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7 abril 2026

COMENTARIO AL SALMO II. Consignas de rebeldía

Ignacio Domínguez
«Dirumpamus... proiiciamus»... Consignas de rebeldía

Dirumpamus vincula eorum et proiiciamus a nobis iugum ipsorum (Sal 2, 3): rompamos sus cadenas, destrocemos su yugo!
Este es el motivo de la sublevación: los vínculos que les religan a Dios: el yugo suave de gracia y de vida, de amor, de justicia y de paz.
«Rompamos... destrocemos...». Tal es el objetivo: Como no pueden entender la misericordia, se alimentan de la injusticia... Y rabian ante el amor (es cristo que pasa, n. 185).
¡Qué horroroso lema!: Dirumpamus... Proiiciamus! ¡Qué programa de violencia! ¡Todo negativo!
Hablan en plural. Son muchos. Mi nombre es legión (Mc 5, 9).
Y se animan mutuamente.
Si se les pregunta por qué —quare?—, no dan ninguna explicación coherente.
Ya no saben razonar: sunt sicut equus et mülus, quibus non est intellectus: habet potestatem daemonium super eos (Tob 6, 17): lo mismo que animales, son incapaces de pensar rectamente: el demonio los animaliza, el demonio los tiene bajo su imperio.
Se mueven por «slogans», por consignas que unos a otros se transmiten: dirumpamus vincula, proiiciamus iugum...
Y rabian ante el amor.
Rompamos sus cadenas
San Atanasio pone este grito de rebelión en labios de aquellos que «no quisieron permanecer en la red santa de la que Nuestro Señor dijo: el reino de los cielos se parece a una red barredera que recoge, en el mar, toda clase de peces...» (San Atanasio).
Son los herejes de todos los tiempos, los que no quieren someterse a la Iglesia, los que han estado algún tiempo en la red barredera que busca a todos, pero no perseveraron. Los apóstoles malos miserunt foras, arrojaron fuera a los indignos, a los que pensaban en destruir la vida de unión con Dios.
Santo Tomás de Aquino da otra interpretación que converge con la anterior: vincula sunt virtutes: spes, fides et charitas: los lazos de unión son las virtudes: la fe, la esperanza, la caridad. Y el romper esos lazos conduce a la destrucción de la vida teologal, de la visión sobrenatural, de la santidad personal.
Dirumpamus!... Dirumpamus!... Destrocemos, rompamos, librémonos de estas ataduras...
El hombre está hecho para la libertad. Pero no hay libertad más que en el sometimiento a Dios.
En Pisidia, en las ruinas de una iglesia, se halló esta inscripción:
«Lee, extranjero, y ganarás un precioso don para el camino de tu vida: sólo es verdaderamente libre quien es libre en su alma.
»¿Quieres medir la libertad de un hombre? Considera su alma, si es libre por dentro, si sus juicios son conforme a la recta razón: eso es lo que constituye la verdadera nobleza.
»Fundándote en ese criterio para conocer la libertad de un hombre, considera necedad y simpleza esa larga lista de antepasados de que algunos se glorían. No, no son los antepasados quienes fundan la libertad del hombre. Y es que no hay más que un solo antepasado para todos: Dios. Y un mismo barro ha servido para todos. Considera diabólica y maldita la presunción de aquellos que creen bastarse a sí mismos y se encierran en moradas de soberbia. No, no es el hombre quien puede autosalvarse. Y es que no hay más que un Salvador de todos: Cristo, que murió por todos.
»Quien posee un alma religiosa, ése sí es verdaderamente libre y verdaderamente noble. Por el contrario, no temo llamar esclavo, y aún tres veces esclavo, al hombre vil que posee un alma cobarde y orgullosa.»
La verdad nos hará libres (Jn 8, 32). Y la verdad es que somos criaturas religadas necesariamente a Dios, con lazos de creación, con vínculos de elevación, con clavos de redención.
Si el hombre rechaza esas cadenas divinas, cadenas de cielo, otras cadenas, cadenas de pecado, se le enroscan en el alma hasta ahogarla, hasta perderla eternamente.
Rechacemos su yugo
Yugo, podemos definirlo así: «Instrumento de madera con que se uncen dos fuerzas de tracción, formando yunta, es decir, emparejados el uno al otro».
Una yunta es cosa de dos; es cosa del hombre y de Dios que tiran conjuntamente.
Los hombres, por creaturas, fueron uncidos por Dios a su yugo.
Pero los hombres dicen: Proiiciamus iugum a nobis: rechacemos su yugo.
Jesucristo hace un llamamiento a todos los hombres: Cargad mi yugo sobre vosotros (Mt 11, 19). Es su voluntad universal.
Pero los hombres, rechazando la salvación de Cristo, dicen: Proiiciamus iugum a nobis.
La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, dice: El matrimonio es un conyugio, es indisoluble; el sacerdocio imprime carácter, es para siempre...
Pero los hombres, que no quieren compromisos definitivos, dicen: Proiiciamus iugum a nobis: matrimonio a prueba, sacerdocio a prueba...
Proiiciamus iugum! es el grito rebelde del hombre que no quiere someterse a los planes de Dios; es —según San Bernardo— el décimo grado de la soberbia, que desemboca en lo que el mismo autor llama «la costumbre de pecar».
Una cosa es pecar, doliéndose de ello, sabiendo que se hace mal y deseando obrar mejor; y otra muy distinta es creer que se hace el bien cuando se está haciendo el mal, decirlo, y enorgullecerse de ello.
El hombre ha arrojado lejos el yugo de Dios, la relación a Dios: el perezoso es un asténico; el orgulloso, un paranoico; el lujurioso, una víctima del desequilibrio hormonal... ¡Ya no existe el pecado! La sicología y el sicoanálisis lo reducen todo a niveles puramente naturales, a enfermedades, a superación del oscurantismo de otros tiempos.
Proiiciamus iugum! El grito rebelde del hombre ha tocado fondo: lo que, desde Pío XII, se viene llamando «la pérdida del sentido del pecado».
Pero, ¿quiere decir esto que se quedarán sin yugo? No, se quedarán sin el yugo suave de Dios. Pero se someterán a otros. Y es que el hombre, una de dos, o se somete al yugo de la caridad o al yugo de la concupiscencia. San Agustín dice: Iugum Christi /ere nihil áliud quam pie vivere: el yugo de Cristo es la vida de piedad: pero la piedad, la oración, el trato con Dios, a muchos les cansa, les hastía, les resulta insoportable: ¡no están bajo el yugo de la caridad!: non amanti, iugum durum est: para el que no ama, el yugo de Cristo es pesado. Y surge la repulsa: proiiciamus iugum eius! Dirumpamus eius vincula!
¡Esclavos! Nada más esclavos del pecado.
Es necesario desagraviar. No se puede estar en las nubes.
Por eso, «no seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de rezar a María Inmaculada una jaculatoria siquiera cuando pases junto a los lugares donde sabes que se ofende a Cristo» (Camino, 269).