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Lucha interior, trabajo y acción apostólica: madurar el alma eucarística
Cuando pensamos en el trabajo de Cristo, nos fijamos ciertamente en sus años en Nazaret, ocupado junto a José en cosas de carpintería, de herrería o semejantes, como entonces ocurría en aquellos pueblos. También nos detenemos en su labor de predicación, en su esfuerzo durante tres años recorriendo de arriba abajo toda Palestina. Y en las fatigas y dolores de su pasión y muerte. El trabajo, entendido como ocupación en una tarea concreta, como dedicación a una labor, llena toda la vida del Señor. Dar ejemplo, cumplir las profecías sobre Él, desarrollar las virtualidades de su Humanidad Santísima, sembrar la palabra, predicar el reino de Dios, adoctrinar a los Apóstoles, aclarar sus palabras a los que no las entendían o no las querían entender, dar testimonio de la verdad hasta el final: todo eso constituyó un trabajo constante y agotador, que terminó en su muerte. Fue, además, un esfuerzo contra corriente, colmado de incomprensiones y dificultades, que culminaron en la disimulada y decidida persecución, que concluyó en la farsa de los procesos y juicios que le condenaron a la Cruz.
Al contemplar su vida, miramos también la nuestra. Si somos hijos y apóstoles, también nosotros, como el Señor nos avisó, encontraremos trabajos y dificultades, incomprensiones e injusticias por parte de otros, odios y envidias que el enemigo de las almas siembra por donde puede. Vale la pena insistir en un punto decisivo, que los cuatro evangelistas han recogido por extenso, transmitiéndonos cada uno diversas veces las advertencias de Cristo. San Juan alude también a estas situaciones cuando nos transmite el sermón sacerdotal de la última cena. «Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que Yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de la palabra que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado» (Jn 15, 18-21).
Tomarse en serio la vocación apostólica inherente a nuestra condición de hijos de Dios, significa hacer las cuentas con el trabajo y las dificultades que encontraremos. Trabajo en el sentido de ocupación profesional, porque la dedicación a una tarea profesional concreta es ocasión y medio de dar a conocer a Cristo. Pero también trabajo en el sentido de esfuerzo por dirigirse a los demás y hablarles del Señor.
Pescar almas significa bregar mucho. Las faenas de la pesca son laboriosas; además de arte y pericia, requieren preparación y mucha paciencia en su ejecución. También las faenas del campo piden lo suyo: roturar el terreno, limpiarlo de malas hierbas, sembrar, proteger la semilla, regarla, abonar; hasta llegar a la siega y al almacenamiento de la cosecha. Quien no esté dispuesto a trabajar así, no logrará fruto. Lo explicaba bien san Josemaría: hemos de «convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir (cfr. Jn 12, 24-25). Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. "Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor 10, 17).
»No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso -por tanto- esparcir generosa mente la Palabra de Dios, hacer que los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de Él (...).
»No hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla...» (Es Cristo que pasa, nn. 157-158).
Por eso, en nuestra vida espiritual no podemos detenernos a examinar sólo cómo van nuestros ejercicios de piedad y cómo progresamos en las virtudes sobrenaturales y en las humanas; también hemos de ver cómo marchan la eficacia y la incisividad de nuestro testimonio de Cristo, con palabras y con obras. La eficacia la pone Él, nos consta con claridad; pero hemos de considerar si nosotros ponemos todo lo que está de nuestra parte para que nuestros parientes y amigos, nuestros colegas -antes que nada, las personas que tenemos a nuestro cargo y cuidado- se acerquen al Señor, le conozcan mejor, le amen más, le sirvan. Una acción apostólica desvaída sería signo de un sentido también lánguido de la propia filiación divina. Nunca está de más un poco de contabilidad seria sobre lo que operamos -en términos de oración, de sacrificio, de trabajo ofrecido al Señor por esa intención, encuentros y conversaciones sobre temas espirituales- para allegar almas a Cristo: nos ayudará a no formularnos una idea equivocada de la intensidad de nuestro afán apostólico, a no sestear pensando que ya hacemos mucho, a no dormirnos como los siervos de la parábola del trigo y la cizaña: nos urgirá a trabajar más por Cristo.
Edificar la Iglesia supone un trabajo grande y costoso; el Señor nos lo ha manifestado con muchas parábolas. No podemos dormirnos, no podemos contentarnos con una acción floja y tibia: hay que poner interés, hay que dejarse el alma en la labor. De otro modo, no veremos el fruto, no habrá cosecha: no se producirán conversiones y bautizos, no brotarán vocaciones. El desarrollo del Cuerpo místico de Cristo se asemeja a la elaboración del pan y del vino: se precisa recoger muchos granos, muchos racimos; luego, machacar el trigo y la vid; después, elaborarlos pacientemente para obtener pan tierno y vino bueno. Así, con las personas: hay que buscarlas; después, traerlas y formarlas, que es como triturarlas para que pisoteen su yo -su soberbia, su pereza, sus rebeldías- y permitir al Espíritu Santo que forme en ellas la criatura nueva, a imagen de Cristo. Durante todo ese proceso, se re quiere mucha atención y muchos desvelos para que el desarrollo no se tuerza, no se detenga, no se eche a perder. Y al realizar toda esa labor, el obrero de la mies, el pescador, se fatiga por dentro y por fuera: pisotea las energías de su cuerpo y las rebeldías de su alma, gasta su tiempo e inmola sus ambiciones; para transmitir vida a los demás, da muerte a su yo.
Como hace notar Benedicto XVI, San Ignacio de Antioquía -uno de los más antiguos Padres de la Iglesia- «en su carta a los Romanos se refiere a la Iglesia de Roma como a " aquella que preside en el amor", expresión muy significativa. No sabemos con certeza qué es lo que pensaba realmente Ignacio al usar estas palabras. Pero, para la Iglesia antigua, la palabra amor, ágape, aludía al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo se hace siempre tangible en medio de nosotros. Aquí, Él se entrega siempre de nuevo. Aquí, se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; aquí, mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la cruz, atraería a todos a sí.
»En la Eucaristía, nosotros aprendemos el amor de Cristo. Ha sido gracias a este centro y corazón, gracias a la Eucaristía, como los santos han vivido, llevando de modos y formas siempre nuevos el amor de Dios al mundo. Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo. La Iglesia es la red -la comunidad eucarística- en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo» (Benedicto XVI, Homilía en la Misa de toma de posesión de la Cátedra Romana, en la Basílica de San Juan de Letrán, 7-V-2005).
Así se construye el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; de modo semejante a como se elaboran el pan y el vino que, por las palabras de la Consagración, se convertirán en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por eso, las fiestas eucarísticas -como la del Corpus Christi- se consideran muy especialmente fiestas de toda la Iglesia, que reconoce en la Eucaristía su centro y su raíz, también su forma y su vida misma. «En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido (...).
»Se ha recogido en el libro de los Proverbios; el que labra su campiña tendrá pan a saciedad (Prv 12, 11). Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno! (cfr. Mc 4, 8)» (Es Cristo que pasa, n. 158).
Perseveramos en el amor de Cristo cuando cumplimos el mandamiento del amor, el del servicio fraterno y el eucarístico; cuando insistimos en la lucha interior y realizamos con perfección -acabadas hasta el final- la tarea profesional y la labor apostólica; cuando podemos decir con Jesús: «Todo está cumplido» (Jn 19, 30). Entonces llega el discípulo al amor «hasta el extremo», porque ha madurado su alma eucarística y se halla en condiciones de decir: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros». Se ha logrado, porque ha gastado sus fuerzas y posibilidades, su tiempo y su fortuna, en buscar almas y ayudarlas a que crean en Cristo y le amen. Triturado, con alegría sobrenatural y humana, por el trabajo profesional y apostólico, se ha identificado con el Grano de trigo que ha muerto por todos los hombres, se hace presente en su Iglesia, y se nos ofrece en la Eucaristía. Así, también en él se ha operado una maravillosa conversión: se ha vuelto grano de trigo que muere y produce mucho fruto (cfr. Jn 12, 24).
JAVIER ECHEVARRÍA