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Alimentar la vida limpia del cónyuge y de los hijos
El Maestro, en Cana, contó con la colaboración de los sirvientes: ellos llenaron las seis hidrias de agua limpia que Él convirtió en vino (cfr. Jn 2, 11). Hoy, no cabe duda, el Señor quiere servirse de sus discípulos para realizar nuevos milagros; y podemos pensar que desea empezar -como entonces- por convertir de nuevo el agua limpia en vino: transformar la belleza del amor humano en la maravillosa realidad del amor cristiano que El trajo a la tierra. Pero no debe faltar la generosa colaboración de los sirvientes: entonces se fatigaron con fe para colmar de agua hasta el borde aquellas vasijas (cfr. Jn 2, 7); hoy pide a los suyos el trabajo de cultivar un amor limpio, apasionado y sacrificado a la vez, que respete el orden que El en su sabiduría ha dispuesto; un amor fiel y puro que sea a la vez atractivo y convincente.
Resulta apasionante el desafío que se propone a las generaciones cristianas: vivir con garbo la sacralidad del amor y de la vida, reconociendo su esplendor y su grandeza como dones de Dios a sus hijos. Constituye un desafío para todos los cristianos, no exclusivamente para los jóvenes o únicamente para los casados, ni sólo para los hombres o sólo para las mujeres: cada uno desempeña su propia parte en este milagro, todos deben colaborar.
El prodigio cristiano presenta todas las características de lo extraordinario en lo ordinario: hacer lo natural y normal -lo que resulta asequible a todos en cada una de sus exigencias-, pero que se transforma en heroico cuando se acaba con perfección y se afrontan bien las muchas dificultades que surgen: si ciertamente la mayoría no pasan de pequeñeces y sólo alguna se presenta un poco más grande, también queda patente que todas juntas piden una respuesta heroica a la gracia de Dios. No parece difícil un día o una vez dominar el malhumor ante lo imprevisto, contener la impaciencia ante los repetidos retrasos, estar presente a la hora de arrimar el hombro en las necesidades del hogar (arreglos de cosas que no funcionan, preguntas de los hijos), dedicar tiempo al descanso con el otro cónyuge y con los hijos, no dejarse absorber por el trabajo profesional... Pero afrontar cada una de esas vicisitudes -cuando el trabajo profesional va bien y cuando se complica, cuando los hijos no dan guerra y cuando plantean problemas, cuando la salud acompaña y cuando la enfermedad aparece-, requiere visión sobrenatural, mucho amor al cónyuge y a los hijos; exige mucho dominio de sí y mucha virtud. El matrimonio cristiano asume las características de «un gran misterio» (Ef 5, 32) cuando se vive con plena fidelidad a Dios y a la otra parte, porque marca un camino de gracia y de santidad que introduce en el trasunto de Cielo que la alianza de Dios comunica a los hombres y a las mujeres que lo acogen.
Lógicamente, son los cristianos unidos en matrimonio quienes llevan en este desafío la voz cantante. A ellos les toca mostrar a los demás, con su conducta concreta, cuáles son el modo recto y las verdaderas soluciones a los problemas que se presentan; cómo debe alimentarse constantemente el amor al propio cónyuge y a los hijos para asegurarles una conducta limpia y feliz, con la relativa felicidad que es posible alcanzar en esta tierra. Son criterios de comportamiento que todos conocen, pero que se necesita contemplar en la realidad de la existencia de alguien para convencerse de su eficacia.
Uno de esos criterios, quizá el más general, dice que las cosas del amor familiar -y todas las que de un modo u otro se ventilan en el matrimonio y en el hogar, lo son- no se resuelven basándose en reglamentos y normas prefijadas. Si parece razonable que en una casa no falte un cierto horario y un estilo de vida, también se ve oportuno que la flexibilidad forme parte de los seres de carne y hueso, mientras no se verifica en las criaturas de piedra o de metal. Por eso, las soluciones reclaman en ocasiones un poco de «negociación», proponer una alternativa, sugerir ajustes: unas vacaciones más cortas o más largas, renunciar a un nuevo vehículo o comprar uno más barato, no adquirir un traje nuevo, distraerse con un programa de televisión o de cine en lugar de otro.
De esa manera se hace frente a lo que económicamente no admite otra salida y a lo que quizá significa un daño para la vida espiritual, todo sin descuidar las necesidades materiales y espirituales de las personas. El amor anima a esforzarse para descubrir modos de descansar amenos y eficaces, para encontrar una alternativa simpática a las irremediables renuncias. Nada más lejos de una buena norma que contentarse con un seco decir «eso no es posible» o «no iremos allí»; de ordinario, hay que escuchar mucho, comentar amablemente, ofrecer salidas positivas que resuelvan las necesidades de las personas que amamos, de manera que las puedan entender, y aceptar las soluciones o propuestas por razones humanas y cristianas.
JAVIER ECHEVARRÍA