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Adoración de los pastores
Sin embargo el cansancio hizo que se adormeciera. Pero no duró mucho. Lo despertaron de improviso unas voces ásperas. Abrió inmediatamente los ojos. Unos desconocidos estaban parados a la entrada de la gruta y decían algo. En el silencio de la noche sus voces parecían sonar extrañamente amenazadoras. Ata también hablaba. Parecía preguntarles algo. Luego oyó que se dirigía a él diciendo:
—José, levántate. ¡Ven aquí! ¡No sé lo que quieren!
José se puso de pie de un brinco. Este corto sueño había sido tan profundo que le vacilaban las piernas. Su primera mirada se dirigió presurosa hacia Miriam. Las voces no la habían despertado. Dormía y en sus labios seguía la sonrisa gozosa con la que miraba a José antes de dormir.
Salió corriendo fuera de la gruta.
La misteriosa noche centelleante proseguía. El cielo parecía arder de estrellas, tan numerosas que parecían formar una especie de río ancho de esplendor y cruzaba todo el horizonte, cayendo en cascada plateada sobre la pared de las montañas. Pero la tierra también parecía reverberares- te resplandor, como si fuera un lago inmenso en el que se miraba el cielo.
El grupo de hombres estaba parado a pocos pasos de la gruta. Ata abrió los brazos, como si quisiera impedir su irrupción en la gruta. Decía algo ya rogando, ya con voz desesperada. José se puso a su lado. Ella se volvió hacia él diciendo:
—Escucha, José, se empeñan en entrar. Dicen que quieren ver. Les explico, les ruego... No sé qué es lo que quieren...
Los ojos se habían acomodado a la reverberación y José les veía ahora con toda nitidez. Eran pastores que cuidaban los rebaños de los habitantes de Belén. Tenían un aspecto bronco. Llevaban la cara sin afeitar, bastones en la mano, cuchillos y hachas sujetos a la cintura. Iban vestidos de pieles. Se veían sus brazos nudosos, grandes y fuertes cubiertos de vello áspero. Su aspecto impresionaba. José sintió un estremecimiento de miedo, pero con un movimiento decidido se puso delante de Ata. Preguntó:
—¿Qué queréis?
No contestaron. Tal vez les sorprendiera la aparición de José. Hablaron algo entre sí, como si se consultaran. José no entendía lo que decían. Tenían una jerga propia, sencilla, llena de expresiones extrañas. Lo más probable era que en su vida no observaban la pureza de la Ley ni sus preceptos. Vivían en continuo desplazamiento, llevando consigo a sus mujeres y a sus hijos. Estaban en los prados casi el año entero. Aparecían por Belén dos o tres veces al año: traían los rebaños para enseñárselos a sus dueños y les entregaban las reses cebadas destinadas a la matanza. En estas ocasiones los dueños de los rebaños echaban cuentas con ellos. Pero nadie les invitaba a entrar en su casa. Inspiraban temor. Cuando entraban en el pueblo, todas las puertas se cerraban a su paso. Cuidaban bien de los rebaños, pero todos estaban convencidos de que además de al pastoreo se dedicaban a la rapiña. Por otra parte, muchos eran mestizos. El trabajo les había hecho duros, acostumbrados a la lucha con los animales salvajes que atacaban los rebaños.
—¿Qué queréis? —repitió José. La aprensión no le había abandonado, pero se sentía al mismo tiempo dispuesto a defender a los suyos, aunque tuviera que enfrentarse a todo el grupo de los presentes.
Los otros seguían hablando entre sí. Daba la impresión de que discutían por algo. De repente, empezaron a llamar a uno empujándole para sacarle al frente. El hombre que se plantó ante José ya no era muy joven. Llevaba el pelo inhiesto, con una calvicie incipiente en la frente. El rostro bruñido por el sol y el viento estaba lleno de arrugas. La chaqueta de piel abierta dejaba al descubierto un pecho velludo. Su bastón estaba incrustado de piedras y en la cintura llevaba un hacha pequeña. Cuando pasó entre sus compañeros, éstos se abrieron con respeto ante él: era probablemente su jefe.
—Dime —empezó el hombre— si en esta gruta ha nacido un niño.
La pregunta sorprendió a José.
—¿Por qué lo preguntas?
—Quiero saber. Y ellos —indicó el grupo —también quieren saberlo. Para eso hemos venido.
—¿Para saber del nacimiento de un Niño?
—Así es.
—Desde luego, mi esposa ha dado a luz a un Niño.
—¿Y lo habéis puesto en un pesebre?
—No entiendo por qué lo preguntas. Así es, como has dicho. Llegamos aquí desde tierras lejanas. No hubo sitio para nosotros en la posada. Nadie quería recibirnos...
—¿Y por eso ha nacido aquí?
—Sí.
—¿Y le habéis puesto en un pesebre?
El hombre repitió su pregunta en un tono como si estuviera interesado en comprobar algo extraordinariamente importante.
—Sí. No teníamos cuna...
El hombre maduro se volvió hacia los suyos. Les explicaba algo largamente en un idioma gutural, incomprensible para José. Cuando terminó se levantó un gran vocerío. José no supo adivinar el significado de estos gritos: ira, sorpresa o admiración. Había algo extraño en este interrogatorio sobre hechos tan banales.
El hombre se dirigió de nuevo a José.
—¿Cuándo nació tu hijo? ¿Cuándo se encendió este gran resplandor y cuándo se dejaron de oír las voces?
—La noche está llena de resplandor... Y no sé de qué voces estás hablando, yo no he oído ninguna.
—¿No has oído? —ahora en la voz del hombre asomó la sorpresa.
—No.., ¿Qué voces eran? ¿Qué decían?
El hombre parecía reflexionar.
—Sí, había voces... —dijo al fin—. Las hemos oído todos. No podía ser un sueño. Un sueño lo tiene uno solo. No hay dos sueños exactamente iguales...
—¿Y qué decían esas voces? —cuando preguntaba sintió un escalofrío que le recorrió los hombros y se deslizó por la columna.
El viejo parecía dudar. Miró a los suyos, se pasó una y otra vez la mano por el pecho hirsuto. Por fin balbuceó.
—Decían cosas extrañas... Que fuéramos a buscar a un Niño, que había nacido esta noche en la gruta en el campo de David y que ha sido puesto en un pesebre de animales...
—¿Y por qué esas voces os mandaron buscar al Niño?
—Nos mandaron buscarlo y verlo —lanzó evasivo. De repente preguntó: —¿Cómo es ese hijo tuyo?
—Como los demás.
Sacudió la cabeza como si no consiguiera entender algo.
—Tú lo dices... Pero las voces mandaban que fuéramos a buscarlo, encontrarlo, rendirle homenaje... No sé por qué... Cada uno de nosotros cogió consigo lo que podía... Para ofrecerlo... y tú dices...: un niño como los demás. Todas las noches nacen niños. ¿Por qué hablaban las voces de este Niño? Tenemos que verle. Tenemos que convencernos.
Después de decirlo dio un paso hacia José. Tras él siguió todo el montón. Pero José les cerró de nuevo el paso.
— ¡Detenéos! ¡Paráos! —gritó.
—¿Por qué nos detienes? —preguntó el viejo.
—¿Es cierto lo que has dicho de las voces?
Lo que decía el hombre sonaba a ensueño y sin embargo podía ocultar un peligro. El montón de pastores que despedían un olor a pieles, a sangre y a grasa de animales, no infundía confianza. ¿Eran realmente unas voces celestiales las que les habían traído hasta aquí? —pensaba él—. Si eran de verdad voces del cielo, ¿por qué no hablaron a los sacerdotes? ¿Por qué no hablaron a sus hermanos? Son ellos quienes habrían debido comprender y venir los primeros ¿Qué entenderá de lo que vea esta gente casi salvaje? Un Niño envuelto en paños rasgados de una túnica... Ellos esperan algo extraordinario. ¿Es tal vez una treta? ¿Tal vez una maquinación de mis hermanos? ¿Tal vez quieran raptar al Pequeño?
—¿Crees —dijo el viejo, como si adivinara los pensamientos de José— que las voces misteriosas no podían hablarnos a nosotros? Las hemos oído de verdad. E inmediatamente decidimos venir. No nos detengas...
—Bueno —dijo José—, pasad a verlo. No os lo prohibiré. Pero quiero advertiros: no vais a ver nada del otro mundo. No sé lo que os dijeron las voces. Pero mi mujer y yo somos gente humilde...
—Cuando El que nos habló nos dijo que el Niño estaría acostado en un pesebre, sabíamos que necesitaría de nuestra ayuda... Cada uno ha traído algo...
—¿Entonces qué esperáis de Él?
El hombre se alisó el pelo.
—Nos dijo —afirmó— que este Niño trae la paz...
—¿La paz? —exclamó José, retrocediendo maquinalmente un paso—. ¿Os dijo eso?
—Así nos dijo. ¿Eso te sorprende? —bajo las cejas pobladas miraba ahora atentamente a José.
Me sorprende que vosotros busquéis la paz —era preso de incertidumbre interna—. Tenéis más bien aspecto de gente que busca camorra.
El viejo pastor alzó los hombros.
—¿Qué sabes tú de nosotros, hombre? —le dijo—. Tenemos que luchar. Pero cada uno de nosotros quisiera dejar a su hijo una vida diferente. Déjanos pasar.
—Pasad —les dijo—. Solamente os ruego que no arméis ruido, que no gritéis... El Niño es pequeño, y Su madre está cansada...
Entraron uno tras otro con cuidado, de puntillas, con sorprendente humildad. Su aspecto belicoso, amenazador, había desaparecido. Miriam ya no dormía, miraba a los pastores que entraban en la gruta y su corazón no reflejaba temor. El Niño no lloró. El perro no ladró, junto con las personas que entraban se difundía por la gruta el resplandor misterioso que bañaba la noche.
JAN DOBRACZYNSKI