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20 mayo 2026

JOSÉ. Primera etapa del viaje hacia Belén

Primera etapa del viaje hacia Belén

Cerró la puerta, puso el pasador y lo sujetó con una clavija. Se puso en marcha bajando con el burro cargado. Cleofás le acompañaba. Miriam los seguía con su hermana. De detrás de las espaldas de los hombres llegaban las voces de las mujeres. La mayor aconsejaba a la más pequeña.
—No sé si haces bien yendo a Belén —decía Cleofás—. Y además llevas a Miriam contigo. No quisiera reñirte, pero me parece una ligereza...
Con una mano apoyada en el lomo del burro contestó:
—Sé que nos aprecias. Reconozco que me marcho con aprensión... Pero lo hemos discutido Miriam y yo. A ella también le parece que lo correcto es cumplir con la orden del rey. Además, soy el mayor de la estirpe. Debería estar inscrito en el libro de familia. Y mi Hijo si naciera... De hecho él debería ser el dueño de la campa.
—¿Te habrán dejado algo? —en la voz de Cleofás sonaba la duda.
—Mi padre me dejó el campo de David. Es una pequeña parcela.
—Que no te engañen al menos. Perdóname que te lo diga, pero la gente de tu linaje...
—Hablas con el corazón. Ninguna estirpe está libre de pecado...
—¿Pero no te quedarás en Belén?
—Ahora no. Ya que están atemorizados... Creo sin embargo, que después de cierto tiempo nos iremos allí y nos quedaremos para siempre.
—Haz lo que te parezca. Eres prudente y la bendición del Altísimo está sobre ti. ¿Nos veremos entonces dentro de poco?
—Así lo creo.
—¿Por qué no has cogido ninguna ropita para el Bebé? —oyó que la mujer de Cleofás le pregunta a Miriam.
—Vamos con la familia de José. Si hace falta, me darán sin duda algo para envolverlo. No quería sobrecargar demasiado al borriquito. José ha cogido alguna que otra herramienta. El pobre animal tendrá que cargar también conmigo...
Cleofás y su mujer les acompañaron hasta la carretera. Luego Miriam se montó sobre el asno. José cogió las riendas en la mano. Se volvieron otra vez y agitaron la mano en señal de despedida. Los otros le contestaron con el mismo gesto.
Cuando la figura de su cuñado desapareció tras el recodo, José sintió en el corazón una punzada de intranquilidad. Se le presentó ante los ojos su último viaje: el calor y el cansancio del camino, los páramos que había de atravesar, vadear el río, el ataque de los bandidos... El recuerdo de todo esto le había llenado de pavor durante los largos días, y aún más largas noches, cuando Miriam se fue a casa de Isabel. Ahora se enfrentaba con lo mismo y no iba solo. Las noches de comienzos de primavera eran glaciales. Durante el día caían unas tormentas violentas, tanto más violentas, cuanto que estaban llevadas en las alas de un viento impetuoso llamado qaddim, que soplaba en esta época. Miriam no se quejaba de nada, y sin embargo todo parecía indicar que el momento del parto estaba próximo. No podían caminar deprisa. Había que evitar el pernoctar al raso. Sabía que tendría que apartarse del camino, para buscar aloja¬miento en los poblados cercanos. Si durante la noche se presentara repentinamente su hora, Miriam necesitaría tener a una mujer cerca.
Los bandidos le inspiraban menos miedo. El decreto real había dado lugar a que los caminos estuvieran llenos de gente. Cuando llegaron a la ruta principal, que sin pasar por Samaria llevaba a Judea, se encontraron en medio de una multitud de viajeros. Muchos judíos se habían asentado en Galilea y otras regiones más lejanas. Ahora volvían a su lugar de nacimiento. Una masa ingente de personas se había puesto en camino. Los grupos se sucedían. Cami¬nando se quejaban de Herodes, lo maldecían. Pero callaban enseguida, en cuanto se cruzaban con alguna patrulla de soldados del rey. Para evitar revueltas, Herodes había man¬dado vigilar los caminos. Los soldados iban a caballo. Eran hombres altos, fuertes y rubios, mercenarios germanos, tracios o griegos, que después de terminar su servicio en el ejército romano, se enrolaban al servicio del rey judío... Cuando se acercaban, todos bajaban la cabeza y caminaban en silencio. En cuanto desaparecían, las maldiciones y las imprecaciones brotaban con nuevos ímpetus. Gritaban: ¡Muera Herodes! ¡Mueran los idumeos! ¡Mueran los impuros! La gente se excitaba con estos gritos. Además, los habitantes de Galilea eran conocidos por su terquedad. Viviendo entre paganos, tenían que ocultar sus sentimientos. Pero aquí, en la carretera donde solo había judíos, los sentimientos reprimidos se manifestaban con toda su fuerza.
Esta enorme multitud vociferante, que crecía de día en día, invadía por la noche el pueblo o poblado que encontraba en su camino. Todos los espacios libres eran inmediatamente ocupados. Cuando se detuvieron el primer día para pernoctar en una aldea cercana a Scitópolis, José se dio cuenta de las dificultades que tendría que sobrellevar durante el resto del trayecto. Cuando llegaron a la aldea, todas las casas estaban repletas de viajeros. Los viajeros se comportaban sin miramientos. Era impensable que alguno estuviera dispuesto a ceder ni siquiera un trozo del espacio que ocupaba. Los que llegaban primeros rechazaban a los que aparecían más tarde. Se gritaban maldiciones e imprecaciones. La fuerza y el dinero lo decidían todo. La presencia de una mujer no movía a nadie a ser más correcto. Los hombres bebían y, borrachos, hablaban delante de Miriam con palabras soeces.
Mientras tanto había llovido. Un agua helada había caído a cántaros del cielo, el viento ululaba, la tierra se convirtió en un barrizal. Después de largas discusiones, José consiguió convencer al dueño de una de las casas para que le dejara pasar con Miriam a un pajar repleto de gente. El dueño le exigió por este resguardo una suma bastante alta. «Tengo que cobrarlo de vosotros —explicaba con tono lloroso— porque ¿quién me va a pagar todos los daños ocasionados? Mira la que arman, pisan, pisotean, lo destrozan todo, cogen lo que quieren sin pedirlo. Me han sacado el vino de la bodega y se lo han bebido todo. Se han metido en la despensa. Pero intenta decirles que paguen. ¡Se burlan y te dicen que lo pague Herodes! Y si no les das, son capaces de matarte... Por eso tengo que cobraros a vosotros, aunque veo que eres honrado...»
José miraba espantado lo que ocurría a su alrededor.
¿Eran los mismos campesinos y artesanos galileos con los que había tratado tantas veces? Siempre le habían parecido educados, bondadosos y piadosos. Ahora eran personas totalmente distintas. El dueño tenía razón: cogían la comida y el vino sin pedirlo, y aprovechaban la oportunidad para destruirlo todo. Cuando no tenían leña para encender el fuego, arrancaban la valla. Exigían que los moradores de la aldea les sirvieran. Llamaban al dueño para que les mandara a sus hijas porque querían divertirse con ellas. Se oían las palabras más obscenas. A duras penas pudo retener a Miriam, que quiso abandonar el pajar para no escuchar esto. Cuando la hubo convencido por fin de que no podían pasar la noche bajo la lluvia, se envolvió hasta la cabeza en el manto y se echó sin decir palabra. Se apretó contra él y él sentía cómo le temblaba todo el cuerpo.
Las etapas debían ser cortas, el camino se alargaba. Al segundo día bajaron a la cuenca del Jordán. El frío dejó paso a una humedad sofocante. Después de las últimas lluvias, el río venía muy crecido. Bajaba rápido, turbio y amenazador. El vado superior, cerca de Pella, se cruzaba normalmente, sin dificultad. Esta vez, sin embargo, había de ser una verdadera hazaña. La multitud se arremolinó en la orilla.
José temía que el burro que llevaba en la grupa a Miriam pudiera caer, tirado por el ímpetu de la corriente. Por si acaso, le despojó de toda la carga. Sujetándole por las riendas muy cortas trató de hacerle entrar en el agua. Pero el animal, asustado por el ruido del agua y los chillidos de la gente, apoyó las patas y se negó a dar un paso. Levantó el palo para pegarle. Miriam lo detuvo. Le dio unas palmaditas en el cuello, le habló en voz queda y el animal, aunque temblando, se decidió a entrar en el agua.
Sujetándose a una soga que había sido lanzada de una a otra orilla, manteniendo a Miriam con el hombro, probando con cuidado cada paso, cruzaba lentamente el río. Bajo los pies tenía unas piedras resbaladizas, movidas por la corriente rápida. El agua estaba muy fría. La gente delante y detrás de él se caía, se debatía, adelantaba echando tacos. Temblaba al pensar que Miriam podía caerse. Ella apoyó la mano confiadamente en su hombro y se agarraba instintivamente a cada tropiezo de la montura. Pero no dio muestras de inquietud en ningún momento. A pesar de la fatiga soportada, siguió siendo la de siempre: tranquila y serena.
Cruzaron felizmente el Jordán. Pero Miriam estaba calada y era menester que se secara la ropa antes de proseguir el viaje. José encendió fuego.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó preocupado.
—Perfectamente —le tranquilizó ella—. Ya hemos cruzado el primer vado.
—Tiemblo al pensar cómo va a ser el vado inferior. Es siempre más difícil y el agua no va a decrecer en dos días.
—¿Por qué te preocupas antes de tiempo? —dijo ella—. No te angusties con suposiciones. El Altísimo no dejará de velar.
Asintió con la cabeza, pero no dijo ni una palabra. Como un relámpago, pensó: ¡Él está velando, pero sin embargo no quiere ahorrarme-ningún trabajo! Como si adivinara sus pensamientos, dijo ella:
—No ocurrirá nada que pueda estar en contradicción con Su voluntad. Él está velando y ayudando. A todos... Pero deja que nos afanemos para que pongamos la confianza en El.
—Me preocupa, sin embargo —dijo él—, que llegues a agotarte.
Sintió sobre su brazo la caricia de su mano.
—El conoce también mi cansancio.
—¿Tal vez no quería que emprendiéramos este camino?
Ella le sonrió.
—Los hombres no son más que hombres, pueden equivocarse. Pienso a menudo que Le gusta enderezar los errores humanos...
No dijo nada más. En su cara apareció una expresión de profundo gozo. Desde que la tenía a su lado, le notaba a menudo esta especie de arrobamiento en algo que estaba en ella, y que tenía que ser para ella la mayor felicidad.
Descansaron un poco. Cerca de ellos se reunió un grupo de hombres. Ellos también encendieron una hoguera, gritaban, vociferaban, bebían. De nuevo se les escuchaban palabras groseras, que llegaban hasta Miriam. La expresión de dicha reflejada en su cara se apagó. Hizo un gesto de dolor como si la hubieran golpeado.
Iré a tranquilizarles —explotó José al verlo.
—No, no —se opuso ella—. No te escucharán o para molestar dirán incluso cosas peores. Si supieran... Es mejor que prosigamos nuestro camino.
—No has descansado, no estás seca...
—Estoy casi seca. Lo demás se secará por el camino.
Después de alejarse un buen trecho, preguntó ella:
—¿Conoces alguna beraká que se rece por quienes pecan de palabra?.
—Es probable que no exista ninguna.
—Entonces hagamos una, pues hay que rezar mucho por estas personas.
No era la primera vez que acudía a él para componer una nueva oración. Le rogaba: «inventa las palabras para que recemos por Sara, que perdió ayer una moneda y está desesperada. Por el pequeño Nekon, que se rompió la pierna y está triste... Por el pagano ése que le pegó a Joas... Por aquella mujer pagana, cuya hija está tan enferma...» A José nunca le parecían mal estas peticiones. Pero él, aunque por naturaleza estaba lleno de benevolencia para con todos, no siempre conseguía componer una oración de inmediato por alguien que le había ofendido. Tenía que tranquilizarse primero. Para Miriam, la primera respuesta ante cualquier daño que los demás le hicieran era un deseo de rezar por los causantes de este dolor. Cuando él consideraba esto, aumentaba su convencimiento de que era esposo de una muchacha poseedora de una extraordinaria piedad. Dentro de él resonaba una especie de voz que decía «Esto no es para mí. Soy un hombre sencillo. ¡Yo quiero un amor humano corriente!». Pero ahogaba inmediatamente esta objeción. Sabía que si Miriam era distinta de todas las demás muchachas que había visto en su vida, también el amor que él le tenía era distinto del amor de cualquier hombre incluso por la más hermosa de las mujeres.
JAN DOBRACZYNSKI