómo arreglarlo.
JAN DOBRACZYNSKI