Página inicio

-

Agenda

23 abril 2026

EUCARISTÍA. Buscar el trato con el Espíritu Santo por medio de la Comunión frecuente

Buscar el trato con el Espíritu Santo por medio de la Comunión frecuente
El evangelista Juan narra que un día, junto al pozo de Jacob, Jesús pidió a una mujer samaritana que le diera de beber. La mujer manifestó extrañeza ante ese ruego, porque le parecía claro que Jesús era judío, y no había trato entre judíos y samaritanos. Cristo no se detuvo en disquisiciones superficiales, fue directamente al fondo del problema y puso a aquella persona ante su falta de amor, ante su pecado, y también ante la misericordia divina. Le dijo: «Si conocieras el don de Dios...» (Jn 4, 10). Jesús sabe lo que anida en el fondo del alma y del corazón de cada uno; sabe que padecemos hambre y sed: hambre de Dios, de su pan; sed de amor, de agua viva. Él se nos ofrece como pan y nos da el rocío de su Amor.
¡Si conociéramos el don de Dios!... Jesús nos apremia a valorar el don del Amor. Quien tiene «sed de nuestra sed» -así se expresa san Gregorio Magno (San Gregorio Magno, Sobre el Bautismo, 40) -, ha vivido, trabajado, sufrido y muerto para que nosotros recibamos «el agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14), es decir, para que recibamos al Paráclito que nos guía, ilumina y consuela. «Os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Jesús se va al Padre por la muerte, por la resurrección y por la ascensión; y desde el Padre y con el Padre nos envía al divino Consolador, que nos hace entender lo que Jesús ha dicho, que da testimonio de Cristo a través de nuestra respuesta, que nos recuerda las cosas que el Maestro nos ha enseñado, que permanecerá siempre con nosotros (cfr. Jn 14, 16).
El envío del Espíritu Santo viene como fruto del gran trabajo de Cristo, de su pasión y su muerte; el premio a sus dolores y angustias por redimir a los hombres del pecado y convertirlos en amigos. Explica san Juan Crisóstomo que era necesario ofrecer la hostia en el altar de la Cruz y disolver la enemistad en la carne antes de conceder el Don del Amor, el Don sobre todo don, que nos haría amigos y familiares de Dios, hijos suyos (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 50).
Viene también el Paráclito como premio para cuantos han acogido la Palabra y sufren por seguir a su Redentor, como explica san Josemaría: «El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.
»Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo» (Es Cristo que pasa, n. 137).
Jesús dijo al centurión que rogaba por su sirviente: «Yo iré y le curaré» (Mt 8, 7). La fe de aquel hombre hizo innecesario -cabe expresarse así- el desplazamiento de Cristo: sin moverse de su sitio, confirió la salud al enfermo. Ahora, el Señor, sin abandonar el Cielo, continúa enviando constantemente su Espíritu a los hombres, para transmitirles vida sobrenatural y convertirles en discípulos y apóstoles. Lo opera en el Bautismo y especialmente en la Confirmación: en todos los sacramentos. Podemos pensar en la alegría del penitente absuelto por Cristo a través del confesor, que, otra vez con el gozo del Espíritu Santo en al alma, corre a abrazar al Padre.
También la Eucaristía causa en quien la recibe plenamente y sin obstáculo por su parte -comulgando sin mancha de pecado grave- un nuevo envío del Espíritu Santo al alma. La Comunión eucarística hace a Cristo sacramentalmente presente en nosotros, mientras permanecen las especies. Pero cuando las especies eucarísticas desaparecen, permanece lo que los teólogos medievales llamarán la «res» o efecto último de la Eucaristía: la unión con Cristo y, en Él, con todos los cristianos: la unidad de la Iglesia. Comiendo todos un mismo cuerpo, nos hacemos un solo cuerpo (cfr. 1 Cor 10, 17).
Ese efecto último, que el Santísimo Sacramento produce en el alma del que comulga dignamente, contiene la gozosa y maravillosa realidad que busca Jesús al darse en la Comunión. Por eso, los antiguos teólogos decían que el cuerpo eucarístico de Cristo «producía» en los cristianos el cuerpo místico de Cristo, en concreto, la donación del Espíritu a la Iglesia. En efecto, cuando termina la duración en nuestro cuerpo de la presencia sacramental de Jesús, parece como si se verificaran de nuevo sus palabras en la última Cena: «Os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7); y llegará una nueva efusión del Santificador al alma del fiel que ha recibido al Señor Sacramentado, efusión que causará en él un especial incendio de amor, un afán más intenso de imitar a Cristo y de anunciarlo a los demás.
La Eucaristía trae al alma, como fruto, la presencia del Espíritu Santo, que anima y empuja a pregonar la Palabra del Padre, después de asimilarla más y más. «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre -recordaba Juan Pablo II-, Cristo nos comunica también su Espíritu (...). Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como "sello" en el sacramento de la Confirmación» (Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-1V -2003, n. 17).
La devoción eucarística, por tanto, significa frecuencia de trato no sólo con el Hijo, sino también con el Espíritu Santo. A fuerza de recibirlo con piedad, el alma se va familiarizando con Él, aprende a distinguir y a seguir sus inspiraciones, a reconocerlas como le sucedió a Samuel, cuando Dios le llamaba. Tres veces en la noche se dirigió el Señor al profeta, entonces niño aún, pronunciando su nombre propio; las tres veces interpretó el pequeño que era Elí quien le llamaba (el sacerdote en cuya casa vivía). Éste le advirtió que él no había hablado y al final le indicó a quien pertenecía esa voz. «Comprendió entonces Elí que era Yahveh quien llamaba al niño; y dijo a Samuel: "Vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: habla, Yahveh, que tu siervo escucha". Samuel se fue y se acostó en su sitio. Vino Yahveh, se paró y llamó como las veces anteriores: ` ¡Samuel, Samuel!". Respondió Samuel: "Habla, que tu siervo escucha" (...). Samuel crecía, Yahveh estaba con él, y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras» (1 Sam 3, 8-10.19).
Jesús, Palabra de Yahveh, en la Eucaristía educa progresivamente al alma que frecuenta con devoción su trato, y la empuja en un continuo crescendo a la entrega personal a la voluntad del Padre y al bien de los demás. Y enviándole repetidamente su Espíritu, enseria a la criatura a discernir sus inspiraciones, a cumplirlas con docilidad. La devoción eucarística vuelve al hombre cada vez más espiritual, más sacerdotal, más apostólico.
JAVIER ECHEVARRÍA