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¿Por qué es riqueza esta pobreza?
¿Por qué el salto a esta nueva etapa que acabamos de describir es una gracia tan grande?
Por una razón muy sencilla y fundamental que explica muy bien san Juan de la Cruz. Todo lo que entendemos de Dios no es todavía Dios; todo lo que podemos pensar, imaginar o sentir de Dios, ¡todavía no es Dios! Dios está infinitamente por encima de todo ello, de cualquier imagen, de cualquier representación, de cualquier percepción sensible. No obstante, si lo podemos decir así, no está por encima de la fe, no está por encima del amor. La fe, dice el Doctor Místico, es el único medio de que disponemos para unimos a Dios; es decir, el único acto que nos alcanza la posesión de Dios; la fe, como movimiento sencillo y amoroso de unión con Dios, que se nos revela y se nos entrega en Jesús.
Para acercamos a Dios es conveniente servimos de consideraciones, de la imaginación, de los gustos: nos son útiles en la medida en que nos hacen bien, nos estimulan, nos ayudan a convertimos, fortalecen nuestra fe y nuestro amor. Sin embargo, no podemos llegar a la esencia de Dios sirviéndonos de estos medios, porque Él está fuera del alcance de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad. Sólo la fe animada por el amor nos permite acceder al mismo Dios. Y esta fe no puede ejercerse más que a costa de una especie de desprendimiento de imágenes y de gustos sensibles. Por eso, en determinados momentos Dios se retira sensiblemente, de modo que sólo actúe nuestra fe, mientras las otras facultades parecen incapaces de funcionar.
Así, cuando el alma ya no piensa, no se ayuda de imágenes, no siente nada de particular, pero se mantiene sencillamente en una actitud de amorosa adhesión a Dios, incluso si esta alma no aprecia nada diferente, si tiene la impresión de no hacer nada y de que no ocurre nada, Dios se comunica secretamente con ella de un modo más profundo y mucho más sustancial.
La oración no es ahora la actividad del hombre que hablando, empleando su inteligencia y las demás facultades, etc., se pone en contacto con Dios, sino que se convierte en una especie de profunda efusión de amor, unas veces sensible y otras insensible, por la que Dios y el alma se comunican el uno con la otra. Eso es la contemplación según san Juan de la Cruz: esa «efusión secreta, pacífica y amorosa» por la que Dios se nos da. Dios se vuelca en el alma y el alma se vuelca en Dios en un movimiento casi inmóvil producido por la obra del Espíritu Santo en el alma.
Es algo imposible de describir con palabras, pero lo viven muchas personas en su oración, a menudo sin ser conscientes de ello. Así como Monsieur Jourdain escribía en prosa sin saberlo, muchas almas sencillas son contemplativas o contemplativo s sin darse cuenta de la profundidad de su plegaria. Y sin duda, es mejor así.
Independientemente del punto de partida de la vida de oración -que como hemos visto, puede ser muy variado- el Señor desea conducir a muchas almas a este término o, por lo menos, a esta etapa. Después, está todo lo que el Espíritu Santo puede suscitar como etapas posteriores, como gracias aún más elevadas de las que no hablaremos.
Es sorprendente comprobar que en tradiciones tan alejadas como la de «la oración de Jesús» y la que representa San Juan de la Cruz -en las que las vías propuestas son tan distintas-, al describir la gracia de la contemplación hacia la que conducen ambos caminos, emplean expresiones casi semejantes. Por ejemplo, cuando San Juan de la Cruz describe la contemplación como «una dulce respiración de amor», creemos reconocer el lenguaje de la Filocalia.
JACQUES PHILIPPE