-
Ignacio Domínguez.
«Postula a me et dabo tibi. La oración de los hijos de Dios
El grito de la fe
Los que se enfurecieron y meditaron planes vanos (Sal 2, 1) no hablaban con Dios. No había diálogo, no había oración. Era puro horizontalismo... Se hablaban entre ellos mismos, transmitiéndose unos a otros ciertas consignas malditas con ánimo de desbancar a Dios: hombres sin fe, que no hacen oración. Y es que la oración es «el grito inmenso de la fe» (San Ambrosio). Por eso, en esta meditación, desde el comienzo mismo vamos a esforzarnos por avivar nuestra fe: para que nos brote del alma ese grito inmenso que llega hasta el corazón de Dios.
Un grito, como el del pobre leproso del Evangelio, que saliendo al encuentro de Jesucristo, le dijo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres puedes limpiarme. Se le conmovieron a Cristo las entrañas: Quiero, queda limpio (Mt 8, 2-3).
Un grito como el de la mujer cananea, con insistencia, sin ceder al cansancio: Mi hija está enferma, atormentada por un demonio. Los Apóstoles contenían la respiración, profundamente interesados por la súplica de esta mujer. Cristo se esponja en su alma al hacer el milagro: Mujer, ¡qué grande es tu fe! Hágase como tú deseas (Mt 15, 21).
Un grito como el del buen ladrón en la cruz: Acuérdate de mí, cuando estés en tu reino. Cristo muere perdonando, salvando: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 42-43).
La oración es el grito de la fe.
Pero hay también gritos sin palabras: gritos de sola el alma,
como el de Zaqueo subido a un árbol para ver a Jesús,
como el de los cuatro hombres que, removiendo las tejas de aquella casa en Cafarnaún, descolgaron a su amigo paralítico hasta depositarlo a los pies del Maestro. Ni una palabra. Pero Jesús, videns fidem illorum, viendo claramente la fe de ellos, oyendo el grito inmenso de la fe que aquellos hombres tenían... Hijo, tus pecados quedan perdonados... toma tu camilla y vete a casa... (Mc 2, 1).
Gritos de fe, sin ruido de palabras, los que ahora resuenan en vuestro corazón mientras me oís deciros estas cosas. ¡Cuántos milagros de Dios en el alma... sin que a veces nos demos cuenta!
La oración de petición.
Pídeme y te daré: son dos elementos fundamentales.
Dios nos manda orar: no podemos sino obedecer. La oración es obediencia de fe; Dios, además, nos da la seguridad de ser atendidos. No podemos dar entrada a la pusilanimidad.
Noli pusillanime esse: No seas pusilánime: postula a me et dabo tibi: Pídeme y te daré. La pusilanimidad encoge el alma y hace que el hombre se quede a mitad de camino:
no recibe porque no pide;
no multiplica los dones de Dios porque entierra los talentos;
no crece en santidad porque ahoga la gracia de Dios que lo llama —duc in altum— a subir más arriba.
Tan grande es la voluntad de Dios de que seamos santos que la pusilanimidad, el encogimiento, el pensar que no podemos avanzar más, es, a juicio de santo Tomás, pecado más grande que la presunción: la cual es pésima —dice— por su causa, que es la soberbia (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica). Y es que también la pusilanimidad es soberbia, aunque vuelta del revés.
Postula a me et dabo tibi. Parece que Dios nos lo dice con inmensa ilusión: Pídeme, sé audaz... «Ten todavía más audacia y, cuando necesites algo, partiendo siempre del Fiat, di: "Jesús, quiero esto o lo otro", porque así piden los niños» (Camino, n. 403). Pídeme y te daré:
A Salomón:
Pídeme lo que quieras.
Señor, da a tu siervo un corazón despierto para juzgar con rectitud a tu pueblo, un corazón que sepa discernir entre el bien y el mal.
Pídeme y te daré... te concederé un corazón sabio y profundo como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti... de suerte que no haya otro como tú entre los reyes (1 Re 3, 5)…
Al rey Ajaz:
Pídeme una señal en lo más alto del cielo o en lo más hondo del abismo... Pídeme y yo te la daré: He aquí que una Virgen concebirá, y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros (Is 7, 10). San Mateo (1, 20-23) nos indica la plenitud de sentido que entraña esta promesa.
A cada uno de nosotros:
Pídeme y te daré las gentes por herencia, y como posesión tuya los confines de la tie¬rra (Sal 2, 8).
Pide y te daré, dice el Salmo 2: Pedid y se os dará, recordó de nuevo Jesús en el Evangelio. Realmente, tiene razón el autor de Camino al preguntar: «Haz oración. ¿En qué negocio humano te pueden dar más seguridades de éxito?» (Camino, n. 96).
Pero, ¿por qué quiere Dios que le pidamos? ¿Por qué no nos da sin que le pidamos? La respuesta la indicó claramente san Agustín: Deus non dat nisi petenti, ne det non capienti: Dios no da sino al que le pide, para no dar a quien no le aceptaría sus dones. Por inmenso respeto a la libertad de cada uno: no se sientan ni remotamente coaccionados.
Pero Dios es infinitamente rico para cuantos le invocan; y da sin medida, quiere llenarnos de sus mercedes, de sus dones... Por eso, susurra en nuestro corazón: Postula a me... Pídemelo..., no se lo pidas a los ídolos que aures habent sed non audiunt: tienen oídos pero no oyen. Postula a me et tibi dabo... Exaudiam te... Te lo prometo... Pídemelo a mí... Te escucharé.
¡Qué anhelos los de Dios: para que no nos desviemos!
¡Como si no estuviese abocado a la frustración y al vacío, aquel que pone su confianza en las riquezas, en el poder, en cualquier instancia humana, prescindiendo de Dios!
Postula a me... ¡Como si pudiéramos conseguir algo positivo y bueno al margen de su infinita bondad! ¡Como si no fuera harta miseria el no saber que debemos acudir a Dios para pedírselo todo!