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LA CORONACION DE MARIA SANTISIMA
Tomar la cola del espléndido manto azul de la Virgen nos ha permitido asistir a su gloriosa entrada, en cuerpo y alma, a los Cielos. Hemos participado del gozo de la Trinidad Beatísima, de San José, de todos los Ángeles y santos allí presentes celebrando la gran fiesta. Y ahora estamos invitados a asistir a un nuevo acto maravilloso, que aumenta aún más nuestra alegría: «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo». Yo me fijo sobre todo en José, que no sabe si reír o llorar y opta por hacer las dos cosas al mismo tiempo. Al fin y al cabo, en el Cielo se puede dar rienda suelta a todas las emociones nobles que caben en el pecho humano. La Virgen está preciosa, como nunca. Ha recibido ya la mayor gloria posible en una criatura. «Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo».
Nosotros ya sabíamos que era Reina. Se lo hemos dicho tantas veces: Salve, Reina y Madre de misericordia... Pero nos gusta volver una y otra vez a ese momento magnífico, para decirle así: ¡Reina!
«Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado». ¡Por supuesto que sí! Además, hay una cosa que podemos hacer con pleno derecho: coronarla Reina de nuestro corazón y Señora de nuestra libertad. Porque «la Madre de Cristo, Rey y Señor de todo lo creado, Rey de un reino de vida, de verdad, de santidad, de gracia, de justicia, de amor y de paz, es Reina también del mundo, de los hombres y de los ángeles. Reina que ansía reinar, antes que nada, en los corazones de sus hijos».
Es lo que hizo una de las más encantadoras ancianas, Isabel, cuando se estremeció de alegría el hijo que milagrosamente llevaba en el seno, al oír el saludo de la Virgen Madre: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» Decir «la madre de mi Señor» es tanto como decir «la Señora», «la Reina». Así se inicia una tradición ininterrumpida. Y la Liturgia, «fiel espejo de la enseñanza comunicada por los Padres y creída por el pueblo cristiano, ha cantado en el correr de los siglos y canta de continuo, así en Oriente como en Occidente, las glorias de la celestial Reina». En la Liturgia bizantina se dice: «Himno cantaré a la Madre Reina, a la cual me vuelvo gozoso, para celebrar con alegría sus glorias... Oh Señora, nuestra lengua no te puede celebrar dignamente, porque Tú, que has dado a la luz a Cristo Rey, has sido exaltada por encima de los Serafines... Salve, Reina del mundo, Salve, María, Señora de todos nosotros».
La Virgen Reina, tocada con corona de doce estrellas, vestida de sol, la luna a sus pies, no nos deslumbra. Sigue siendo la más humilde. En esto hay que pensar: la Esclava del Señor, la que no pide nada para sí; la que se da del todo, enteramente, sin pedir ni buscar compensaciones, Esa es ahora la Reina, la Señora. Se cumplen magníficamente las palabras de Jesús: «el que se humilla, será exaltado».
Sucede que el auténtico señorío de la criatura está precisamente en la voluntad de servir; comienza cuando se cae en la cuenta de que estamos en la tierra para servir. Servir, en primer lugar, a quien es, por derecho propio, Nuestro Señor; sabiendo que El quiere que le sirvamos, las más de las veces, sirviendo a los hombres, sus hijos, hermanos nuestros. Ahí está justamente nuestro mayor señorío.
Los Apóstoles sufrieron una especial dificultad para comprender esta idea que reiteradamente les propuso el Maestro. En cierta ocasión, de camino a Cafarnaum, discutían vivamente. Por lo visto, el Señor iba aparte. Y cuando llegaron a casa, les preguntó: «¿Qué discutíais en el camino?» «Ellos —cuenta San Marcos— se callaron.» Advirtieron que algo había andado mal: «en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor», el más importante, quizá el más listo e inteligente, aquel al que los demás habrían de someterse. Entonces, el Señor, «sentándose»... El Maestro se sienta, con un gesto que revela una paciencia conmovedora: «llamó a los Doce y les dijo: Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Les ha dado ya la doctrina, y en seguida pasa a ponerles un ejemplo gráfico e inolvidable: «tomando un niño, lo puso en medio de ellos, y abrazándole, les dijo: Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino al que me ha enviado». La cosa no podía estar más clara. Habían de renunciar a las ambiciones humanas; habían de comprender que la prioridad en el Reino de Dios la tiene quien realmente sirve, quien de algún modo —sirviendo— se hace el último, el más pequeño.
Pues bien, en el capítulo siguiente —sólo una página más allá— San Marcos nos refiere otra escena interesante: «Se le acercaron Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, diciéndole: Maestro, queremos que nos hagas lo que vamos a pedirte.» Es un modo de acercarse al Señor que manifiesta una confianza maravillosa, enorme. Así debemos acudir también nosotros. «Díjoles El: ¿qué queréis que os haga? Ellos le respondieron: Concédenos sentarnos el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu gloria.» Qué gran consuelo para los que somos durillos de inteligencia: ¡no habían entendido nada de la lección anterior! Ellos, que se daban tanta importancia. Había hablado muy claro el Señor, pero ninguno entendió, porque además «los otros diez, oyendo esto, se enojaron contra Santiago y Juan». Pensarían: ¿pero cómo se atreven éstos a pedir tal cosa? ¿Acaso se creen superiores a nosotros? ¿No se han dado cuenta de que yo soy el más listo, el más guapo, el más capaz?
ANTONIO OROZCO