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FE Y FORTALEZA DE LA VIRGEN JUNTO A LA CRUZ
Grandes virtudes podemos aprender mirando a la Virgen al pie de la Cruz. Quisiera detenerme sólo en la fortaleza que le dio la fe, su fe colosal llena de reciedumbre.
Ya era humanamente increíble el anuncio de San Gabriel acerca de su Maternidad divina. Pero ahora, junto a la Cruz, todavía sonaban más increíbles las palabras del Arcángel: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Aún no había comenzado el reinado de su Hijo y parecía haber concluido ya para siempre. El Rey moría sin remedio en un patíbulo levantado por el pueblo. Los vasallos habían huido. Sólo un letrero burlesco decía en lo alto: «Jesús Nazareno Rey de los Judíos».
Sin embargo, la Madre no duda un solo instante. Más allá de las apariencias, la Virgen ve el triunfo. Sonarían en su mente las proféticas palabras de Jesús: «Cuando sea exaltado en la tierra, todo lo atraeré hacia mí». Mucho antes que los de Emaús, comprendió Santa María que «era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria»; que el grano de trigo, para dar fruto, ha de soterrarse y morir. La Resurrección gloriosa, la Ascensión a los Cielos, la venida del Espíritu Santo, son los frutos de la Cruz.
Cuando nuestro horizonte aparezca angosto, cerrado, sin un claro; cuando se nos antoje que Cristo fracasa en nuestra propia vida, o en el ambiente que nos rodea, o en el mundo entero, es el momento de acudir a María y de¬jarse invadir de su robusta fe, de su esperanza sin límites, de su amor encendido. Quizá no mengüe entonces el dolor, pero —con la gracia de Dios— de él brotará una fe nueva más firme, una esperanza más segura, un amor más jugoso.
ANTONIO OROZCO