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LA VIDA NO ES COSA DE JUEGO
Estando la Madre de Dios junto a la Cruz, «debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento hasta los menores detalles —no tienen vino—, al presenciar aquella crueldad colec¬tiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor». La Vir¬gen del Silencio está en todo. Como los de poderoso entendimiento, ve lo esencial sin que ninguna circunstancia escape a su mirada. En el Calvario se reunió el odio a Jesucristo. Pero también estuvo allí, muy cerca de la Cruz, algo tan doloroso para el amor como la indiferencia.
Mientras se está desarrollando el drama más impresionante de la historia y el sol se oculta para no ver tanta tristeza y la tierra se estre¬mece y las peñas se desgarran, la Madre Dolo- rosa, con sus ojos bañados en lágrimas, observa que el primer acto de los hombres al pie de la Cruz es el juego. Aquel Salmo 21, que comienza con las palabras que pudieron oírse en los labios de Jesús agonizante —«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»—, reza también:
Y yo, gusano, que no hombre, vergüenza de lo humano, asco del pueblo, todos los que me ven de mí se mofan, tuercen los labios, menean la cabeza:
Se confió a Yavé, ¡pues que él le libre, que le salve, puesto que le ama!
Y más adelante sigue:
Perros innumerables me rodean, una banda de malvados me acomete; atan mis manos y mis pies, cuentan todos mis huesos. Me observan y me miran, se reparten entre sí mis vestidos y se sortean mi túnica.
Todas las profecías se cumplen. San Juan, allí presente, atestigua que «los soldados, des¬pués de crucificar a Jesús, tomaron sus vestidos —con los que hicieron cuatro partes, una para cada soldado— y la túnica. La túnica era sin costura, de una pieza, tejida de arriba abajo. Por eso se dijeron: No la rompamos; echemos a suertes a ver a quién le toca. Para que se cumpliera la Escritura: Se han repartido mis vestidos, han echado suertes sobre mi túnica. Y esto es lo que hicieron los soldados»
Posiblemente la Madre de Jesús fue quien —con un cariño inmenso— tejió aquella túnica elegante, noble, sacerdotal. Ahora, unos sol¬dados tan próximos y tan ajenos a la tragedia, la sortean, juegan con ella. ¿Para quién será la túnica sagrada? Se niega a la Madre el derecho de guardar las reliquias de su Hijo. Más dolor.
Nosotros estaríamos jugando con la Sangre de Cristo si acudiéramos a la Santa Misa sin amor, o como si fuera un simple banquete o un acto folklórico; si manoseáramos la Euca¬ristía, sin adoración ni, acaso, respeto; si pasá¬ramos indiferentes ante un sagrario; si vivié¬ramos la vida sin ahondar en su sentido sobre¬natural, moviéndonos en la superficie de las cosas, como si Dios estuviese lejos, ajeno a nuestro quehacer diario, como si cada instante no tuviese un peso eterno; si nos ocupáramos sólo en satisfacer nuestro egoísmo, nuestra am¬bición o nuestra sensualidad. Y la Madre llo¬raría, porque nuestro juego insensato heriría más el Corazón de su Hijo, nuestro Hermano. Cuando pecamos —advierte San Pablo— volve¬mos a crucificar a Jesús, quizá sin enterarnos; y con El, a su Madre, Madre nuestra.
ANTONIO OROZCO