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12 mayo 2026

COMENTARIO AL SALMO II. El programa de Cristo

Ignacio Domínguez.
«Praedicans praeceptum». El programa de Cristo

Leyes del pecado
Regnavit mors: reinó la muerte: y en el corazón de los hombres se implantó la ley del pecado, con toda su gama de variantes y formulaciones:
hay personas para quienes no hay más ley en el universo que la ley de la gravedad, y hacen tabla rasa de todos los valores morales;
hay otras —escribas y fariseos hipócritas— que pagan el dinero de la menta y del comino, y después no cumplen lo más importante de la ley;
para muchos, la única ley es el dinero;
para otros sólo existe la ley del más fuerte;
hay quienes se alimentan de la injusticia y la maldad,
y los hay también que sólo se rigen por la ley del placer, sucio su corazón, incapaces de amar al Amor.

Bienaventuranzas
Pero Jesucristo destrozó a la muerte y arrasó su reino.
Entonces, El mismo, —Cristo Rey en Sión, monte santo de Dios—, predicó su decreto, estableció su ley.
En efecto, todos los comentaristas del Salmo 2 estiman que praedicans praeceptum idem est ac legem evangelicam docens, la predicación de su decreto es la enseñanza de la ley evangélica, o «el Evangelio» sin más, como dice Tomás de Aquino.
En la imposibilidad de abarcar todo este tema, vamos a fijarnos en lo que se ha dado en llamar «quintaesencia del Evangelio»: las bienaventuranzas.
Dice San Mateo: Subió Jesús al monte con sus discípulos y mucho gentío, y una vez sentado, empezó a enseñarles, diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos;
bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra;
bienaventurados los que lloran, porque serán consolados;
bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados; bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia;
bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios;
bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios;
bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos
Para una exposición amplia y sustanciosa de' las «Bienaventuranzas», ver San Agustín, El Sermón de la montaña, Ed. Palabra, Madrid, 1976.

Vamos a repensarlas un poco:
Bienaventurados son los pobres: no los que Carecen de bienes de fortuna a causa de su pereza;
bienaventurados los mansos: no los que no se "complican la vida", porque son cobardes;
bienaventurados los que lloran: no simplemente los que viven amargados y se pierden en estériles lamentos;
bienaventurados los que tienen hambre y sed de santidad: no los santurrones beatos;
bienaventurados los misericordiosos: no los filántropos;
bienaventurados los limpios de corazón: no los que viven obsesionados por el pecado de impureza;
bienaventurados los pacíficos: no los abstencionistas que no saben comprometerse en el Amor;
bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia: no los insolentes que pisotean la ley.
El espíritu de las bienaventuranzas no permite en modo alguna quo nos durmamos en los laureles, que busquemos atajos facilones para el seguimiento de Cristo.
El espíritu de las bienaventuranzas se opone radicalmente al espíritu del mundo. Las gentes, los pueblos, los príncipes y los reyes de la tierra, se consideraban a sí mismos «beati», dichosos, bienaventurados... ¡qué lejos están de la ley evangélica!
«Ojo por ojo y diente por diente»: dura es la ley del Talión;
«Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo»: dura es la ley de la vieja economía.
El camino de la felicidad, de la bienaventuranza, sólo Cristo supo trazarlo de manera definitiva. Las bienaventuranzas son virtudes netamente cristianas. La mentalidad pagana del mundo ni las conocía ni las conoce.
Son ocho puntos que comprometen al hombre hasta el fin. Y, a juicio de Santo Tomás, hay en ellas una gradación ascendente que culmina en la plena asimilación de Jesucristo —et hunc crucifixum— cosido con clavos al madero de la Cruz.

Santo Tomás agrupa las bienaventuranzas en cuatro apartados:
I. Las bienaventuranzas que se relacionan di¬rectamente con la eliminación del pecado. Son tres: la pobreza, la mansedumbre, la compunción; y liberan de la vana felicidad que la vida voluptuosa promete:
a) Muchos hombres buscan en las riquezas y en los honores una superioridad sobre los demás. Pero Cristo dice que la felicidad verdadera está en la pobreza voluntaria, por el reino de los cielos.
La virtud de la pobreza lleva consigo una acti¬tud de desprendimiento respecto de todas las cosas del mundo, lleva también —y más— el vaciamiento y despojo del hombre viejo que tantas veces quiere salir por sus fueros.
Omnia mea tua sunt: todo lo que tengo, Dios mío es tuyo: dispón de mí. La pobreza es disponibilidad sin límites a la voluntad de Dios.
Hay quienes buscan la seguridad de sus vidas en la fuerza, en los litigios, en la guerra cruel, deseosos de destruir a otros hombres que les hacen sombra. Pero Cristo dice que no: la felicidad está en la mansedumbre, en la comprensión. Es doctrina muy elevada.
No es fácil en modo alguno entender aquellas palabras de Cristo: Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; si alguien te quiere arrebatar el manto, déjale también la túnica...
Nos parece una exageración, un hebraísmo, una hipérbole.
Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón: Ojalá seamos buenos discípulos de tan buen maestro: amabilidad con todos, delicadeza en el trato... Es todo un programa de vida.
Hay, finalmente, quienes buscan aturdirse en los afanes del mundo, divertirse..., no pensar en la muerte, ni en el pecado..., evitar toda contrarie¬dad y todo trabajo... Pero Cristo dice que el consuelo del alma no viene por esos caminos: es don de Dios y de Dios viene.
Bienaventurados los que lloran: Todo hombre es pecador: el espíritu de compunción debe acompañarlo siempre: Nocte rigabo lectum meum lacrimis meis, así decía el rey David al considerar su pecado: mis lágrimas empapan, cada noche, el lecho donde me acuesto. Y San Pedro flevit amare, lloró amargamente: hasta hacérsele surcos en las mejillas. Había dicho: Nescio hominem istum: no conozco a Jesús.
Pero no sólo mis pecados. También los pecados de los demás hombres. Bienaventurados los que lloran, pues completan en su cuerpo lo que falta a la pasión de Jesucristo por su Iglesia.
Pobreza, mansedumbre y contrición: bienaventuranzas que liberan el alma, rompiendo las ataduras del mal.
Las dos bienaventuranzas siguientes —hambre de justicia y misericordia— pertinent ad opera activae beatitudinis: pertenecen a las obras de la felicidad activa.
Justicia es dar a cada cual lo que le pertenece: a Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César, a cada uno lo que es de cada uno: cui tributum, tributum; cui vectigal, vectigal...: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; y al que honor, honor.
Dice santo Tomás: El Señor nos quiere hambrientos de esta justicia, y que nunca nos sintamos saciados de ella en esta vida... De esa forma, en la vida eterna nos saciará la perfecta justicia de Dios.
Mientras el hombre vive en pecado, no tiene hambre y sed de justicia; cuando empieza a eliminar el pecado en su vida, el hambre y la sed de justicia empieza a acuciarlo.

La justicia... y la misericordia.
Bienaventurados los misericordiosos.
A muchos les cuesta horrores meterse en la miseria ajena; la misericordia es atributo divino: Dios, que se inclina sobre la miseria humana. Por eso, bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Misericordia es amor, es comprensión, es volcarse sobre las necesidades del prójimo es un magnífico despliegue de las llamadas catorce obras de misericordia: espirituales unas, corporales otras: necesarias todas.
El tercer grupo de bienaventuranzas pertinent ad contemplativam felicitatem: pertenecen a la felicidad contemplativa: la mirada limpia y la paz.
Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.
Sólo se ve bien cuando se tiene limpio el corazón. Y esta limpieza interior requiere lucha. Dice el autor de Camino: «Si tu ojo derecho te escandalizare... ¡arráncalo y tíralo lejos! —¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza! Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos.— Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: "Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!"» (Camino, 163).
Dios es Deus unitatis et pacis, Dios de uni¬dad y de paz. Por eso, los pacíficos imitan a Dios, como buenos hijos que son. Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios: partícipes de su misma naturaleza, poseedores de sus mismos sentimientos.
La paz de Cristo supera todo sentido —dice san Pablo. Y ésta es la paz que debemos llevar a todos: Cum intraveritis, dicite PAX: Cuando entréis, decid «PAX» (6), y si allá hay alguien de paz, conectará con vosotros. Esto —dice santo Tomás— est quaedam inchoatio futurae beatitudinis: es como un preludio de la futura bienaventuranza del cielo.

IV. La octava bienaventuranza es un resumen de todas las anteriores y manifestación de las mismas: pues de estar uno confirmado en la pobreza de espíritu, en la mansedumbre, y en todas las demás, proviene que no se aparte de estos bienes por ninguna persecución.
Bienaventurados los que sufren persecución... Son las pruebas de la santidad heroica, cuando se ha asimilado plenamente a Jesucristo crucificado: continuar siendo humildes, mansos, misericordiosos, buenos, con los mismos perseguidores; conservar inalterable la paz y darla a los demás; mantener el corazón perfectamente limpio y suave, sin resentimiento ni escozor contra nadie, entregar conscientemente la vida en holocausto..., ésta es la total perfección cristiana.
Pero, ¿es esto para todos los bautizados, o camino nada más para algunos elegidos? Para todos: es el desarrollo normal de la gracia y los dones del Espíritu Santo en el alma del que no pone obstáculos de ningún género. Por eso, Monseñor Escrivá de Balaguer, poniendo la meta en lo más alto, solía decir: «Tienes obligación de santificarte. —Tú también.— ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos como mi Padre Celestial es perfecto"» (Camino, 291).
Santísima Virgen María —beata quae credidisti—, bienaventurada por tu fe de entrega total, ora pro nobis:
para que no nos asustemos al oír a Jesús praedicans praeceptum en Sión: a todos los fieles;
para que no nos paremos a mitad de carrera en la meditación del Salmo 2, sino que lleguemos hasta el final: bati qui confidunt: dichosos los que se fían de Dios;
para que nunca digamos «basta» a las exigencias del Amor.