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MIRAR A CRISTO EN LA CRUZ
San Juan nos recuerda que estaba escrito: «Mirarán al que traspasaron». Cristo en la Cruz. Vamos a cumplir, en lo que a nosotros toca, la profecía: miremos a Cristo crucificado. Pero no con la mirada del que se deleita, por ejemplo, ante el Cristo de Velázquez en el Museo del Prado. No hay que situarse ante un lienzo (aunque sirva, desde luego, para rezar y conmover el corazón), sino en el mismísimo Calvario, junto a la Madre de Jesús y al Discípulo amado; y, como ellos entonces, auscultar el pálpito de un Corazón que va a estallar de amor a los hombres; sentir con El cómo se escapa la vida con la Sangre que se derrama sobre el leño. Y arder en deseo de ser con El una sola cosa, como San Pablo: ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí.
Para conseguir ese supremo gozo, se precisa la cooperación nuestra, preparar el terreno. Hay que sufrir en alguna medida lo que Cristo ha sufrido en la Cruz. Sólo así obtendremos la necesaria connaturalidad, la afinidad que se requiere para comprenderle bien. La vida misma nos ofrece muchas pequeñas oportunidades. Pequeñas, de ordinario, pero —si las acogemos con espíritu cristiano, deportivo, alegre— van acumulándose a lo largo del vivir en la tierra. Y, al final, podremos entrar en el Cielo, con una cruz gloriosa, si no igual —esto es imposible—, parecida a la de Jesús: la Cruz gloriosa de la resurrección.
«No olvidéis —nos advierte el Fundador del Opus Dei— que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios». Es la hora de decir: «¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz, la mía; ante tus heridas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita pesadumbre que has cargado Tú sobre mis espaldas? Y los corazones vuestros, y el mío, se llenan de una santa avidez, confesándole —con obras— que morimos de Amor». De este modo, vamos ganando terreno en esa «locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida!».
El Fundador del Opus Dei también escribió en Camino: «Eso —tu ideal, tu vocación— es... una locura. Y los otros —tus amigos, tus hermanos— unos locos... ¿No has oído ese grito alguna vez muy dentro de ti? Contesta, con decisión, que agradeces a Dios el honor de pertenecer al manicomio». Y en otra obra suya, otra luz: «El principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor hacia María Santísima». Que Ella nos ayude a alcanzar cuanto antes ese dichoso final, en el que sensatez y locura son lo mismo, porque se ha alcanzado la santidad, la sabiduría divina del Amor irrestricto y sin término.
ANTONIO OROZCO