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Mostrar el amor paterno de Dios: educar en la libertad y responsabilidad de los hijos de Dios
La educación cristiana de los hijos reviste una importancia muy particular en un punto: mostrar que Dios es Padre y exponer adecuadamente a los propios hijos que son hijos de Dios y como tales deben comportarse. «La filiación divina -predicó incansablemente san Josemaría- es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» (Es Cristo que pasa, n. 65).
Con el amor paterno y materno que sienten por sus hijos, incondicional y abnegado, dispuesto siempre al perdón, comprensivo y gratuito, los esposos cristianos transparentan de algún modo el amor paterno de Dios. ¡Qué motivo especialísimo de gratitud hacia nuestros padres, por esa transparencia, recae sobre nosotros! Pero, por desgracia, existe también el contraste de las dificultades de quienes no han gozado de una mediación tan clara, y sufren las nieblas de una comprensión defectuosa de la paternidad celeste. Sólo Dios puede juzgar lo hondo de la conciencia humana, sólo Él sabe hasta qué punto algunos han carecido de elementos preciosos e imprescindibles para no extraviarse por las sendas del odio y de la desesperación. ¡Cuán verdadera la prohibición del Señor, que nos manda no juzgar a nadie! A la vez, ¡cuánta responsabilidad la de quienes con sus disposiciones legales, políticas, sanitarias; o con su conducta ligera, sensual, superficial, han cerrado a muchas personas el camino humano hacia la Paternidad divina! Los cristianos pedimos que les perdone -y que nos perdone a nosotros- y que nos otorgue la valentía y la claridad de ideas, para prestar con perseverancia el gran servicio de intentar remediar esos males.
Experimentar la realidad del amor paterno/materno es algo que los hijos precisan pero, como resulta obvio, no es suficiente para que ellos descubran su filiación divina. Se requiere la fe y una educación religiosa atenta. De nuevo, la conciencia y el ejemplo de los padres debe ir por delante: son ellos los primeros que han de saberse y sentirse hijos de Dios, y comportarse como tales. Desde otro punto de vista, aflora de nuevo la urgencia de la lucha del padre o de la madre consigo mismo; en este caso, para crecer en la propia acogida y en el personal cultivo diario de este don de la filiación divina. Y de nuevo también nos encontramos con la necesidad de centrar la propia vida personal y la conyugal en la Eucaristía, donde Jesús alimenta y acrecienta la maravilla de nuestra condición filial.
Entonces los gestos cotidianos de la vida empaparán, como por ósmosis, el alma de los pequeños -tan sensible y tan dócil al ejemplo y a la palabra de los padres- con ese sentido filial en relación a Dios. Y así les enseñarán con los consejos y con la conducta a dar gracias al Señor por todo lo que tenemos y recibimos: desde un nuevo hermano o hermana, hasta el alimento, el vestido, el regalo que llega, el pastel de la fiesta, el juguete...; a suplicarle perdón por las ofensas pequeñas o grandes: un enfado, una desobediencia, una mentirota, una reacción de orgullo...; a pedirle ayuda para todo: la curación de una persona querida, la conversión de las gentes alejadas de Cristo, la solución de una catástrofe, superar un examen...
Les enseñarán, de modo especial, a alabar a Dios, honrarle, respetarle, obedecerle, someterse a Él con la disponibilidad de un siervo, con el amor y la confianza de un hijo. Esto requiere educarles en el uso de la libertad, que, como bien consta a todos, comporta muchas cosas concretas, desde el uso del dinero -teniéndolos cortos, para que aprendan a administrarlo, a saber lo que vale, cómo se gasta- hasta el uso del tiempo; hasta el sentido de responsabilidad, para que con valentía asuman las consecuencias de sus acciones y aprendan a preverlas, sin escudarse en falsas ignorancias, que en realidad celan imprudencias de muchos tipos; e igualmente orientarles a la sinceridad y a la sencillez, que son características del Hijo de Dios, que se ha hecho Niño para venir a este mundo y dar testimonio de la Verdad; animarles también a que cultiven la alegría sana, fruto de saberse cerca de Dios, visto como Padre omnipotente y misericordioso; y recordarles la necesidad de la lucha contra el pecado y el esfuerzo por obrar lo que Él quiere hasta en sus mandamientos más pequeños (cfr. Mt 5, 17-19).
En este contexto, y a partir de aquí, se les pueden transmitir las prácticas de piedad propias del cristiano, porque las entenderán con lógica naturalidad, como expresión de su relación filial con Dios: las oraciones vocales, empezando por el Padrenuestro, aprendido poco a poco, y por el Avemaría ; la práctica de la confesión sacramental y de algunas devociones eucarísticas, como por ejemplo, la visita al Santísimo Sacramento, donde brevemente hablan a Jesús, que les escucha en el Sagrario.
Habrá que conceder un cuidado especial a inculcarles la infinita misericordia de Dios, de modo que no tengan ninguna vergüenza para volver a Él si alguna vez se alejaran por el pecado mortal. La formación de su conciencia, que debe llegar a apreciar claramente lo que se acomoda a la Voluntad de Dios y lo que la contraría gravemente, debe estar perseverantemente templada por la noticia clara de la disposición divina a perdonar todo, siempre y enseguida: no hay pecado que sea más grande que su corazón (cfr. 1 Jn 3, 20). Se les ha de ayudar a asimilar «lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina» (Es Cristo que pasa, n. 66).
El primer mandamiento de la Iglesia
Consideremos, en fin, la formación eucarística de los hijos; sin este aspecto de la educación, bien enseñado teórica y prácticamente, la fe no quedaría plenamente transmitida a los pequeños. No se requieren grandes discursos ni graves ejercicios ascéticos. Asume gran relevancia, en cambio, dejarles claro que la Santa Misa es la gran devoción cristiana: lo que más agrada a Dios; lo que más alaba y lo que a nosotros nos reporta mayores y copiosos beneficios; el mejor modo de agradecerle todos sus dones, de donde viene precisamente su nombre (eucharistia, en griego, acción de gracias). En consecuencia, ellos entenderán que se hace presente lo más importante que ha sucedido -y se renueva- en esta tierra, la acción más grande y trascendente en que pueden participar.
Precede y acompaña todo esto la explicación precisa de que, en la Eucaristía, difiere lo que perciben los sentidos externos de lo que realmente se opera y sucede en la Santa Misa. Así como los primeros rezos pueden enseñarse a los niños en la más tierna infancia; la formación eucarística, en cambio, debe esperar a que llegue el momento en el que cuenten con el suficiente uso de razón para distinguir entre realidad y apariencia. No les supondrá dificultad, entonces, para comprender que en un crucifijo no está el Señor, aunque lo represente con un gran parecido; y saber con la fe que en la Hostia consagrada se encuentra realmente Jesús, aunque parezca pan.
Pero la educación eucarística no se limita a estas explicaciones catequéticas y otras semejantes; tampoco ha de reducirse a enseñar oraciones. Además de todo eso, es preciso iniciar al niño y a la niña en los símbolos litúrgicos y en los ritos eucarísticos, para que poco a poco los vayan entendiendo y asimilando, de modo que efectivamente participen en la Misa y no se queden en simples espectadores. No se les hace justicia cuando se piensa que no estarán en condiciones de ese « entender», que es demasiado complicado para lo que pueden admitir. Ciertamente, esta iniciación debe seguir un plano inclinado; pero, domingo tras domingo, una cosa detrás de otra, por medio de las hojas dominicales o con ayuda de un pequeño misal, los hijos irán penetrando en lo que la Iglesia dice y hace. Es decisivo el ejemplo y la formación de los padres: ellos desempeñan el papel de los principales educadores de la fe, a quienes corresponde llevar los niños a Jesús sacramentado, como aquellas personas que presentaban sus pequeños a Cristo para que les impusiera las manos.
La Iglesia manda, con obligación grave, la asistencia a Misa todos los domingos y fiestas de guardar. Edificar la Iglesia, ser Iglesia doméstica implica, de modo muy principal transmitir, también este mandato, acogerlo y ponerlo en práctica. Acogerlo, porque no basta cumplirlo y transmitirlo mecánicamente, hay que aceptarlo por lo que es: un mandato que nace del amor y pide amor, un mandato cuya sustancia contiene el cariño del Hijo de Dios a los hijos de los hombres; que genera en nosotros y a nuestro alrededor fraternidad y confianza, que asegura y alimenta nuestra condición de hijos de Dios, y nos convierte en sembradores de paz y de alegría allí donde nos encontremos.
La Carta a los Hebreos advertía ya de la importancia de la Pascua semanal, como hoy la llamamos (Juan Pablo II, Carta apostólica Dies Domini, 31-V-1988, nn. 19 y 75): «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras, sin abandonar vuestra propia asamblea, como algunos hacen» (Hb 10, 24-25). No lo dudemos: necesitamos este encuentro semanal con Cristo resucitado que nos muestra sus llagas, como hiciera con Tomás aquella tarde, pensando también en nosotros. «Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído» (Jn 20, 28-29). Tomás retornó al Maestro y a la compañía de los otros Apóstoles; nosotros, si acaso estuviésemos en circunstancias semejantes a las suyas, también sabremos retornar a Jesús en la Eucaristía pasando antes -si es necesario- por el sacramento de la Penitencia.
La experiencia cristiana, que se remonta al principio mismo de la Iglesia, enseña que la participación semanal en el Sacrificio eucarístico, lleva al hijo de Dios a recorrer fielmente el camino hasta la identificación plena con Jesucristo. ¡Cuántos cristianos han coronado victoriosamente su paso por la tierra, gracias a la asistencia perseverante y fiel a la Misa dominical! Quizá sus obligaciones familiares o de trabajo, tal vez la distancia, o la escasez de sacerdotes en la región les impedía frecuentar más asiduamente la Eucaristía. Pero les ha bastado ese encuentro semanal para llegar hasta el final, sin desfallecer en el camino: han permanecido unidos a Jesús y así han alcanzado la verdad y la vida en la visión del Padre.
«Haced esto en memoria mía», «perseverad en mi amor». En torno a la Mesa eucarística madura -a imagen del amor entre Cristo y su Iglesia- el amor de los esposos y de los hijos, que se manifiesta en obras de cariño -grandes y pequeñas- en el acontecer cotidiano. También las familias de los hijos de Dios reproducen, en sus hogares, el ambiente y el estilo humano y divino de aquella primera comunidad, que se inspiraba constantemente en la enseñanza de los Apóstoles, rezaba y vivía unida, tenía su fundamento en la « fracción del pan» (Hch 2, 42).
JAVIER ECHEVARRÍA