-
Ignacio Domínguez
«Reges eos in cruce»
La Cruz, Cayado de Buen Pastor
La cruz de Jesucristo
Hemos visto hasta aquí, que el Padre Dios confió a su Hijo divino, como herencia, todos los pueblos hasta los confines del tiempo y del espacio. El versículo que vamos a comentar ahora nos indica la finalidad: ut regat eos in virga ferrea.
Los santos Padres nos van a enseñar el camino para le interpretación de estas palabras del Salmo 2:
Orígenes dice que el vocablo hebreo «tirhem» significa ciertamente «regir», pero más aún significa «apacentar»: es decir, regir pastoralmente, como buen Pastor: pastor que tiene cayado de hierro para romper la insolencia y el mal.
San Beda Venerable comenta así: «Regir con cayado de hierro es regir con perfecta justicia».
Y san Atanasio, profundo siempre, dice: «Es regir con el cayado de la Cruz, cuya materia es madera (virga), y cuya fuerza es acero (ferrea)».
Con esto, tenemos recogidos todos los hilos: Cristo, Buen Pastor, gobierna a los hombres desde la Cruz.
Iesus Nazarenas Rex Iudaerorum: Jesús Nazareno Rey de los Judíos.
Es necesario detenerse ante esta inscripción. La Cruz es el trono de Cristo Rey.
Es necesario pararse a mirar al Crucificado: No hay libro más profundo que ese libro, abierto de par en par, en Sión, su Monte Santo.
Es necesario pararse a contemplar las llagas de los clavos, la lanzada, la corona de espinas, el dolor, el amor...
Pero aún más: hay que mirar hondo, muy hondo, para ver la otra inscripción, más íntima, más real, más impresionante, que el Apóstol san Pablo nos invita a penetrar:
aunque estábamos muertos a causa de nuestros pecados, él nos vivificó, cancelando el acta que había sido escrita contra nosotros y que nos era contraria: la cogió —tulit de medio—, et adfixit cruci: y la clavó en la cruz (Col 2, 13).
El buen Pastor da la vida por sus ovejas.
Nuestra cruz de cada día
todo eso... ¡por mí! Me amó y se entregó a la muerte por mí (Gal 2, 20). ¡Por mí! No en vano espoleaba tanto a Pascal «aquella gota de sangre derramada por Pascal». Dilexit me: Me amó. ¡A mí!
Sic nos amantem, quis non redamaret? ¿Quién no amará al que tanto ha amado?
Si amor con amor se paga, ¿quién se negará a coger la cruz de cada día para seguir las pisadas de Jesús?; ¿quién no deseará hacer propias las palabras del Apóstol?: ¡Estoy crucificado con Cristo! ¡Llevo en mi cuerpo los estigmas de Jesús!
¡La cruz de cada día! ¡Cómo cuesta decidirnos a cogerla! Nos parece fea. No la entendemos.
Recuerdo una anécdota que puede ser instructiva:
Era un niño de quien sus compañeros de escuela se burlaban echándole en cara que su madre era fea.
Él vivía contento experimentando el cariño y la bondad de su madre, pero tanto le dijeron que, al fin, se convenció de que efectivamente era fea.
Entonces se echó a llorar desconsolado:
¿Qué te pasa, hijo mío? —preguntó la madre—. ¿Por qué lloras?
Y él contestó:
Mis compañeros de escuela me dicen que tú eres fea, y veo que tienen razón.
La madre creyó llegado el momento de explicarle algo a su hijo, y presentándole un retrato suyo de otros tiempos, le dijo:
Sí, soy fea. Pero, mira: antes yo era hermosa. Escúchame: un día, estando en el campo, vi que comenzaba a salir humo de la casa, y el corazón me dio un vuelco en el pecho, porque pensé en ti, que eras pequeño y estabas sólo en la cuna. Corrí apresuradamente y llegué cuando las llamas estaban devorando al edificio: logré sacarte sano y salvo, aunque yo quedé desfigurada a causa de las quemaduras. Ahora ya sabes, hijo mío, por qué soy fea.
Así habló la madre; y el hijo, abrazándola, dijo:
— Ahora te quiero doblemente: por ser mi madre, y por esas quemaduras que te hacen fea.
¡Tan desfigurado! No tenía aspecto humano... Como un cordero llevado al matadero, sin pronunciar palabra... Fue traspasado por nuestros pecados... «Vermis su met non homo»... Soy un gusano, no un hombre... Así lo describe Isaías.
Los evangelistas van más allá todavía. Es necesario leer despacio los últimos capítulos de los Evangelios: «Ecce homo».
El mismo san Pedro —aunque todos te abandonen, yo no—, en el patio del Sumo Sacerdote, dijo: Nescio hominem istum: no conozco a ese hombre (Mc 14, 71).
Después, flevit amare: lloró amargamente.
Quien no conoce a Cristo crucificado, no lo conoce de veras; quien no tiene iluminado el camino de su vida por el lumen crucis —la claridad de la cruz— no llegará a la patria del cielo.
Es luminosa esta aspiración de san Pablo: No quiero conocer otra cosa más que a Jesucristo, «et hunc crucifixum»: y éste crucificado; es luminosa también esta aceptación rendida del querer de Dios: «Señor, si es tu Voluntad, haz de mi pobre carne un Crucifijo» (Camino, n. 775).
¡Yo sí conozco a ese hombre! Scio hominem istum.