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4 abril 2026

MARÍA. GETSEMANÍ

GETSEMANÍ
La cumbre del dolor es el Calvario, también para la Virgen. ¿Nos será dado comprenderla allí un poco más? Seguro que sí. Pero antes, si queremos atisbar lo acontecido en el Gólgota, hemos de pasar por Getsemaní. Allí no está María, sólo su Corazón. Allí está Jesús solo; solo con los Apóstoles dormidos, incapaces de velar con El una hora, en aquella hora en la que realmente comienza la Pasión. Cristo ve lo que está a punto de suceder y se estremece. Acude a la oración, El que es Dios: busca para su Corazón humano, la fuerza en el diálogo con su Padre. Necesita mucha fortaleza, porque es inmenso, único, el dolor que habrá de sufrir. Comenzó a experimentar una terrible angustia y tristeza, que irían en aumento hasta alcanzar —así lo expresa San Lucas— la agonía: una tremenda lucha íntima. Fue su angustia muy grande y le producía un profundo tedio y hastío, según advierte San Mateo. Y San Marcos completa el cuadro diciendo que por el ánimo de Jesús pasó el pavor (nuestra palabra más aproximada): un temor profundo acompañado de sobresalto y espanto. Con palabra ajustada a lo que sentía, el Señor manifiesta a los suyos: «me muero de tristeza». Tedio, hastío, tristeza, pavor, angustia, son palabras de los evangelistas para explicar los sentimientos de Cristo en Getsemaní. San Pablo, evocando este momento, dirá de Jesús que «en los días de su carne ofreció con clamores intensos y lágrimas, oraciones y súplicas a Aquel por el cual podía ser librado de la muerte». Podía, pero no lo hizo; ni alivió tampoco el dolor, tan intenso que el Redentor sudó gruesas gotas de sangre que chorreaban hasta el suelo. Entre tanto, El, postrado, bajo la luna llena del mes de Nisán, prolixius orabat, oraba con más intensidad.
Otros, infinitamente menos santos, han ido cantando hacia la muerte, hacia el martirio. Un misterio se oculta ahí. Cristo debía asumir el dramatismo pleno de la Redención. Pro nobis peccatum fecit, se hizo pecado por nosotros, afirma gráficamente San Pablo. No podía Jesús cometer el pecado más nimio, siendo El la suma Santidad. Pero quiso —siguiendo la Voluntad de su Padre— asumir los incontables pecados de todos los hombres, cargarlos sobre sí, para presentarse ante el Tribunal de Dios, como si fuese El el responsable: pro nobis peccatum fecit. De este modo, la justísima ira divina descargaría sobre el Hijo del hombre todo el rigor de la Ley ultrajada.
Podríamos entretenernos, con gran provecho, en cada uno de los dolores corporales de la Pasión: los golpes, bofetadas, salivazos de los soldados; la flagelación, la coronación de espinas, el camino hacia el Calvario bajo el peso lacerante de la Cruz, la crucifixión... Siendo todo ello tan cruel, es casi nada si lo comparamos con el sufrimiento del alma humana de Cristo.
Había que saldar la deuda infinita del pecado — ¡qué poco sabemos de ese misterio de iniquidad!—, la absurda declaración de independencia del hombre respecto a Dios: el huir lejos de Dios, que es toda la Verdad, toda la Bondad, toda la Belleza, todo el Amor, Causa primera de toda verdad, bondad, belleza, y de todo amor limpio que hay o puede haber en las criaturas; Causa de todo aquello que está supuesto en la más pequeña chispa de bienestar. El pecado es un uso monstruoso de la libertad por el que se emprende un viaje «fuera de Dios», es decir, al vacío de verdad, de bien, de amor, de gozo; hacia la mentira, al mal, al odio, a la angustia, en una palabra, al infierno. ¿Qué otra cosa es el infierno sino el vacío —que debiera estar lleno— de Dios? Es cierto, lo peor del infierno es que allí no está Dios y, en conse¬cuencia, no puede haber placer alguno, ningún alivio en el dolor, ningún descanso, ninguna esperanza.
En la tierra, el placer que, de ordinario, se encuentra en el mal, es posible porque Dios, en espera de la conversión, todavía no ha abandonado al pecador a la consecuencia última de su pecado. Es cuando el hombre muere sin contrición cuando ya no resta nada por hacer: su libertad queda fija en el mal, ese bien ilusorio y absurdo buscado fuera del Bien que es Dios. Entonces, Dios, creador de la libertad, por decirlo así, se ausenta: hace lo que el pecador ha querido y éste queda solo con su sola nada, en una contradicción profunda consigo mismo; en un estado que el mismo Dios ha descrito como «llanto y rechinar de dientes».
En un alarde de amor y de misericordia, Dios se hizo Hombre para rescatarnos del poder del pecado, librarnos del infierno y abrirnos las puertas del Cielo. Para ello —tan exhaustiva quiso que fuese la Redención— decidió pasar de alguna manera, en la tierra, por lo más grave del infierno: el abandono de Dios. Es impresionante aquel grito de Cristo en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Parece que Cristo siente la pavorosa impresión de la soledad absoluta en su Humanidad Santísima. Siendo El mismo, Dios, sabe que se trata de una ausencia, de un vacío, de una soledad aparente, aunque sufrida; y la acepta de un modo sereno, libérrimo —con gesto de Sacerdote Eterno—, amorosísimamente. Es tal la dignidad que se manifiesta en el Crucificado, que uno de los ladrones que mueren con El, reconoce su realeza y aspira a habitar en su Reino. Es tal el Amor y la Misericordia que muestra Jesús, que el buen ladrón, contrito ya, se atreve a suplicarle que se acuerde de él. Qué buen ejemplo —el del ladrón que llegó a ser bueno, y el de Jesús— para mirar y para imitar, en el dolor.
A veces nos pasa a nosotros: parece como si Dios no existiera; o como si nos hubiese abandonado. Qué dolor, qué soledad entonces. Es pura apariencia, pero nos hace sufrir, a pesar de nuestra escasa sensibilidad. Así quizá comprendemos más a Jesucristo en la Cruz. Y, de otra parte, advertimos que esas aparentes soledades del alma son nada menos que participaciones en la Cruz redentora de Cristo, que preludian una resurrección próxima y gloriosa, un endiosamiento más profundo, si sabemos seguir rezando, aunque sea con la lengua de esparto, con la esperanza enhiesta y viva, puesta en quien ha pasado ya por el lance y de manera más cruenta. De la oración obtenemos la fuerza, como Jesús obtuvo la suya en aquella sangrienta de Getsemaní.
De algún modo y en cierta medida, todos hemos de pasar por Getsemaní y por el Calvario. No será lo mismo: seguimos las huellas del Señor y El nos acompaña, nos alivia, se nos muestra como el Buen Pastor, que va delante, abriendo paso, allanando el camino. Además, junto a nosotros, siempre, está María —Madre de Dios y Madre nuestra—, que sufrió como nadie tan cerca de su Hijo, en el Calvario. Ahora que sabemos un poco de lo allí acontecido, tratemos de ahondar más en su Corazón traspasado por la espada que anunciara Si¬meón; para enamorarnos más de Ella, y aprender de su reciedumbre inaudita, que es vigor para nosotros, sus hijos, siempre débiles, siempre pequeños mientras caminamos hacia Dios.
ANTONIO OROZCO