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«El que a vosotros oye, a mí me oye»: la razón de la eficacia apostólica
El secreto del afán apostólico de un discípulo de Cristo radica en su amor al Maestro: eso es lo que le impulsa a dar la vida por los demás, a gastarla en ayudarles a conocer la Palabra divina y a vivir según los imperativos del Amor de Dios. Su celo por las almas nace de un amor a Cristo que persigue, como todo amor verdadero, la identificación con el amado. En esto se centra la razón de su eficacia, porque entonces se cumplen las palabras de Jesús: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10, 16).
¿Cómo se alcanza esa identificación? Es el Espíritu Santo quien obra la incorporación del discípulo al Maestro; por eso, también el Paráclito preside y mueve toda la actividad de los Apóstoles, y la llena de eficacia.
San Lucas y san Juan ponen especialmente de relieve que la misión evangelizadora se cumple bajo la constante acción del Santificador: por una parte, dirige al apóstol y lo sostiene de mil formas; por otra, abre el corazón y la mente de quienes le escuchan para que acojan la Palabra (cfr. Lc 24, 47-49; Hch 1, 4-5; 2, 1-41; 10, 44-48; 13, 2-4; 14, 6; 15, 28; 16, 6-7; n 14, 16-17. 26; 15, 26-27; 16, 7-15; etc.). El Paráclito zarandea al cristiano y lo convierte en alma apostólica por lo mismo que le empuja a clamar «Abba, Padre». A la vez, es el Maestro interior que, comunicándose al alma, mueve al hombre a asumir la Palabra y lo configura con Cristo; le enseña a amar a Dios y a dejarse amar por Dios, a querer sobrenaturalmente a los demás y a dejarse amar también sobrenaturalmente por ellos. Él nos hace discípulos y apóstoles: nos vuelve otros Cristos, nos identifica con El (cfr. Rm 8, 9-27).
Sin la asistencia del Espíritu Santo, la criatura no puede acoger la Palabra de Dios, no puede creer; así lo ha enseñado siempre la Iglesia, contra las diversas formas de autosuficiencia humana ante las metas divinas. Tampoco puede vivir según esa Palabra si el Paráclito no lo sostiene constantemente con su gracia: no puede esperar en Dios, no puede amar como Cristo. Sin el auxilio de este Consolador, las lecciones del Maestro y el ejemplo del Modelo no nos aprovecharían: querríamos conducirnos según sus enseñanzas y no podríamos, intentaríamos imitar sus ejemplos y no lo conseguiríamos. San Ireneo lo explicaba así: «El Señor prometió que enviaría al Paráclito para que nos conformara con Dios. De la misma manera que sin agua no se puede lograr con trigo seco una masa compacta ni un único pan, nosotros, que somos muchos, no podríamos hacernos uno en Cristo Jesús sin esta Agua que viene del Cielo. Y así como la tierra árida no fructifica si no recibe agua, nosotros, que anteriormente éramos leña seca (cfr. Lc 23, 31), no hubiéramos producido fruto a no ser por esta lluvia que libremente nos baja de lo alto» (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, III, 17).
La Tercera Persona de la Santísima Trinidad es en efecto Amor del Padre y del Hijo, el Don que procede de ambos. El amor lleva a la comunicación, a la donación personal: la persona que ama está como inclinada hacia la persona amada, interesada por ella, atenta a lo que pueda querer y necesitar, pronta a dar lo que tiene y a darse a sí misma (ideas, afectos, acciones, tiempo, medios materiales) para procurar el bien de la otra persona. Y es también el amor lo que anima a comprender, acoger, recibir, compartir la vida, el propósito y el don que provienen de la persona amada. Por amor se ofrece una palabra, por amor se acepta esa palabra.
La falta de amor conduce a la falta de comunicación y de comunión, como en la confusión de Babel (cfr. Gn 11, 1-9): la separación, el alejamiento, la dispersión, la soberbia que no busca al otro y se encierra en el propio mundo, el orgullo que no acepta la palabra y el afecto del prójimo. «Según la narración de los hechos de Babel, la consecuencia del pecado es la desunión de la familia humana, ya iniciada con el primer pecado, y que llega ahora al extremo en su forma social». Por el contrario, Pentecostés, la irrupción del Espíritu Santo en la historia como fruto de la Cruz, proclama la fiesta de la palabra comunicada y creída, la comprensión de las lenguas que arden de amor, la reunión de pueblos y razas distintos en una misma familia, en una sola casa. La venida del Amor divino al mundo supone la victoria definitiva -aunque todavía no completada- sobre la incomprensión mutua, el aislamiento en sí mismo, la distinción de clases y castas y linajes. Entonces la humanidad empezó a quererse con el amor de Dios, sin rebajas. Y nació el apostolado cristiano: Pedro habló de Jesús crucificado y resucitado a los presentes, y éstos acogieron la Palabra y fueron bautizados. Pentecostés es la fiesta de la unidad de todos los hijos de Dios en Cristo, de los que llaman Padre a Dios por la fuerza del Amor del Padre y del Hijo.
Jesús viene a nosotros como el Maestro y el Modelo, desciende con el Amor el Paráclito. Sin el fuego de ese Amor que irrumpe como viento impetuoso en el alma de los hombres y los zarandea moviéndolos a predicar a Cristo, la pereza y la desidia paralizarían las mejores fuerzas y los discípulos no harían conocer al Maestro, no empujarían a otros a imitar al Modelo. Se quedarían encerrados en el Cenáculo o irían cada uno a sus casas y a sus cosas, como aquellos dos que marchaban hacia Emaús, como Tomás que ya no estaba con los otros Diez. Hablarían de sí mismos, de sus ideas y proyectos, de sus dificultades, pero no de Cristo. En cambio, con el Espíritu Santo no sucede así. «Vosotros daréis testimonio porque testimoniará el Espíritu Santo: Él en vuestros corazones, vosotros con vuestras voces; Él os inspirará y vosotros hablaréis» (San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, XCIII, 1).
Hagamos nuestro el consejo de un escritor medieval, de un alma enamorada del Señor: «Apresúrate a participar del Espíritu Santo. Él se halla presente cuando se le invoca y se le invoca porque está presente. Es el río impetuoso que alegra la ciudad de Dios. Él te revelará lo que Dios Padre tiene oculto a los sabios y prudentes de este mundo. (...) Dios es espíritu ; y así como es necesario que los que le adoran, le adoren en espíritu y en verdad, así conviene que los que desean comprenderlo y conocerlo, busquen solamente en el Espíritu Santo la inteligencia de la fe y el sentido de la Verdad pura y simple. En efecto, entre las tinieblas y la ignorancia de la vida presente, Él es, para los pobres de espíritu, la luz que ilumina, la caridad que arrastra, la suavidad que conmueve, el acceso del hombre a Dios, el amor del amante, la devoción, la piedad» (Guillermo de Saint Thierry, El espejo de la fe, 71-72).
JAVIER ECHEVARRÍA