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«Mi Padre os da el verdadero Pan del cielo»: la fe eucarística es fe que habla de Cristo
Por la fe somos hijos (cfr. Gal 3, 26; Jn 1, 12); por la fe somos apóstoles (cfr. Gal 1, 15-24). Cuando la fe está viva en el alma, se traduce en obras de amor, pues es «la fe que actúa por la caridad» (Gal 5, 6).
La obra primera de la fe se concreta en el amor a Jesucristo, que impulsa a unirse fuertemente a Él, acomodándose sin barreras a la gracia de Dios. Y Dios Padre concede que el hombre pueda comer la Carne y la Sangre de su Hijo en el sacramento de la Eucaristía; otorga al hombre la unión intimísima con la Palabra encarnada, recibiéndola en la Comunión. Dios se ha excedido, se ha portado como una « Madre» más que buena, y nos ha entregado a su Hijo hasta extremos inimaginables. Nos lo ha enviado en su encarnación, en un lugar concreto y en un determinado momento de la historia; ahora prolonga en el tiempo esa misma confianza celestial mediante la Eucaristía.
El Hijo también se ha excedido y, obedeciendo al Padre hasta ese nuevo extremo de amor, opera algo que sólo Dios puede hacer: entregarse a sus discípulos como alimento. Inmolarse por el prójimo, morir por otro, al fin y al cabo es posible al hombre, aunque eso suceda muy raramente, como reconoce san Pablo (cfr. Rm 5, 7). Nadie, en cambio, se halla en condiciones de entregarse a sí mismo como alimento para mantener viva y llevar a plenitud una relación de amor con una persona.
La infinita generosidad del Padre y del Hijo reclama la generosidad en la respuesta fiel de la criatura; reclama una adhesión de fe radical, completa y operativa, hecha posible por la gracia, ya que recibe la Palabra en el Pan. La fe cristiana auténtica se manifiesta necesariamente en la devoción eucarística: en amor a Jesucristo, que viene diariamente a nosotros en el sacramento de su sacrificio -la Santa Misa- y que permanece con nosotros en el Sagrario. La fe eucarística resume y recapitula toda nuestra fe, porque expresa -y a la vez alimenta y consolida- nuestra adhesión a todo lo que creemos.
Así lo explicó largamente en Cafarnaún el mismo Jesús, después de multiplicar los panes en el monte para alimentar a millares de hombres y mujeres que le seguían. Es el único milagro -aparte de la Resurrección del Señor- que los cuatro evangelistas narran. Esta repetición nos ayuda también a pensar en Cristo como Aquel que verdaderamente alimenta a todos los hombres. La Ley y el mismo Jesús enseñan que no se vive sólo de pan material, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cfr. Mt 4,4; Dt 8,3; Sb 16, 26); y Él es la Palabra eterna en la que Dios se dice a Sí mismo y a todo lo creado. Los hombres tienen hambre de verdad, de ciencia, quieren saber de sí mismos, del mundo y de los demás, especialmente de Dios. Esta indigencia espiritual la sacia el Verbo encarnado; y signo de tal verdad es que también posee la virtud de saciar toda indigencia material.
Quienes presenciaron el milagro de la multiplicación de los panes apreciaron sobre todo esta segunda parte fisiológica, y por este motivo buscaban a Jesús. El Señor no rechaza esta intención; le duele sólo que de esas ansias no pasen a otras más hondas: las que Él ha venido a resolver del todo. Le entristece que no acepten que Él es la Verdad que aquieta nuestras ansiedades, que despeja nuestras dudas, que confiere sentido a nuestra existencia. Le apena que no crean que es Palabra que puede alimentar todas las inteligencias y saciar todos los corazones, que es el pan vivo bajado del cielo; le duele que no reconozcan que su Padre es quien les ofrece ese verdadero pan (cfr. Jn 6, 32-33). Le acongoja la resistencia de esas personas a aceptar que tal dádiva divina les llegue a través de la humildad de lo humano. Le duele la soberbia de aquellos que se fijaban sólo en lo grande, en lo espectacular. «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: he bajado del cielo?» Un 6, 42).
Esos hombres, aunque sin formularlo así, rechazaban en definitiva la Encarnación de la Palabra. Por el mismo motivo, rechazarán a continuación el don del pan eucaristizado: no aceptarán la posibilidad de comer su Carne y beber su Sangre. La falta de fe en la Encarnación se prolongaba en la falta de fe en la Eucaristía. A la insistencia del entregarse de Dios a la criatura, respondían redoblando su rechazo del pan divino. No querían comer de ninguna manera: ni aceptando con fe la Palabra que se revelaba, ni recibiendo la Carne del Maestro. El segundo rechazo se fundaba en el primero: entendían las palabras de Cristo exclusivamente de modo material, porque no creían espiritualmente en la Palabra que les había alimentado multiplicando los panes (cfr. Jn 6, 60-65).
Ese itinerario desgraciado no es filial, termina en el abandono del Hijo de Dios, en no caminar con Él ni por Él; lleva a dejar de ser discípulo y apóstol (cfr. Jn 6, 66). Filial se demuestra el camino inverso, el que confiesa con Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). También se muestra filial la fe que busca nutrirse y encenderse en la Eucaristía: ese comer la Carne del Hijo del hombre para recibir así el pan que alimenta el alma, la Palabra increada; y después, llevar ese alimento y esa luz a otros: convertirse en apóstoles, difundir la palabra.
Sin la prolongación eucarística, la fe no madura porque no conduce a la vida. «Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y Yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del Cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente» Un 6, 53-58).
En cambio, con la participación en la Santa Misa, con la Comunión y la prolongación eucarística en el Sagrario, el cristiano descubre que la fe en su Señor configura una alianza personal con Él. Experimenta en su propia vida que, al creer en Jesús, Él se ha convertido en alguien que está a su lado, que actúa de su parte y le representa: que vive de Él y, por eso, puede y debe hablar en su nombre.
Juan Pablo II lo explicaba así: «Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en "sacramento" para la humanidad, signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-16), para la redención de todos. La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: " Como el Padre me envió, también Yo os envío" (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evÁngelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en El, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-1V-2003, n. 22).
JAVIER ECHEVARRÍA