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El apostolado de la mesa
Otro momento capital de todo hogar es la reunión para comer, una o dos veces al día, según las costumbres del lugar y las circunstancias concretas de cada familia.
Ya antes, a propósito de la última Cena, considerábamos que el hecho de comer juntos va más allá, trasciende la mera materialidad, para constituir un encuentro interpersonal que manifiesta y fortalece la comunión entre los comensales. La Eucaristía, instituida como banquete sacrificial, se nos entrega como sacramento de la unidad, porque une a los discípulos con el Maestro y de esa manera los une también entre sí: los hace un cuerpo cuya cabeza es Cristo (cfr. 1 Cor 10, 17). «Efecto de este sacramento es la unidad del cuerpo místico» (Suma teológica, III, q. 73, a. 3), recuerda santo Tomás. La Eucaristía conduce a los cristianos a tener los mismos sentimientos del Señor (cfr. Flp 2, 5), a tener «todos un mismo pensar y un mismo sentir» (cfr. 1 Cor 1, 10): a moverse en sintonía de intenciones, criterios y afectos. La participación de los cónyuges en el banquete eucarístico obrará también en ellos ese efecto de unidad, que sustentará y reforzará la unión profunda -humana y divina- causada por el vínculo conyugal, sellado por el sacramento del Matrimonio. Obrará ese efecto acrecentando también los efectos de aquellos elementos humanos que causan a su vez la concordia feliz de los cónyuges entre sí y de la entera familia.
Todos sabemos que un componente muy importante, por su eficacia, en orden a promover y asegurar la unidad de los cónyuges y de la familia, es justamente la coincidencia de todos para comer reunidos. Buen momento para demostrar la comunión y, simultáneamente, para crearla por medio de muchos detalles, especialmente con la conversación que se entabla y con la participación de los mismos alimentos. El interés por lo que cada uno dice, por sus gustos, por su reacción ante lo que los demás comentan, evidencian pruebas de cariño que abre puertas a la confianza; así resultará más espontáneo que todos hablen sencillamente de lo que piensan, de lo que han hecho, de lo que les preocupa, de sus proyectos. La corrección en el modo de presentarse a la mesa y de comer, la puntualidad a esa reunión, el detalle y cuidado con que se han preparado y se presentan los alimentos, aunque sean sencillos y económicos, apuntan la medida del respeto y del aprecio a los demás. En la mesa, cada comensal puede aprender mucho y enterarse de tantas cosas; sobre todo, puede aprender a amar en concreto.
Si a todo esto añadimos la memoria actualizada de la presencia de Jesús en medio de los suyos, con sus amigos, comprenderemos que un apostolado muy importante de los cónyuges -cada uno con la otra parte y con los hijos- consiste precisamente en valorar esta reunión, que se transforma en un momento entrañable por su hondo contenido humano y sobrenatural. El Señor ha dicho: «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). Marido y mujer están entonces reunidos y lo están en nombre de Jesús, que ha bendecido su amor por medio de la Iglesia, y lo ha incorporado al que Él profesa a su Esposa.
Viene a la mente el encuentro de Emaús: aquellos dos discípulos invitaron a Jesús a entrar con ellos y a cenar. Lo habían encontrado antes, no querían perder su compañía. Como los esposos cristianos: se han encontrado en el camino de esta vida y han decidido seguir juntos con Jesús, lo han acogido en su casa y en su vida; y Él ha aceptado la invitación y también permanece con ellos mientras comen. Hay que abrir los ojos y descubrir al Maestro. La participación en la Mesa eucarística ayudará a ver al Señor en la mesa común: cada uno en el otro cónyuge, en los hijos (cfr. Mt 25, 40) y surgirá espontáneo el afecto que se convierte en disponibilidad y servicio, en palabra comprensiva y estimulante que disipa la tristeza y el cansancio que quizá se han acumulado durante la jornada de trabajo.
Transmitir la vida y la fe
Dios ha querido aliarse con los hombres para darnos su vida. Y ha dispuesto también que la vida humana se transmita a través de una alianza enamorada, que refleja -porque participa de ese bien- la gran alianza que Él instaura con todos.
El misterio de fe y de amor que entraña la alianza matrimonial se relaciona con la vida y con su transmisión: crea una comunión vigorosa que es fuego y hogar, donde nuevos seres encuentran pan y casa. También encuentran fe y amor; y esta adición adquiere suma importancia, porque los padres colaboran en la transmisión de la vida natural y también de la vida sobrenatural. Se admita o no, los hijos son hijos de su cuerpo y también de su alma: de sus convicciones, de sus afectos, del sentido que dan a la vida, de su cultura, de sus ambiciones humanas, de su proyecto existencial.
Algunos invocan la libertad para reducir los aspectos educativos de su misión respecto a los hijos. Ciertamente, se ha de respetar la libertad de los hijos; pero eso no significa que los esposos puedan desentenderse de lo que los hijos hacen o dejan de hacer. Justamente la educación consiste en enseñarles qué deben y qué no deben hacer, exponiéndoles siempre las razones para que ellos comprendan por sí mismos -saquen de su interior: de su inteligencia y de su voluntad- el porqué de sus deberes y de sus derechos.
Educar se identifica con enseñar, acompañar, ir delante, ayudar a abrir camino; y a veces, lo contrario: detenerse para ponderar más despacio una cosa; ir detrás para comprobar cómo ellos se orientan en el camino; callar para que ellos manifiesten lo que piensan y quieren; permitirles una cierta autonomía para que aprendan a desenvolverse con sus propias fuerzas, aun a riesgo de recibir algún golpe. Se ha repetido de mil modos que educar es ciencia y también arte; es también obra de fe y de amor.
Obra de fe de los padres en los hijos, para creerles cuanto dicen, aunque alguna vez se les escape alguna mentirijilla; enseñándoles así la virtud importantísima de la sinceridad que hace a los hombres verdaderamente hombres (a las mujeres, mujeres de verdad), porque los asemeja a Dios que no engaña nunca, ni puede engañar; que comprendan que el demonio se ha aliado con la mentira y la posee como hija (cfr. Jn 8, 44). Fe para confiar en ellos, encargándoles la realización de pequeñas tareas; aguardando a que maduren y logren poco a poco aprender a acabar bien las cosas, sin pretender que las realicen perfectamente y enseguida; renovando esa confianza cada vez que se equivocan, cuando sufren un traspiés en el estudio o en la relación con los demás.
Obra de amor a los hijos. Para pensar en ellos, para estudiar sus gestos y sus reacciones, sus palabras y sus preferencias, y disponerse así a comprenderlos, a descubrir sus verdaderos problemas y orientarles hacia la solución oportuna. Para perdonarles cuando desobedezcan o se muestren algo rebeldes. Para insistir con afecto y con la energía necesaria (que es muestra de verdadero amor), cuando observan que no se corrigen, imitando también en esto al Padre de todos (cfr. Hb 12, 5-12). Para dedicarles el tiempo que necesitan, con frecuencia más del que nos parece.
«Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10, 14). Jesús dijo estas palabras a los Apóstoles, cuando rechazaron a varios pequeñuelos que le llevaban para que los bendijera. Las dirige a todos los cristianos; por eso ha querido que fueran recogidas en el Evangelio. «...porque de éstos -los que son como niños- es el Reino de Dios» (ibid.). Quizá los discípulos pensaban que el Maestro no debía perder tiempo con esas criaturas, que convenía ocuparse de asuntos más importantes.
Jesús aprovecha una vez más para poner las cosas en su sitio, y atribuye «a los que son como niños» el premio que ha preparado a los pobres de espíritu y a los perseguidos por causa de la justicia, en la primera y en la última de las Bienaventuranzas, como para puntualizar que todos los demás premios anunciados en ese Sermón (ver a Dios, ser consolados, ser saciados, poseer la tierra, ser llamados hijos de Dios) les corresponden también. Jesús enseña que todo el secreto consiste en hacerse niños, en tener sus disposiciones de fe, de confianza indiscutida, de abandono radical, de ilusión constante, de sencilla sinceridad. Y remacha: «Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc. 10, 15). Hay, pues, que volverse pequeños; pero no en la discreción y en el juicio, sino en la malicia y en el engaño. Al Maestro no le importaba estar con los niños y a nosotros no nos ha de importar tampoco estar con ellos y dedicarles tiempo, porque así aprenderemos de nuevo la sencillez sincera, la piedad profunda, la rectitud inocente, la confianza segura y el abandono feliz.
Desde el Sagrario, Jesús continúa invitándonos, a entregarnos indefensos a la Voluntad del Padre y a la utilidad humana y sobrenatural de nuestros hermanos. El Verbo que todo lo ha creado, en la Hostia y en el Cáliz se deja llevar de acá para allá, se deja partir y trocear y comer... En el silencio y la disponibilidad del Señor Sacramentado, resuenan hoy aquellas palabras suyas: «El que no reciba el Reino de Dios como un niño...»; pero resuenan como una constante invitación con ejemplo persuasivo.
JAVIER ECHEVARRÍA